Tras la muerte de sus dos hermanos en combate, la RAF lo autorizó a pedir la baja, pero Frank Alexander Watt combatió hasta el final de la guerra; de regreso al país fue piloto de Austral
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Sumergido en una bañera de agua caliente, Frank Alexander Watt recordó la experiencia vivida pocas horas antes. Estaba en el aire cuando una poderosa luz apareció frente al parabrisas de su avión y lo encegueció. Pensó que era su hermano menor, muerto meses atrás en otro avión, que venía a su encuentro. Sintió paz, deseó quedarse para siempre en aquel sitio resplandeciente. Si morir era soñar así, de esta manera, no le pareció tan malo.
Segundos más tarde, despertó bañado en sangre. Todo era confusión: gritos de personas, rostros difusos ante la embriaguez de la muerte, zamarreos y un rugido de motor que lo devolvió a la realidad. Cuatro Rolls Royce forzados, a máxima velocidad, le advirtieron a Frank que aún seguía con vida. Pero su bombardero Avro Lancaster, propiedad de la RAF, caía en picada. Fuera de sí, en un acto reflejo, les gritó a los tripulantes ingleses que llevaba a bordo una muletilla criolla que repitió toda su vida y que grabaría en su lápida: “¡Quiero vale cuatro!”. Nadie entendió nada.
Frank Watt caía sobre Essen, el corazón industrial del Reich. Dirigió su mirada hacia lo alto y le pareció extraño pensar que parte de la cabina encima suyo ya no estaba. En su lugar quedaban trozos de metal retorcidos. Su vida corrió delante suyo como una película. Recordó a su abuela Clara Allyn, maestra, pionera de la enseñanza en la Argentina traída desde Estados Unidos por orden Sarmiento.
Lo asaltaron imágenes de sus vivencias en el campo, el arreo de hacienda montado en su caballo, transitando al paso por la llanura infinita. Sus mañanas como alambrador a la vera de los caminos rurales y sus noches sobre un apero cobijado bajo las estrellas. También los veranos en Córdoba bajo la sombra de los árboles.
Recordó las partidas de truco en el medio de la nada, única distracción en ese mundo rústico, su desafío a los demás con su famoso “¡Quiero vale cuatro!”. Y una precoz tragedia que lo asoló a temprana edad durante un atardecer, al enfrentarse dos alambradores luego de una discusión. Ambos se trenzaron en un duelo a muerte que culminó cuando uno de ellos hundió en el cuerpo de su amigo un filoso cuchillo de cocina despojándolo de su vida.
Frankie, como lo llamaron toda la vida, recobró la conciencia por completo a bordo del bombardero y comprendió qué ocurría. Como un autómata, se concentró en gobernar su Avro Lancaster, un pesado tren de carga a punto de descarrilar en el aire.
Sintió algo extraño en su cabeza. Apoyó una de sus manos sobre la parte superior de su casco de vuelo y sintió que estaba tocando un trozo de hielo. Quiso arrancarlo, pero uno de sus compañeros le gritó que no lo hiciera, que era su propia sangre congelada. Luego supo que una esquirla de un disparo antiaéreo le había atravesado el casco cercenando su cuero cabelludo y las bajas temperaturas en las alturas congelaron la herida que dejó de verter su sangre sobre su campera de cuero forrada en lana.
Acosado por el dolor pero consciente, piloteó el bombardero que se tambaleaba fuera de control. Frankie peleó como lo había hecho arriba de los potros y, por increíble que parezca, logró aterrizar su averiado cuatrimotor. Fue evacuado del avión e, inmediatamente, enviado a enfermería donde recibió los primeros auxilios.
Cerraron la herida con anestesia, hilo de sutura y vendas. Después fue recompensado con una bañadera con agua caliente. Su aventura en la Segunda Guerra Mundial no había terminado. Aún le aguardaban peligrosas misiones a este joven argentino piloto en la RAF.
EN BUSCA DEL SOLDADO RYAN, VERSIÓN ARGENTINA
Frank Alexander Watt nació el 14 de marzo de 1920 en la ciudad de Buenos Aires, hijo de un productor agropecuario y periodista en el diario Buenos Aires Herald, transitó sus días de niñez junto a sus hermanos.
Cuando se desató la Segunda Guerra Mundial, Frankie y su hermano menor, James Stanley Watt, pactaron quedarse en Buenos Aires para cuidar a sus padres. No seguirían a sus amigos, también descendientes británicos, que viajaron a Europa para combatir junto al mundo aliado.
Sin embargo, mientras realizaba su Servicio Militar Obligatorio, Frankie se enteró que Jimmy había zarpado rumbo a Europa para enrolarse como piloto voluntario. Luego de concluir compromiso con la Argentina, su patria, partió rumbo al Reino Unido en busca de su hermano menor. Pero ese encuentro no ocurriría jamás.
Frankie también se alistó como voluntario en la Royal Air Force, pero desaprobó el examen inicial. Tenía escasos conocimientos de matemáticas, pues solo había cursado hasta tercer grado del ciclo primario.
No se quedó de brazos cruzados. Solicitó una entrevista con el director de la escuela de admisiones. Cuando lo tuvo enfrente, le contó que había llegado desde el otro extremo del planeta para unirse a la aviación aliada. Le rogó por una nueva oportunidad y algunos días para estudiar. Finalmente, rindió el examen y aprobó.
Le ordenaron viajar a Estados Unidos de América y se alegró. Sabía que su hermano estaba cursando sus últimos meses en una escuela de vuelo en Canadá y, con un poco de suerte, podrían encontrarse. Pero el destino le jugó una mala pasada: mientras cruzaba el Océano Atlántico en un barco de carga, su hermano realizaba el mismo trayecto pero en sentido contrario pues había concluido su curso de aviador y se encontraba listo para ingresar al combate.
Recién al llegar a los Estados Unidos, Frankie se enteró que Jimmy estaba en Londres. Desanimado, enfocó su atención en el curso de piloto. Egresó con las alas de aviador americano y de la RAF. No solo eso, debido a su destreza sus superiores lo convirtieron en instructor de vuelo. A Frankie la idea no le agradó, pues su nueva tarea dilataba el reencuentro con su hermano menor.
Al finalizar su turno como instructor de aviones cazas P-40 y P-39 Airacobra, viajó a Gran Bretaña para unirse al combate y, por supuesto, concretar el anhelado encuentro.
Apenas pisó Inglaterra, Frankie fue enviado a una base. Le dijeron que allí destinarían a un escuadrón. Pero la resultó infinita. Al concretar el segundo mes en tierra, visiblemente molesto, decidió a conversar con su superior. Quería saber por qué no lo enviaban al combate.
El oficial le confesó que no sabía por qué lo habían mandado allí. La RAF no necesitaba pilotos de cazas, ahora solo buscaban pilotos de bombarderos. Era el tiempo de la ofensiva y no tenía sentido despegar los Spitfire desde Inglaterra ya que no llegarían jamás hasta Berlín. Era un vuelo que sólo podía realizarse en bombarderos pesados.
Azorado ante el difícil panorama, Frankie escuchó la propuesta del superior: “Si usted firma este formulario, le aseguro que en 48 horas abandona esta base y lo envío a realizar el entrenamiento como piloto de bombarderos”. Acorralado, firmó el formulario y, como le prometieron, dos días después abandonó la base. Antes de presentarse al curso de instrucción en bombarderos pesados Avro Lancaster, le otorgaron una licencia de una semana.
Frankie sabía que su hermano menor se encontraba en Londres disfrutando de una breve licencia. Viajó a Londres para encontrarlo. Nunca lo sintió tan cerca. Jimmy era comandante de bombarderos cuatrimotores Stirling y lideraba una tripulación de ocho miembros. Había sido condecorado por el Rey de Inglaterra Jorge VI en dos ocasiones con la Orden de Servicio Distinguido y la Cruz de Vuelo Distinguido por sus acciones de combate por su liderazgo frente a situaciones adversas y al haberse excedido en el cumplimiento de su deber.
Frankie, luego de arribar a la estación de tren, se dirigió al Club Argentino, lugar en el que podría encontrar una cama para pasar la noche. Luego de ingresar a la casa, entabló conversación con uno de los encargados, un anciano llamado Armand que había sido, años antes, docente en la Argentina. Frankie le preguntó a Armand si había visto a Jimmy. “¿Usted no sabe nada?”, respondió el hombre.
Armand apoyó una mano sobre un hombro de Frankie y le dijo: “Lo lamento, su hermano no volvió de su misión numero cincuenta y ha sido declarado desaparecido en acción”.
El mundo de Frankie se derrumbó en un instante. Era la segunda tragedia en su familia desde el inicio de la Segunda Guerra. Primero murió Percy, su hermano mayor, a bordo de un bombardero, y ahora Jimmy, el menor de la familia, era declarado “desaparecido en acción”.
Debido a estas dos pérdidas, la RAF le informó a Frankie que podría solicitar su baja y regresar a la Argentina para cuidar a sus padres, de avanzada edad. Pero él desechó la idea: si tenía que correr el trágico destino de sus hermanos, lo haría en un bombardero, su sufrimiento acabaría en las alturas.
Sin embargo luego de concretar 35 misiones sobre Alemania, haber sido en herido en su cabeza, ser perseguido en tres oportunidades por cazas nocturnos enemigos, evadir artillería antiaérea y reflectores, emergió vencedor y fue condecorado, como Jimmy, con la Cruz de Vuelo Distinguido.
Debido a su experiencia fue destinado a la planta de Avro Roe como piloto de prueba del bombardero con el cual fue al combate, el Avro Lancaster. Allí aprendió las capacidades del avión y descubrió que no le habían enseñado bien.
Probó los bombarderos que emergían de la fábrica llevando siempre consigo su objeto-cábala: un mazo de cartas criollas. Así concluyo sus días como piloto en la Segunda Guerra Mundial.
Sus padres lo recibieron en el puerto de Buenos Aires. Lo abrazaron en silencio, inmersos en el dolor por la pérdida de dos hijos, celebrando también el milagro de volverlo a ver con vida. La madre nunca se repuso de la pérdida Jimmy: durante años, solía quedarse afuera de la casa, en el jardín, esperando el regreso de su hijo que nunca llegó.
Frankie pensó en continuar su vida dedicado a tareas agrícolas pero descubrió que ahora, además de ser un alambrador desocupado, era un aviador sin trabajo. Los caminos en Buenos Aires lo llevaron a ser contratado por una empresa privada que lo convirtió en piloto de su directorio. Conoció a Silvia Cooper, secretaria ejecutiva, y contrajo matrimonio. Poco tiempo más tarde llegaron sus hijos, Jane y Jimmy.
A mediados de los años 60, Frank recibió un llamado de su amigo, también piloto de RAF durante la Segunda Guerra Mundial, Claudio “Tito” Withington. Había fundado Austral Líneas Aéreas y le ofrecía ingresar a la empresa.
Frankie se sintió complacido y aceptó. Se convirtió en comandante de los jets BAC One Eleven y MD80 que transportaron a miles de pasajeros por los cielos de la República Argentina.
Las tripulaciones que lo acompañaron en cada vuelo lo recuerdan aun hoy por su sonrisa, sus instrucciones siempre en voz baja y su pasión por volar. También por ser el promotor de los partidos de truco entre vuelo y vuelo en la lejana Patagonia.
Durante 1982, al declararse la Guerra de Malvinas, se presentó como voluntario en el edificio Cóndor de la Fuerza Aérea Argentina, para servir a su patria. Pero fue rechazado por su exceso de edad.
Luego de su jubilación, se volcó a su otra pasión, la vida rural. Pero no permaneció en el campo por mucho tiempo: sus hijos residían en Canadá y, junto a su esposa Silvia, decidió establecerse allí para estar cerca de ellos.
Durante 2004 una inesperada noticia trajo consuelo a su vida. Los restos del bombardero Stirling comandado por su hermano menor Jimmy fueron encontrados en la profundidad de un bosque en Holanda. Finalmente supo que había muerto a sus jóvenes 21 años, combatiendo, cuando un caza nocturno alemán lo derribó en llamas junto a sus compañeros a bordo. Frankie recibió fragmentos del avión, que era lo único que había quedado de su hermano. Quiso que fueran enviados a un cementerio de campo de su familia en la provincia de Santa Fe.
Frankie falleció el 7 de enero del 2011. Su último deseo fue que sus cenizas fueran depositadas en el cementerio rural junto a sus padres y los restos del avión de su hermano menor.
En su lápida, grabaron la muletilla que repitió inconsciente a bordo del bombardero, la vez que estuvo más cerca de la muerte. Es la misma frase con la que forjó fama de “invencible” entre los pilotos de Austral. Junto a su nombre, Frank A. Watt, está la sigla “DFC”, que refiere a su condecoración con la “Distinguished Flying Cross” (Cruz de vuelo distinguido). Debajo, entre comillas, dice “Quiero vale cuatro”.
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