El tiempo y la ironía
En el pasado tenían que pasar décadas para que se produjera un cambio social perceptible, pero últimamente el tiempo parece haber adquirido una cualidad vertiginosa que las teorías de la física aún no logran explicar. No se sabe bien por qué estamos por celebrar la Semana Santa, y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en diciembre. En el misterio todo colabora: Internet, en primer lugar, con su sensación abismal de cientos, miles, incontables universos paralelos, y también la gimnasia cotidiana para entenderse con el universo propio.
Es cierto que muchos medios apelan al efectismo para sobrevivir, pero algunos hechos reales trascienden incluso la imaginación desatada de una historieta del futuro. La caída de las Torres, por ejemplo, es una imagen del infierno que no nos abandona. Algo cambió ahí, en lo social, más allá de todas las implicancias políticas y estratégicas de la catástrofe. En lo personal, y con toda claridad, cierto tipo de humor dejó de causarme gracia. El ejemplo más claro fue Seinfeld, tal vez el programa de televisión más exitoso de todos los tiempos, que cerró su novena y última temporada en 1998 con una suerte de fiesta nacional.
Jeffrey Seinfeld, un comediante de stand-up, y sus amigos, dos varones y una chica, corrían sus aventuras de solteros en Nueva York, en este programa acerca de nada, como se lo promocionaba.
En realidad era un programa acerca de cuatro neuróticos urbanos contemporáneos, y cultivaba el humor cínico típico de la época. Es en efecto una producción brillante –todavía pueden verse las repeticiones en el cable– pero por algún motivo, después de septiembre de 2001, dejó de divertirme. Nunca logré expresar con palabras el motivo, y sólo mencionar el hecho me hizo perder amigos. La explicación, sin embargo, aparece con extraordinaria sencillez en el libro Penny Red. Laurie Penny, la autora, es una periodista londinense de 24 años que escribe un blog y publica artículos en la revista New Stateman. En su libro recopila las crónicas de los disturbios producidos en Londres pocos meses atrás, cuando el Gobierno estableció fuertes recortes a los subsidios destinados, entre otras cosas, a la educación, cuyos aranceles en consecuencia se volvieron inaccesibles para una inmensa cantidad de jóvenes.
Uno de esos actos de protesta se realizó en las puertas del museo Tate Britain, el día de la entrega del Premio Turner. Penny se coló en la fiesta e hizo una crónica ácida sobre los criterios para premiar lo que llama un arte amablemente desconcertante y se burla un poco de todos, los artistas y los benefactores. Afuera, en la manifestación, una estudiante de comunicación decía: "El arte irónico ha muerto. Ahora tenemos algo verdadero en qué creer".
El arte irónico ha muerto, es así de simple. Yo no hubiera podido decirlo mejor.
La ironía tuvo su época de oro en la década del 90, cuando se puso de moda volverse rico. Prosperaron programas de televisión ingeniosos, con periodistas que manejaban un estilo escéptico, sarcástico, casi nihilista, de gran influencia en la juventud. Ese estilo se cultiva todavía, pero no produce el mismo efecto, al menos en mi caso. Hoy no alcanza con enarcar una ceja y creerse más vivo que los demás. Dejó de ser sofisticado no creer en nada. La vida adquiere bastante más sentido si uno tiene, como dice la estudiante londinense, algo verdadero en qué creer.
La autora es periodista
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