El trabajo único de ayudar a dar vida
Un hospital público de Morón es uno de los pocos donde las doulas acompañan a las parturientas para aliviar miedos y dolores. Cómo estas mujeres son clave para garantizar los partos respetados
"Demichelis...!" Las voces corren entre el vaho de las respiraciones en este espacio tenue y frío con un cartel escrito a mano pegado en la pared que dice Guardia maternidad y pediatría. Son las 9.30 de la mañana de un miércoles como cualquier otro. Una mujer vestida de guardapolvo blanco, medio cuerpo afuera de una puerta, vuelve a gritar: "¡Demichelis...!" Nadie contesta. Y unos segundos más tarde: "¿Hay algún familiar de Demichelis?" La pregunta empieza a correr de boca en boca entre el medio centenar de mujeres, hombres y niños que esperan apretados en bancos de madera gastada. De pronto Demichelis es motivo de conversación. Y a cada incauto que se asoma se le pregunta con rostro preocupado si está esperando ser llamado y por qué apellido, o si conoce a alguien con el apellido en cuestión.
El techo luce descascarado en la guardia del viejo Hospital Municipal Ostaciana B. de Lavignolle de Morón, Región Sanitaria VII, pleno conurbano. El piso es una baldosa oscura que hace rato perdió el brillo. El blanco de los azulejos de las paredes ha ido siendo devorado por el trazo de marcadores indelebles: Acá nació Gonzalo Nicolás Cipolla el 21/12/14 a las 18.40 hs. Te amamos, tu familia; Nació Chris Elián el 13/1/14 a las 4.10 hs. Pesó 3,450 kg. Con amor, hermanos, abuela, papá y mamá.
Toda esta estructura centenaria por la que pasan 10.000 almas cada mes –más de la mitad, de partidos aledaños– y que en 18 meses dejará de existir, desemboca a través de un pasillo laberíntico en el edificio del nuevo hospital. Es una mole de ocho pisos y 13.000 metros cuadrados donde funcionan casi todos los servicios y cuya maternidad no tiene nada que envidiarle a una clínica privada de las más modernas.
En el segundo piso la ginecóloga y obstetra Leticia Ramos anda buscando a una mujer de ambo lila. Suena el murmullo de la televisión cuando esa mujer traspasa la puerta de una de las habitaciones donde están internadas de a dos las mamás recientes con sus bebes, y va a su encuentro. Con modos suaves, Ramos le cuenta que una adolescente que está con la bolsa rota en la unidad de trabajo de parto y recuperación (UTPR) del cuarto piso, la miró hace instantes con ojos de angustia y le dijo que estaba sola en el mundo. Le pide que vaya a verla, le dice que sus palabras le partieron el corazón.
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En agosto de 2004, el Congreso sancionó la ley de parto respetado, que establece el derecho de todas las mujeres que van a parir a ser informadas sobre las posibles intervenciones médicas pre, durante y posparto para ellas y para sus bebes, a participar de las decisiones y a optar libremente sobre la asistencia cuando las alternativas y el estado de salud lo permitieran; a ser tratadas con respeto, "al parto natural, respetuoso de los tiempos biológico y psicológico, evitando prácticas invasivas y suministro de medicación que no estén justificados", a ser consideradas sus pautas culturales, a tener un espacio de intimidad, a estar acompañadas.
La norma tiene el objetivo de proteger a las mujeres durante ese momento de extrema vulnerabilidad, cuando la cabeza las abandona, el cuerpo manda y el dolor arrecia. Fue una reacción frente a situaciones de violencia obstétrica aún frecuentes: hacer oídos sordos a su dolor, atarle las piernas para parir, afeitarlas, callarlas o maniatarlas para que no griten, maltratarlas psicológicamente, intervenir con drogas sintéticas partos que con las horas podrían desenvolverse naturalmente, generando más dolor.
Seis años después de que los legisladores pulsaran sus votos, en el hospital de Morón ya se venía intentando aplicar una política de parto respetado. Por entonces Pelusa Moledo, esa mujer de ambo lila que ahora enfila hacia el cuarto piso, tenía una idea en la cabeza. Desde que había dejado la carrera de Psicología y había terminado los primeros años de crianza de sus cuatro hijos, venía dedicando su vida profesional a ser doula (se pronuncia dula; en griego antiguo, "mujer que sirve"), un oficio que existe a nivel mundial y que consiste en ponerse al servicio de otras mujeres durante el embarazo, parto y puerperio, brindándoles información y apoyo físico y emocional, enfocándose en sus necesidades y "ayudándolas de forma amorosa a confiar en sus capacidades ancestrales y femeninas para parir". Un trabajo para el que se había formado con el grupo Doulas de Argentina y que se hace en equipo con parteras y obstetras, más pendientes del proceso fisiológico y de los procedimientos médicos, en los que ellas no intervienen.
La idea de Moledo era la siguiente: creía que todas las mujeres, tuvieran o no dinero para pagarlo, tenían que tener la posibilidad de estar contenidas y acompañadas por una doula, porque esto mejoraba la calidad de los nacimientos y el vínculo madre-bebe (estudios hechos en distintos países demostraron que su presencia ayuda a reducir las cesáreas, el tiempo del parto, los problemas con la lactancia y la depresión posparto). Así que enfiló todo su fisic du rol de antigua matrona, su cuerpo generoso y sus 65 años, y como la gota que horada la piedra, tocó durante dieciocho meses cada semana las puertas del director del hospital y de los jefes de servicio.
Primero fueron trece (el grupo fundador de la ONG Doulas Comunitarias), después cincuenta. Ya pasaron por el hospital unas ochenta y lo convirtieron en uno de los poquísimos del país con este servicio. Es un voluntariado y este año firmaron un convenio con el municipio. Son psicopedagogas, químicas, docentes, ingenieras, amas de casa, emprendedoras, formadas como doulas, de distintos lugares –una incluso viaja desde Rosario–, que dedican parte de su tiempo para estar una vez por semana a disposición de otras mujeres, quienes a veces aceptan su compañía y otras, prefieren dejarla pasar.
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Al tiempo que Moledo entra en la habitación para contener a esa madre adolescente (el 14% lo son en la provincia), Giovanna Romero, de 18, le da de mamar en el cuarto contiguo a Dylan.
Lo tuvo allí mismo hace veinte minutos; seis puntos de episiotomía "para que no se desgarre", suero "por precaución", oxitocina "para que se retraiga el útero y evitar la hemorragia posparto", cuenta su obstetra Diana Spano. Liliana, también Romero, aunque sin parentesco, la mujer canosa de ambo lila que está parada al lado del papá, los ayuda con la lactancia. Giovanna había llegado una hora y media atrás desde su casa en Ituzaingó con seis centímetros de dilatación. En los siguientes sesenta minutos rompió bolsa y dilató por completo.
Como ella, la mayoría de las mujeres que paren allí no van al curso de preparto (que es gratuito y se da en el centro de Morón). Giovanna llegó asustada, desconectada de su cuerpo, sin saber lo que le estaba pasando. Pedía a gritos una cesárea. Su pareja la miraba y le decía que se tranquilizara, que con la cesárea le iba a costar más recuperarse. En este hospital, como en cualquier otro, la peridural (la anestesia que se coloca a través de la columna vertebral y que en la salud privada es moneda corriente) no está disponible para los partos por falta de stock y escasez de anestesistas. Así que Giovanna tuvo que apechugar, respirar hondo y pujar fuerte porque Dylan ya casi nacía.
Los primeros minutos no quiso agarrarlo. Casi desisten con la lactancia todos a su alrededor. "El bebe nació con una lucidez impresionante, como que se complementan. Nada más que lo mire y esto arranca", pensó la doula. E insistió. En cuanto Dylan y Giovanna pusieron sus ojos el uno en el otro, algo pasó y no se soltaron.
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Leticia Ramos dice que las doulas las doulearon a ellas. Que doulearon a todo el equipo, del que se siente orgullosa. Y que dejarse contagiar por la inquietud en lo emocional de las pacientes mejoró su labor médica.
Virginia González, ginecóloga y obstetra, nariz angular, ojos pequeños, al principio hacía partos muy medicalizados. Después empezó a pedirle a las pacientes que la miraran a los ojos y se dio cuenta de que se tranquilizaban, se compenetraban, parían mucho más rápido y bajaba la cantidad de cesáreas.
Solange Jortack, licenciada obstétrica, o partera, pelo rubio, piernas eternas, se formó en la UBA a la manera tradicional y se reconoce más intervencionista, "siempre dentro del diálogo con las pacientes, respetando lo que ellas quieren". Es bastante reacia a acompañar a las mujeres durante el trabajo de parto; si va, "es para intervenir". La llegada de las doulas, dice, las alivia cuando están desbordadas de trabajo.
En este hospital nacen por año unos 3000 bebes. En 2013 sus registros contabilizaban 73% de partos naturales y 27% de cesáreas; algo que en el sector público de toda la provincia llegaba a 68 y 32%, respectivamente, y en el de la ciudad de Buenos Aires a 70 y 30%. Si bien el Ministerio de Salud de la Nación no aporta datos oficiales, se estima que en la Argentina en el sector privado las cesáreas superan el 60% y que la media nacional es de 35%; la Organización Mundial de la Salud recomienda no pasar el 15%.
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El cuerpo de María José es sostenido por el brazo de Mariana Areso que pasa por detrás de su espalda, mientras Jortack, la partera, le hace un tacto vaginal que mide su dilatación. Le duele; respira hondo; recuerda en voz alta cuando hace ocho años tuvo a su primer hijo en aquel sanatorio privado de la Capital y le "metieron mano unos dieciocho".
–Tranquila, acá te vamos a cuidar –le dice Areso, de ambo lila.
–Todavía falta. El bebe está muy alto –anuncia la partera, le hace un chiste cariñoso y se va.
La habitación tiene paredes claras, es espaciosa y está muy iluminada. Hay una ventana desde la que se ven los techos de las casas vecinas, un baño en suite y un control remoto que sube y baja el respaldo de la cama.
Pasan los minutos. María José empieza a entrecerrar sus ojos y a tensar su boca más a menudo. En la habitación de al lado hay otra parturienta.
–¿Por qué grita esa mujer? ¿Por qué llora tanto? –pregunta.
–Llora porque le duele. Vos podés gritar también si querés. No te preocupes, esa mamá está acompañada. Concentrate en vos –le dice la doula.
La respiración se agita. Areso le propone pararse y caminar, arrastrando el aparato que sostiene el suero en alto. Le baja la bata para proteger la intimidad de su figura esbelta de promotora. María José se apoya en ella. Dan unos pasos, casi se le cuelga. La contracción pasa y se alivia.
Esa beba que está en camino y que se llamará Holy, como sagrada en inglés, no tendrá un padre que la vea crecer. La mamá de María José estuvo toda la noche acompañándola pero, como no tenía contracciones, su hija la mandó a descansar. Justo después rompió bolsa y todo se desencadenó.
María José tiene un apellido que abajo, en la Guardia, todavía suena de boca en boca. María José es Demicheli, tiene 27 años y está llena de fantasmas.
–¡En mi primer parto me trataron tan mal! Me ataron a la cama. No me dejaban moverme. Se me colgaron todos encima para que saliera el nene.
La doula saca un abanico y deja que su aire la acaricie. Le ofrece sentarse en el banquito de partos, una tarima de madera con forma de herradura, y le hace masajes en la cintura, justo donde impacta el latigazo de la contracción.
Vuela el tiempo. Entra una enfermera, le pide que se acueste y escucha con un aparato los latidos del bebe. Es un ritmo parejo de tambores acelerados. Se apoya de costado. Viene una contracción. Los pies se frotan, se recorren desesperados hasta llegar a las rodillas. La doula sigue con los masajes.
–Dios te puso en mi camino. Si no, me hubiera muerto –le dice María José. Y agrega:– No pasan seis meses que me ligo las trompas.
–Falta poco. Dentro del dolor pensá en todo lo bueno. Sos una genia, hiciste un supertrabajo. Son una dupla, vos y Holy, son unos genios los dos.
Pasa otra hora que transcurre entre gemidos, resoplidos y silencios difíciles de sostener. La cara de María José se transforma. Sus pómulos y sus labios crecieron, sus ojos se achinan, la mirada se vuelve frenética y se pierde. Entra la partera y la vuelve a tactar. Ya está lista.
–¿No se puede hacer cesárea? No puedo más. Tengo miedo –susurra María José.
–Tranquila. Está bien tener miedo, porque es todo un trabajo el que estás haciendo. Pero acá te vamos a ayudar –le dice la partera. Y mientras le enseña a una estudiante que acaba de entrar cómo hacer un tacto, cómo sentir la cabeza del bebe y la incita a probar, le explica a María José que ese es un hospital escuela.
Después prepara todo junto con las enfermeras y le pide que espere la contracción, que tome aire y que puje. Despliega los estribos para que apoye sus piernas. Justo entonces llega la mamá de María José. La doula se hace a un lado y le deja el lugar.
María José puja largo. Y descansa. Con la siguiente contracción vuelve a pujar. Su madre está de un lado; la doula, que la ayuda a coordinar la respiración y el pujo, del otro. Vuelve a pujar. Todavía el bebe está muy alto.
Soportar el dolor. Cerrar los ojos. Querer que ese momento se termine de una vez…
–¡Haceme cesárea! ¡No puedo más!
–Mirame –le dice la partera–. Concentrate. Vos podés. No te descontroles. Dejalo salir.
Ahora puja con fuerza. Se pone morada y grita, como gritaba la de al lado. Pero Holy no llega. Y la partera y la enfermera empiezan a deliberar y controlan los latidos.
Pasan dos minutos y llega Ramos, la obstetra. La saluda, le hace un chiste, le sonríe. Y le dice que esté tranquila, que falta muy poco. Se para donde empieza la panza y en la siguiente contracción, empuja. Puja María José, empuja la partera, empuja la obstetra, la doula le sostiene la espalda en el aire, la madre le acaricia el pelo. Y la estudiante le gira los hombros a la beba para que salga y la recibe; 3,345 kilos, toda embadurnada de cebo blanco.
Holy lanza un quejido y va a parar al pecho de su mamá que la besa, la abraza y le dice mi amor.