"No puedo ir, mi gato está enfermo": en el contexto de rechazar una invitación, muchos lectores interpretarían esta afirmación como una excusa poco convincente. Podría bien ser mentira; la gente tiene menos miedo de inventar cosas sobre la salud de una mascota que sobre la salud de un pariente (como si las palabras tuvieran una especie de efecto mágico sobre la realidad y fueran capaces de enfermar a las personas). E incluso si fuera verdad, a quienes no tengan mascotas les puede sonar a poco: ¿tan grave es? ¿Tan importante? Si faltás a un cumpleaños con esa excusa seguramente no tenías ganas de ir, dirán. Pero no es necesariamente así.
En noviembre del año pasado mi gato estaba rarísimo. No se dejaba tocar, se escondía y cada tanto maullaba muy fuerte, como solo maulla cuando lo dejamos afuera del departamento por error al dejar la puerta abierta para entrar las bolsas del súper. Carmelo tiene 4 años, lleva tres y medio conmigo y nunca le había pasado nada: las veces que lo llevé al veterinario fue para vacunarse o por paranoias mías. Al igual que los bebés, las mascotas no pueden decirnos qué les pasa, así que es una la que debe juzgar si es suficientemente grave o no como para salir corriendo o esperar al día siguiente. Pero algo debo haber intuido que esta vez le escribí a una conocida veterinaria, que me dijo que mirara su caja de arena: si no hizo pis últimamente, me dijo, puede ser urgencia. Cuando me puse a prestar atención noté que Carmelo estaba haciendo unos movimientos rarísimos y que de hecho se acomodaba en su cajita pero no lograba hacer nada. Le pedí a la misma chica el dato de una buena guardia, lo metimos con mi novio en un taxi y salimos. Él todavía esperaba que fueran todas exageraciones mías, pero no fue el caso. Carmelo tenía una obstrucción urinaria y debería quedarse internado y sondeado. Trataron de ponerle la sonda pero es muy inquieto, así que tuvimos que firmar un consentimiento para la anestesia.
Mientras le preguntaba a la pobre veterinaria amiga (a eso de las 12 de la noche) si la anestesia era muy riesgosa me di cuenta de que nunca hasta ahora se me había ocurrido que algo así me podía pasar. Tampoco había imaginado que la internación de un gato podía costar más de mil pesos por noche; en ese momento ni siquiera sabía que terminaría pagando más de una semana de internación, y eso sin contar medicamentos, la cirugía e incluso una bolsita de plasma fresco para transfundir a mi gato, que aparentemente tenía problemas de coagulación y se hubiera arriesgado a desangrarse durante la operación si no hubiéramos conseguido una muestra de sangre compatible. Más allá de la plata, que ya era todo un asunto (en los días en que visité a Carmelo en su internación vi mucha gente en la clínica angustiada porque no podían costear los gastos que les estaban contando que tendrían; en la mayoría de los casos vi que les ofrecían trasladar a los animalitos a otros lugares más económicos, pero ninguno es gratis, y las intervenciones quirúrgicas cuestan varios miles de pesos en cualquier lado) y toda la demanda de tiempo (la bolsita de sangre tuvo que ir a buscarla mi novio personalmente a Olivos y luego llevarla a Villa del Parque), no se me había ocurrido el padecimiento emocional que podía implicar tener una mascota enferma.
"Cuando Mochi se enfermó mi mamá me retó por usar la palabra 'desgracia’", me cuenta Marina, socióloga, sobre la enfermedad de su gato. "Que cómo iba a ser una desgracia, a mí que se me habían muerto mi padre, mi hermano, que ‘por eso no hay que tener mascotas’. Los amigos, me di cuenta, se esforzaban -mucho- por preguntar, pero lo hacían". Muchos de mis amigos, también, cuando les contaba que me había atrasado muchísimo con mi trabajo porque tenía que ir todos los días hasta Villa del Parque a visitar a Carmelo, me decían con buenas intenciones "uh claro, qué fiaca", como si se tratara más bien de un trámite, una incomodidad, más que algo que realmente pudiera hacerme sufrir. No los culpo en lo más mínimo: yo no me crié con mascotas y seguramente hubiera reaccionado de la misma manera hace un par de años. Marina (37), un poco por su experiencia pero también por su profesión, tiene una explicación: "consolar a un amigo o familiar frente a una desgracia es siempre engorroso. Hacerlo por una mascota, para algunos, es ‘rebajar’ o ‘menospreciar’ la condición humana, es decir, aquello que ‘merece la pena’. Un animal no merece la pena o no merece demasiada pena. Otros saben que sí y están, preguntan, consuelan. Eso nos pasó en los días en que Mochi parecía tener un diagnóstico terminal a corto plazo", reflexiona. "La diferencia que nos hace volver a poner todo en un lugar más o menos ordenado no es lo que los otros humanos nos dicen. Es esa que se descubre acariciando la suave panza de nuestra mascota, mirando sus ojos y su respiración, admirando su lengua mientras chupa el potecito de yogurt: ella no entiende lo que le pasa, lo que implica, lo que le puede ocurrir, lo que vamos a sufrir nosotros. Esta vez, es algo nuestro".
La experiencia de Michelle (29), profesora de literatura, fue diferente: en su entorno la ayudaron sin cuestionamientos. "Llevé a Nimué a la veterinaria con una angustia tremenda. Ya era de noche, un amigo vino a acompañarme, yo en cuanto llegué entré en modo ‘lo que haga falta’. Entonces, como me iban diciendo que en el mejor de los casos habría que operarla al día siguiente, empecé a llamar para conseguir plata. La gata empezó a reaccionar con suero, pero tenía la presión tan baja que casi no le podían sacar sangre. Le pasamos suero en casa toda la noche y a la mañana siguiente, la llevé de nuevo. Una amiga me prestó plata, mi vieja también. El ecografista confirmó que había que operarla de urgencia. Había suspendido mi vida toda para estar ahí, con la gata. Me encontré de golpe pensando que no importaba nada más que su supervivencia, lo que me sorprendió bastante. Una angustia muy fuerte, pero resolutiva: todo lo que haya que hacer, se hará".
Para los que no tenemos hijos, la enfermedad de una mascota nos enfrenta por primera vez con la idea de un ser que depende enteramente de nosotros para sobrevivir. Es en parte esa indefensión la que tanto nos choca, tanto nos angustia. "La costumbre de comparar a las mascotas con hijxs me resultó siempre incómoda, la idea de ser madre, muchísimo más", dice Michelle. "Y de golpe había efectivamente una vida dependiendo de toda tu atención, recursos, cuidado… y no resulta problemático, menos cuestionable, ni para mí ni para lxs amigxs que me ayudaron. Es una dimensión de la adultez que pensé que me tocaba de costado, pero no".
Mi gato ya está a salvo, los de mis dos amigas también, aunque el de Marina todavía tiene por delante una cirugía exploratoria ("el diagnóstico no parece ser tan determinante a corto plazo. Está sin síntomas y ahora luchando porque se le ha ocurrido empezar a comer tierra, lo cual es peor que chupar piedra pómez"). Mientras veo cómo me las ingenio para tomarle a Carmelo una muestra de orina y así poder monitorear su estado de salud, pienso en la necesidad de legitimar o deslegitimar los sufrimientos ajenos, especialmente curiosa cuando no se basan en caprichos como llorar por no conseguir un par de zapatillas o una reserva en un restaurante. También pienso en el compromiso que implica una mascota: como la mayor parte del tiempo andan bien y nos necesitan poco, no nos damos mucha cuenta, pero habría que conversarlo eso también antes de adoptar. No es un ser humano pero es un ser vivo: no se cambia ni se devuelve cuando se rompe. Y no se transita nada que le pase sin aunque sea un poquito de dolor.
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