Se trata de Javier Lijo, quien adquirió casi 4 hectáreas de tierra deforestada en lo alto de Bastimentos, en la costa caribeña
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Cuando Javier Lijo compró casi 4 hectáreas de tierra deforestada en lo alto de una isla panameña, tenía un ojo puesto en las olas. Aficionado al surf, el argentino siempre había soñado con una vida tranquila frente al mar, lejos de las gigantescas ciudades latinoamericanas plagadas de automóviles. Pero su amor por la vida sostenible lo llevó en otra dirección.
A lo largo de 20 años, y con la ayuda del pueblo indígena local ngäbe-buglé, convirtió su terreno en la isla Bastimentos, en la costa caribeña de Panamá, en un próspero paraíso ecológico boscoso.
Lijo espera que su ejemplo sirva de modelo para otros que quieran revivir tierras deforestadas. Este hombre de 52 años retira las hojas empapadas de una planta mientras guía a los visitantes en una visita a su granja ecológica llamada Up in the Hill (Arriba en la Colina), mientras explica que la retención de agua en esta especie en particular es tan grande que “te podés duchar con ella”.
Para los despistados, sus tierras parecen salvajes. Pero la mayoría están cultivadas: en una parte hay árboles madereros para fabricar muebles, en otra árboles de cacao para el chocolate, cerca de la cima un huerto de hierbas, y por todo el bosque una gran variedad de frutas, verduras y flores.
Vende la mayoría de lo que cosecha a la gente del lugar. Cuando Lijo compró el terreno en 1996 eran tierras de pastoreo para vacas, llenas de mosquitos y moscas, pero de todos modos se enamoró de ellas.
Entonces leyó sobre la teoría de la permacultura, un modo de vida sostenible que hace hincapié en el reciclaje y la reducción del impacto en el planeta. A partir de ahí, se le ocurrió la idea de una granja ecológica sin pesticidas, donde todo tuviera una utilidad.
Su idea fue unir “la educación, el trabajo con la comunidad, la diversidad de materiales en la granja, diferentes formas de ganar dinero y de vivir”. Primero tuvo que aprender lo básico, y para ello recurrió a los indígenas que llevan siglos cuidando los bosques de Panamá.
Los indígenas ngäbe-buglé tienen varios asentamientos cercanos. Lijo conoció a Benjamín Aguilar, de 53 años, en 2000, cuando le pidió ayuda para cortar árboles en la finca. Él le asesoró sobre cómo gestionar la tierra, qué plantar y qué árboles utilizar como madera.
“Le enseñé a producir cacao, a fermentarlo y el tiempo que se tarda en tostarlo”, recuerda Aguilar. Lijo afirma que los ngäbe-buglé le enseñaron “todo” lo que sabe sobre la gestión de la tierra. “Tienen muchos conocimientos: es generación tras generación, cientos y cientos de años”.
Conocimiento ancestral
No es el único que se ha dado cuenta del valor del conocimiento indígena para la conservación de los bosques, sobre todo teniendo en cuenta que más de la mitad del bosque maduro de Panamá se encuentra en territorio indígena.
Uno de los institutos de investigación en biología tropical más importantes del mundo, el Smithsonian Tropical Research Institute (STRI), lleva a cabo varios proyectos en los que sus científicos trabajan junto a pueblos indígenas.
La profesora Catherine Potvin, investigadora asociada del STRI que lleva más de 20 años trabajando con indígenas en Panamá, explica por qué este enfoque funciona tan bien. “Los indígenas cultivan no necesariamente para enriquecerse y hacer grandes empresas. No tienen ese concepto de crecimiento económico”, dice.
“Solamente buscan la sostenibilidad. Quieren mantenerse a sí mismos y a su territorio a largo plazo”. La gestión autóctona de la tierra también proporciona una “infraestructura verde” que puede proteger el medio ambiente, como el suelo de los bosques intactos, que puede absorber agua para evitar inundaciones y liberarla durante la estación seca para evitar sequías.
Lijo observó que la calidad del suelo de sus tierras mejoró desde que empezó a reforestarlo. También aumentó la biodiversidad, con una gran variedad de animales, como monos, pájaros, abejas y armadillos, que han vuelto a la finca, antes destinada al pastoreo de ganado.
Las más notables son las ranas dardo de frutilla. Una playa cercana lleva su nombre, pero su número había disminuido a medida que el turismo y la tala de tierras de cultivo amenazaban su hábitat. “Durante más de tres años (después de comprar la tierra) nunca vimos a las ranas, pero ahora están por todas partes”, explica Lijo. Su trabajo es un microcosmos de lo que ocurre en otros lugares de Panamá.
De propietario en propietario
Jefferson S. Hall es un científico del STRI que ha dirigido los esfuerzos de reforestación que protegieron el Canal de Panamá de las inundaciones.
En octubre, el instituto llegó a un acuerdo con los ngäbe-buglé para crear un proyecto de reforestación en su territorio que capturará carbono y mejorará el ecosistema. “Al principio se mostraron escépticos, ya que habían visto a gente de fuera hacer muchas promesas, promesas que no han cumplido”, afirma Hall.
“Estamos al principio de una relación a largo plazo. Estamos al principio de nuestra curva de aprendizaje. Nos ha impresionado, pero no necesariamente sorprendido, el entusiasmo de la gente por plantar árboles”, sostiene.
En cuanto al proyecto de Lijo, el académico insiste en que puede ser pequeño, pero está convencido de que incluso los pequeños esfuerzos tienen el potencial de resultar útiles.
“Una de las frases que repito a menudo es que la reforestación debe hacerse de propietario en propietario. Así que bien por la persona que lo hizo”, concluye.
*Por Daniel Harkins
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