Hay encuentros en la vida que lo cambian todo. No hablamos aquí de amores a primera vista, flechazos made in Hollywood, o encuentros maestro y discípulo que disparan un sinfín de aventuras espirituales. No señor. No señora. No señores. Este encuentro es más mundano y, si no fuera por lo que siguió a continuación, tal vez se hubiese pasado por alto. Resulta que Carlos Lascano era zapatero desde los 13 años. Llevaba el zapato en la sangre, triangulado cual cordón en su cromosoma de niño zapatero. Trabajaba en una fábrica de calzado llamada Chiaramonte. El trabajo era estable, pero un plomo: pegar y ensamblar un sinfín de botas militares. Cuadradas, resplandecientes, burocráticas, las botas militares eran una patada en la ingle de la creatividad. Pero Lascano cada mes metía el sueldo en el bolsillo y parecía que en eso se iría toda su vida. Hasta que llegó, claro, el famoso encuentro. Un día, se encontró con un polista talentoso e ilustre –hoy mánager del equipo internacional Las Monjitas–, Guillermo Fernández Llanos. Fernández Llanos tenía un negocio de ropa que incluía calzados de cuero llamado El Palenque. Y Llanos le dijo:
"Y decime: ¿por qué no te metés a hacer botas de polo? Las que están en el mercado no son muy buenas". Por entonces, Lascano, con el fin de salirse del rubro botita militar, estaba probando suerte haciendo botas de salto. Y no había pensado en que quizás el negocio estaba ahí, a la vuelta de la esquina, en cuatro patas, la rienda, puesta, en fin: usted me entiende.
Ese encuentro casual y ese consejo que parecía a boca de ganso le quedaron a Lascano en el fondo de pantalla del cerebro. Cuanto más lo pensaba, más lo fascinaba. Un mercado nuevo por explorar. Un diseño flamante por ensayar.
"Quiero hacer unas botas de polo, pero bien finas", se dijo a sí mismo. "Unas botas que duren más tiempo, más partidos y que, además, sean estéticas". Y lo anunció, convencido, a su familia. Pero, claro, una cosa es decir y otra, muy distinta, es hacer. Y Lascano, para entonces, no tenía máquinas, ni siquiera herramientas. A pesar de todo el hándicap zapatero encima, estaba, por así decirlo, en cero. Lo tomó, para no amargarse la vida y rendirse antes de arrancar, como un desafío personal. Montó un taller pequeño en su casa, y meta ensamblar botas de polo. Tomaba como base las pocas que había en el mercado: la mayoría medio pelo. Falibles. Poco resistentes a un deporte de alta fricción, velocidad e intrepidez como el polo.
"Quiero hacer unas botas de polo, pero bien finas", se dijo a sí mismo. "Unas botas que duren más tiempo, más partidos y que, además, sean estéticas". Y lo anunció, convencido, a su familia. Pero, claro, una cosa es decir y otra, muy distinta, es hacer. Y Lascano, para entonces, no tenía máquinas, ni siquiera herramientas.
Con su primer modelo pipi cucú, Lascano se dispuso a presentarlo en sociedad. Lo llamó, en honor a sí mismo, Botas Lascano. Y, ni lerdo ni perezoso, empezó a recorrer locales para anunciar, glorioso y convencido, que sus botas eran lo más de lo más. Se ganó, de a poco, la confianza de los proveedores que aportaban máquinas y materia prima. Y les dijo que, si eran misericordiosos con los cobros, si tenían fe en su currículum zapatero, él terminaría echando a andar un emprendimiento que, visto con optimismo, hasta podía ser globalizado. "Lo mío es algo serio", les repetía para calmar sus ansias de cobro inmediato. "Solo me tengo que hacer conocido".
De a poco los convenció. Y de a poco se equipó. La suerte estuvo de su lado: para fines de 1983, Lascano ofreció sus botas a Rossi & Caruso, el equivalente al emporio de la papa frita, pero en clave de polo, y el asunto empezó a tomar lustre y brillo. Un negocio abrió otro negocio. El boca en boca, y el bota en bota, empezó a circular, y así Lascano se hizo un nombre en el reñido, millonario y fifí universo del polista, acostumbrado a mirar el mundo desde arriba de un caballo.
20 días tarda en hacer un par de botas
La frutilla de la torta, la crin de la crin, llegó cuando nada más y nada menos que Gonzalo Pieres hijo –estrella de Ellerstina, número 3 del mundo, con torneos ganados en Francia, España, Escocia y el Abierto Argentino de Polo– le pidió que le hiciera un modelito para él. Año: 2003. Era un evento semejante a fabricar botines y que llegue un petiso a tu tienda, te pida que le hagas uno para él y resulte ser Lio Messi. Lascano saltaba en dos patas –porque eso es, en definitiva, todo lo que puede saltar un ser humano–. Y se convenció, al fin, de que lo suyo verdaderamente era algo serio, de high quality.
Y, a partir de Pieres, llegaron los demás: y qué tal si me hacés unas botas a mí como las de Gonzalito. Por qué no me preparás unas así que den tanta suerte y con las que gane tantos premios. Qué tal si vos me hacés las botas y yo las hago lucir por el mundo, le propuso Pieres.
120 pares fabrica al mes
En fin, toda clase de propuestas, decentes claro, y zapateras le llegaron a partir de que Pieres se calzó sus botas en ese año ilustre y botero del 2003. Así pasaron David Stirling, Sapo Caset y Adolfo Cambiaso. Pasaron Juan Martín Nero, Hilario Ulloa y Cristian e Ignacio Laprida, que llevan sus modelos. Hoy, la mayoría de los 10 goles de hándicap que disputan el Abierto de Palermo de Polo calzan sus botas Lascano.
Para blindar su fama y celebridad en el rubro, Lascano usa lo más de lo más: cuero vacuno acabado anilina flor. Cuero de anca de potro o Cordovan nacional e importado. "Si un par de botas no está 10 puntos –les exige a sus empleados en la fábrica–, se las hace nuevamente". A los clientes les dice: "El polista, con nosotros, sabe que tiene garantía total". Lascano escucha y tunea sus modelos –mejor durabilidad, más confort– sobre la base de opiniones de polistas grosos. Y, a fin de fidelizar jugadores, lleva una ficha informativa con sus medidas, moldes y hormas para cuando quieran volver a pedir más modelos –pues qué otra cosa pueden hacer los polistas más que casarse con chicas bellísimas y comprar más y más botas–. De ese modo, pueden, a partir del segundo pedido, ordenar sus botas a distancia. Sin necesidad de acercarse al local y perder el tiempo precioso que el polero pasa en familia acariciando perros resplandecientes como sus botas en jardines siempre verdes, que sientan tan bien como fondo de selfies.
Otro valor agregado que aporta Lascano para diferenciarse de una competencia cada vez más rezagada y resignada: un tiempo récord de entrega. Un par de botas, de esas tan bonitas y ahora prestigiosas que hace él, demoran hasta 20 días de manufactura –15 con viento a favor–. Lascano garantiza que, en menos de tres semanas, el cliente tiene sus botas ya listas.
Hace un tiempo, cuando Lascano arrancó con el rubro en el tallercito de su casa, lo hacía todo a mano. Y si había que coser una suela, se llevaba a un taller de costura. Ahora, dispone de tres máquinas que hacen que no dependa de terceros y que las cosas marchen con fluidez. El artículo, insiste, es ciento por ciento artesanal. Y el sistema de cosido es Goodyear: un ensamblado que da larga vida útil y resiste palazos, bochazos y caballazos.
Hoy en día, Lascano trabaja con sus hijos, a quienes formó en un oficio que, dice, ya está prácticamente perdido en nuestro, también, perdido país.
Hacen 120 botas mensuales, lo cual para un producto, como él repite, de punta a punta artesanal es una hazaña del mundo pyme. Vende hasta 1300 pares al año y ya sus pares se consiguen en negocios de Estados Unidos, Inglaterra, Suiza, Francia, Australia, Malasia, Alemania y Singapur. Es decir, donde sea que haya un polo polero –valga la redundancia–, allá están las botas de Lascano, firmes, duraderas y bien argentinas.
Y todo por un cruce visionario, premonitorio y auspicioso con aquel polista Fernández Llanos que, para Lascano, cambió el taquito militar por el taquito polero. Lo que se dice: el verdadero sabor del encuentro.
Foto de apertura Ignacio Sánchez
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