El tablero de ajedrez: ella tenía en sus planes la anticipación de veinte jugadas
Si tan solo pudiera una estrategia matemática regir nuestras vidas, sería quizás tan triste como triste pueda ser.
En vez, apenas tenemos planes y sueños –que una y otra vez desarmamos–, lejos de la pericia y cerca de una destreza casi elemental, de oficio. Las páginas, a veces parecen ser dadas vueltas por el contrincante y no por nosotros, tanto cuando las adversidades se abalanzan como torrentes insaciables, como en los días de gloria cuando nos encontramos sosteniendo una corona de laureles, lágrimas en los ojos, rodeados de nuestros amores, que se cuentan con los dedos de las manos.
El día había transcurrido en un ir y venir delante del tablero de ajedrez, calmoso y tardío. El juego había comenzado al desayuno, con intermitencias. Salimos a hacer esquí de fondo y regresamos, yo para perder un alfil, ella para encontrar un enroque táctico. Desde mi lado, mirando las fronteras de sus casilleros, se veía un lustre de seda y paz, sus peones parecían retozar en un campo de flores coronados en el horizonte por las torres y sus caballos aguerridos. Del lado mío parecía reinar la duda, como la de una reconciliación no deseada.
En el ajedrez solo rige el talento de la razón. Mientras a la siesta me comenzaba a dormitar, desde la cama veía el tablero y sabía que ella tenía en sus planes la anticipación de veinte jugadas, mientras que yo me debatía una y otra vez en pequeñas y torpes escaramuzas.
Es el cambio y la desobediencia lo que nos hace crecer y quizás llegar a ser quien debemos ser. Honrar nuestra esencia. Ciertamente es mejor eso que una vida cortejada por la levedad. El peligro es que por el camino de la obediencia ciertas personas pueden llegar a lugares de enorme poder desde donde continuan pregonando mansedumbre, observancia, compostura y tolerancia a una vida sumisa.
Cuando nuestros convencimiento y convicción nos llevan a tomar el camino menos transitado y dejamos de lado lo establecido, comenzamos a vivir en una proscripción que, irremediablemente, nos hace vivir en soledad. Al comienzo parece precaria, pero de a pocos va estableciendo su lugar y crece con el arraigo de una certeza que abarca la pureza de nuestra transgresión. Comenzamos a crear los fueros de nuestra certidumbre. Siempre en el camino encontraremos otra alma exiliada y con aquella pluralidad el camino es mejor: acuerdo de amor, reverencia al silencio, tolerancia y mesura al acto de la espera.
Milton, en su Paraíso perdido, comienza con el relato de aquel primer quiebre de desobediencia del edén: Adán y Eva, la manzana, la serpiente y la desnudez que llevaron al hombre a lo que es hoy; un bello y permanente renoval de tentación y desliz. Un remolino de dudas y aciertos dentro del caos, que sometido al método de una disciplina liberal puede llegar a un contenido profundo y honroso.
Luego de la siesta de roces de piel y amores volvimos al tablero, donde uno de mis peones llego al fondo. Y recuperé mi reina, que, en su regreso, se veía bonita. Pero minutos después, acorralado por un caballo y su único alfil, impulsado por un preciso talento matemático, mi rey encontró el jaque mate. Herido de muerte, se derrumbó con su vestuario de ébano a manos del marfil.
Esa tarde, solo, caminé extensamente con mis raquetas de nieve por el bosque, en el cobijo de su silencio pensando. Busqué, sentado sobre un tronco caído, la ultima frase del libro de Milton. Decía: "De la mano los dos, con paso incierto, a través del Edén se fueros solos".