El sueño marplatense de la bella Otero
- -Cuénteme, Benito. ¿Cómo son esos "cotillones"?
- -Ah, mi querida, no hay iguales en el mundo. Imagínese una joya en el desierto, eso es el Bristol. Afuera, pampa y cielo. Adentro, lujo y alegría. Los ventanales se abren al mar, las cortinas ondulan sobre búcaros de flores, y la vajilla alemana chispea bajo las arañas de cristal. Si usted estuviese allí, le ofrecerían manjares en bandejas de plata mientras lee el programa musical en tarjetas de opalina con ángeles pintados.
La mujer dio una pitada a la boquilla de su cigarrillo y alzó el mentón, soñadora. El panorama que se colaba por su ventana era gris, lluvioso, tristón, aunque era el que amaba, París, pero había conocido a algunos argentinos seductores que le despertaron el ansia de visitar aquella ciudad lejana recostada sobre un río que se confundía con el mar. Buenos Aires. Y le habían hablado de un balneario más lejano aún, donde el brillo europeo relucía en un territorio salvaje. La fama de los cotillones cruzaba el océano y atraía a los curiosos del mundo. Esos contrastes la excitaban.
- -Dígame más, Benito.
- -Pues no miento si le digo que hay vals todas las noches y se acaba cantando en la plazoleta bajo las farolas incandescentes. ¡Hasta que salga el sol! El murmullo acaba en jolgorio. Los argentinos somos divertidos, Carolina.
La Bella Otero sonrió mientras en su mente se figuraba aquel hotel espléndido, donde el bullicio subiría de tono hasta rozar el artesonado del techo. Habría manteles de hilo, cubiertos de plata, alfombras persas y muebles de caoba; el servicio estaría educado en Francia y durante el día ella se florearía por una rambla magnífica, asomada al océano. Sabía que debía competir con la elegancia de las mujeres de aquel puerto, y fue justo lo que escuchó decir a Benito:
- -Todos los extranjeros quieren ver a las argentinas descendiendo las escaleras con soltura, vestidas a la última de París, y codearse con los hombres que pasan de la estancia a los salones con sencillez y distinción.
La Bella Otero pensó en aquellos adinerados caballeros y arriesgó, a despecho de los vientos que sacudirían las aguas y arremolinarían las arenas:
- -Iré, Benito. ¡No moriré sin bailar en los cotillones del Bristol!
(Nota de la autora: el hotel Bristol inauguró desde 1888 una época de esplendor que satisfizo el deseo de la élite porteña de poseer un balneario como los de Brighton o Deauville. Visitantes extranjeros, artistas y diplomáticos, acudieron a estas playas para gozar de sus veladas. Los hombres públicos se codeaban con las familias tradicionales, bailando o hablando de negocios y política. Mar del Plata era la gema del Atlántico, el balneario más suntuoso de Sudamérica. Y la Bella Otero, la diosa del varieté, vino a Buenos Aires y actuó en el teatro Nacional en 1906, desatando el furor entre los porteños.)
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