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El vino pertenece a una cultura que nació con la magia y el animismo, atravesó junto con la humanidad el crecimiento de las civilizaciones e incentivó la curiosidad de los monjes en el medioevo para observar y resolver algunos problemas técnicos de cultivo y elaboración desde la práctica ya la experiencia. Pero, desde Pasteur en adelante, la ciencia tomó las riendas y ha explicado casi todo acerca de sus misterios. Había uno, sin embargo, que hasta ahora seguía sin solución: la existencia del terroir.
¿Qué pasa con el terroir?
Como el sexo de los ángeles para los cristianos, la discusión sobre el terroir atraviesa todos los tiempos y las épocas. De un lado estuvieron las almas sensibles que observaban variaciones en el sabor del vino asociadas al clima, los suelos y las prácticas agrícolas, es decir, a un lugar en términos culturales, tal y como sucedió con los Climats en Borgoña. Del otro, los refutadores de leyendas, que al no poder demostrar, al no poder medir esas sutiles variaciones como los cambios de la brisa o el humor de la tierra y sus hongos, negaban el terroir y hasta dudaban de lo que el paladar les sugería. Las universidades fueron su templos.
Pero como sucede con frecuencia en materia de ciencia, en algún momento se alcanza el conocimiento y la técnica para probar lo que primero se imaginó o dudó. Por eso, la discusión sobre la existencia del terroir parece haber llegado a su fin gracias a unos expertos mendocinos. Es que una investigación publicada el 3 de Febrero en la revista Scientific Report –bajo el ala de Nature– logró medir las diferencias de terroir y, por lo tanto, establecer su realidad con parámetros científicos.
El paper lleva las firmas de Roy Urvieta y Fernando Buscema por el Catena Institute of Wine (CIW), Rubén Bottini de la Universidad Juan Agustín Maza y el Dr. Ariel Fontana, catedrático de Química Orgánica y Biológica de la Facultad de Ciencias Agrarias-UNCuyo, junto al experimentado climatólogo Gregory Jones de la universidad de Linfield, Oregon, Estados Unidos.
Bajo el título de “Terroir and vintage discrimination of Malbec wines based on phenolic composition across multiple sites in Mendoza, Argentina,” (“Perfil sensorial y fenólico de vinos Malbec de distintos terroirs de Mendoza, Argentina” en español), el paper ofrece evidencia científica y medible de que el sabor del vino trasciende las añadas y que confirma lo que muchos sospechaban: que hay lugares capaces de vinos con sabor propio, sostenido año tras año. La Dr. Laura Catena, fundadora del CIW, explica con un ejemplo qué se logró demostrar: “Si traemos una botella de una de las regiones que intervinieron en el estudio sin aclarar origen ni añada, un análisis químico es capaz de indicar el lugar del que proviene sin margen de error para algunas de las parcelas que estudiamos”, grafica.
Hasta ahora muy pocos estudios y de mucha menor envergadura habían arrojado una tenue luz sobre tema. La confirmación definitiva llegaría con este trabajo.
¿Cómo lo consiguieron?
Roy Urvieta, nacido en La Consulta, enólogo e investigador del CIW desde 2009, y autor del estudio, amplia la idea: “Hay pocos lugares en el mundo que ofrezcan tantas variaciones de terroir como Mendoza, a una misma latitud. Aquí, en una franja de 80 kilómetros tenés todas las temperaturas posible sólo cambiando la altura. De modo que elegimos 23 parcelas individuales y las elaboramos de la misma manera entre las añadas 2016, 2017 y 2018″.
Lo interesante de esas microvinificaciones es que se hicieron en una escala razonablemente alta: 800 litros cada una. De modo que no se pudieran argumentar condiciones de laboratorio. Luego, las muestras de esas 23 parcelas repartidas por Mendoza fueron llevadas a un laboratorio de análisis de Cromatografía Líquida de Alta Performance –el método lo desarrolló Ariel Fontana, uno de los firmantes e investigador del CONICET– y midieron 30 compuestos de dos grandes grupos: antocianos (responsables del color, entre otras cosas) y ciertos polifenoles (antioxidantes casi todos, como resveratrol, entre otros).
“Los resultados indican que al menos en 12 de esas parcelas el análisis arroja un 100% de efectividad –apunta Urvieta–. Es decir: con el análisis se puede identificar sin margen de error el lugar de origen, porque tiene una suerte de huella química. Pero lo más importante: se puede predecir el resultado. Del resto de las parcelas tenemos hasta el 80% de probabilidad”.
Que el estudio cubra un período de cuatro años y a una escala comercial, con vinos que luego llegan a la calle bajo algunas de las marcas de la Catena, le da otra escala y relevancia. Consultado sobre las motivaciones para desarrollar este estudio, Urvieta dice: “Hay dos formas de contribuir a la industria. Haciendo vinos, que como enólogo produzco, y dejando bases científicas para las futuras generaciones; que quede información que sirva para los demás, para que puedan partir de ahí. Este trabajo sirve para eso”, dice.
Tres puntos clave
“Elegimos publicar el paper en Scientific Report porque es una revista rigurosa y abierta”, dice Laura Catena. La idea es que cualquiera pueda acceder al contenido. Y así contribuir a dar respuesta a aquél eterno dilema sobre la existencia del terroir. Fernando Buscema, director ejecutivo del CIW, suma un granito de arena: “La investigación es experiencia ordenada; si a los monjes de la Borgoña les llevó siglos entender cómo funcionaban sus climats, elegirlos por ensayos, nosotros estamos ganando tiempo en un contexto climático que nos pone contra reloj para encontrar las mejores soluciones”, sentencia.
Precisamente por ello el paper es valioso. Establece ahora un método para medir los terroirs en todo el mundo, del que ya se están haciendo eco otros investigadores. Aporta a la terminología científica el término “vino de parcela” como se usa Cru en Francia, y además, pero sobre todo, consigue revelar una huella química en ciertos terroir, el gusto de un lugar, más allá de la añada. No es poca cosa.
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