Su diseñadora vistió a ricos y famosos de los Estados Unidos, pero ninguno la reconocía en público... y tampoco lo hizo Jackie
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“Lo hizo una modista de color”, declaró Jackie ante un enjambre de periodistas, y con esas seis palabras le clavó una daga… Ese 12 de septiembre de 1952, Jacqueline Lee Bouvier se estaba casando con el futuro presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, envuelta en un espectacular vestido en cascada de tafetán de seda color marfil con pliegues, volados y rosas cosidas a mano. No lo había comprado en Europa, como ella quería en un principio, ni se lo había encargado a un diseñador francés de alta costura. La creadora de ese vestido increíble había sido Ann Lowe, una diseñadora norteamericana exquisita e innovadora, que no tenía nada que envidiar a los grandes nombres europeos de ese tiempo y que vestía a una glamorosa lista de clientes que incluía los personajes más ricos y famosos de Estados Unidos, como Roosevelt, Rockefeller y DuPont. Pero ninguno de ellos la reconocía en público y tampoco lo hizo Jackie. Porque la genial Ann Lowe, además de talento y distinción, tenía un solo “defecto”: era negra, y eso bastó para que la familia Kennedy se cuidara muy bien de revelar su nombre en la cobertura de prensa de la fastuosa boda.
Siempre vestida con traje negro, sombrero hongo, lápiz labial rojo y anteojos de marco oscuro, en ese momento Ann Lowe estaba en la cúspide de su carrera. De hecho, era la primera afroamericana en convertirse en una diseñadora de alta costura. Pero también era “el secreto mejor guardado de la sociedad”, como diría más adelante el diario Saturday Evening Post.
El desprecio de Jackie ante los periodistas le dolió. Al día siguiente, Ann le escribió una carta donde le decía que en todo caso, ya que no quería nombrarla, habría preferido que la describiera como “una diseñadora destacada”. “Eso es lo que soy –agregaba-. Y cualquier otro epíteto me duele mucho más profundamente de lo que yo pueda hacerte comprender”.
Herencia poderosa
Descendiente de esclavos, Ann Lowe nació en Clayton, Alabama, en 1898. No hay demasiadas certezas sobre su vida, pero se sabe por algunos datos sueltos que su abuelo, General Cole, compró en 1860 la libertad de su esposa, Georgia Thompkins, una joven de raza mixta (su padre era el dueño de la plantación donde ella y su madre esclavizada trabajaban como costureras).
Jane, la madre de Ann Lowe, nació durante la Guerra Civil. A principios del siglo XX se estableció en Montgomery junto a su madre, Georgia, y juntas comenzaron a trabajar como modistas.
De ellas aprendió Ann lowe el arte de la costura, una de las pocas vocaciones con las que una mujer, sobre todo de raza negra, podía mantenerse respetablemente en esa época. A los cinco o seis años, Lowe ya cortaba y cosía flores con retazos de seda. A los 10 ya hacía sus propios patrones de vestidos.
Casada con un sastre, él le prohibió trabajar (quería una esposa que se quedara en casa) y ella lo obedeció durante un tiempo. Pero cuando murió imprevistamente su madre, en 1914, tuvo que terminar en su lugar cuatro vestidos de baile para la primera dama de Alabama: “Fue mi primera gran prueba –diría Lowe años después-, me hizo sentir que no había nada que yo no pudiera hacer cuando se trataba de coser”.
Poco después, su vida dio un giro. Había ido de compras a unos grandes almacenes en la ciudad de Dothan y se cruzó por casualidad con Josephine Lee, esposa de un adinerado productor de cítricos de Tampa. Lee se fascinó con la ropa y el estilo de Ann y, enterada de que lo había cosido ella misma, le ofreció confeccionar el vestido de boda para una de sus hijas. Ann ni lo pensó: abandonó a su marido, tomó a su bebé recién nacido y se subió al tren a Tampa.
Allí, contaba, Ann pasó los mejores años de su vida. Vivía con su hijo en las dependencias de una casa de ricos, la trataban con afecto y empezó a comercializar sus vestidos “Annie Cone”, con su sello característico de caída perfecta, exquisita costura y adornos de pequeñas flores hechas a mano con pétalos de organza. Faltaban décadas para que naciera el prêt-à-porter de diseñador, pero la señora Lee se dio cuenta de que Lowe tenía el potencial de crear alta costura sofisticada a precios económicos. En 1917 ella misma patrocinó la inscripción de Ann Lowe en la escuela de confección S.T. Taylor en Nueva York.
No olvidemos que eran tiempos de segregación racial y resultaba casi inadmisible que una chica negra estudiase en una escuela de alta costura. Sentaron a Ann alejada de sus compañeros y fue bastante resistida por todos ellos: la pasó mal, abandonó a los pocos meses y pasó la década siguiente en Tampa. En 1919 se volvió a casar y lanzó su propio negocio en un taller detrás de su casa, donde se fue afianzando y aumentando de a poco su cartera de clientes.
En 1928 se mudó a Nueva York y alquiló un estudio. Al principio la cosa se hizo cuesta arriba. Se divorció de su segundo marido (“él quería una esposa de verdad”, contaría luego) y se mantuvo a flote con dificultad, aunque finalmente fue logrando trabajar de forma independiente y aparecieron las primeras prendas con la etiqueta “Ann Lowe”. De a poco se armó una clientela de elite, damas de la alta sociedad que la respetaban y admiraban como diseñadora, aunque no terminaban de sortear las diferencias raciales y la seguían considerando a su servicio. De todos modos, después de trabajar para I. Magnin y Neiman Marcus, entre otras firmas, logró abrir su primera boutique en 1950, en la avenida Lexington de Manhattan. Con el tiempo abriría varias más.
En los 50 Ann Lowe ya era una celebridad... oculta, pero celebridad al fin. Desconocida para el gran público, diseñaba vestidos que parecían salidos de un cuento de hadas para debutantes, novias, actrices y herederas de la alta sociedad más reconocidas de los Estados Unidos. Pero los mismos millonarios que apreciaban su costura regateaban sus precios y ocultaban la procedencia de las prendas. Mejor que creyeran que las habían comprado en París. Pocos sabían quién era, pero sus creaciones eran respetadas por diseñadores de renombre como Christian Dior y trabajaba anónimamente para grandes almacenes de lujo.
La actriz Olivia de Havilland usó un precioso vestido de Ann Lowe pintado a mano cuando recibió el Oscar de la Academia como mejor actriz por la película La vida íntima de Julia Norris. Y, como ella, mujeres de las familias más ricas de los Estados Unidos. Así fue como Janet Lee Bouvier, la madre de Jackie, la conoció… Y empezó otra historia.
Una novia de cuento
Oficializado el compromiso con John Kennedy, Jackie, que algo entendía de moda y vanguardia, propuso viajar a Europa para comprar un vestido de novia minimalista, de líneas rectas, el diseño de avanzada que se vislumbraba en las últimas colecciones francesas de alta costura. Su deseo fue rechazado por su madre y, sobre todo, por su futuro suegro, que no veía apropiado para la futura esposa de un político con muchas ambiciones un diseño extranjero, y menos con un aura de glamour decadente. Madre y suegro, entonces, optaron por un vestido de novia muy tradicional hecho a medida por el mejor diseñador nacional.
La madre de Jackie no lo dudó: la mejor era Ann Lowe, quien ya las había vestido a ella y sus hijas en varias ocasiones. Janet y Jackie fueron al atelier de la calle Lexington y le encargaron, no sólo el vestido de novia, sino también los de la madrina y todas las damas de honor. Un trabajo colosal y una gran oportunidad para Ann de afianzarse completamente como la diseñadora top de la alta sociedad norteamericana.
Faltaban tres meses para la fecha de la boda. Había tiempo, y Lowe se lanzó a confeccionar un vestido de novia increíble, que sería uno de los más fotografiados de la historia, con 45 metros de tafetán de seda color marfil en un clásico de los años 50 con hombros descubiertos, lleno de drapeados y pliegues, falda abullonada y adornos de tiras entrelazadas y flores terminadas a mano. Dicen que Jackie se quejó en una de las pruebas y dijo que parecía “la pantalla de una lámpara”, pero nadie la tomó en serio. El vestido, en su estilo, era decididamente espectacular.
Pero las cosas no serían tan fáciles. Diez días antes de la que sería la boda del año, una de las tuberías del taller de Ann Lowe en Lexington se rompió e inundó todo, incluidos el vestido de la novia y varios de los trajes de las damas de honor. Fue un desastre para Ann y su equipo, que tuvieron que rehacer el trabajo de más de dos meses en apenas una semana, reponiendo los géneros y multiplicando el esfuerzo y la cantidad de personal, que trabajó día y noche para llegar a tiempo. Finalmente lo lograron: los vestidos estuvieron listos y nadie se enteró del incidente hasta años después. Ann perdió en esa inundación 2200 dólares, una fortuna en aquel tiempo.
No fue el único momento amargo para Ann Lowe. Después una semana de trabajo enloquecido y de viajar con todos los vestidos desde Nueva York hasta la mansión de los Bouvier en Newport, Rhode Island, se encontró con que el mayordomo le decía que no podía entrar por la puerta principal, que tenía que utilizar la de servicio. Agotada y con los nervios de punta, Ann explotó: “Si tengo que entrar por ahí, me llevo los vestidos”, amenazó, en una de las pocas ocasiones en que se rebeló frente a la discriminación y el menosprecio de los que era víctima. Esta vez funcionó: la dejaron pasar por la entrada principal.
Y hubo un tercer trago amargo cuando los diarios –que registraron cada detalle de la boda, desde los condimentos de los appetizer hasta la cantidad de pisos de la torta- destacaron la perfección del vestido de novia pero no mencionaron su nombre. La frase “lo hizo una modista de color” se le clavó en el corazón y rompió su relación con Jackie, aunque con el tiempo acercaron posiciones y Ann siguió diseñando ropa para ella. Es más, años después, cuando Lowe tuvo un serio problema financiero y su empresa estaba a punto de quebrar, recibió una donación anónima que la ayudó a recuperarse. Ella siempre pensó que ese “ángel anónimo” había sido la mismísima Jacqueline Kennedy.
La vida real
Ann Lowe nunca obtuvo en vida el reconocimiento que merecía. A lo largo de décadas de talento y trabajo, sus tiendas abrían y cerraban intermitentemente y ella entraba y salía de la ruina financiera. Alguna vez le preguntaron cómo era posible que perdiera dinero haciendo ropa para ricos, que gastan mucho dinero. “No, no lo hacen”, contestó Lowe, y era cierto. Sus clientes de la alta sociedad le regateaban el precio como no lo hacían en una casa de alta costura francesa y sólo le compraban si vendía más barato que una diseñadora blanca. Ann vivía perdiendo dinero, muchas veces vendía prendas a menos del costo y eso la llevó a la ruina varias veces. También tuvo que someterse a acuerdos abusivos con algunas casas de moda, como Saks Fifth Avenue, que fueron catastróficos para sus finanzas.
Su hijo, Arthur Lee, llevaba sus libros y pagaba las cuentas pero en 1958 murió en un accidente automovilístico y esta pérdida trágica no sólo empeoró su estabilidad financiera sino que deterioró su salud. Además, Ann tuvo muchos problemas en la vista a causa de un glaucoma y terminó prácticamente ciega. Recién a mediados de los 60 su nombre empezó a aparecer en los medios pero nunca obtuvo el rédito social y económico que su genio merecía. Murió en Queens el 25 de febrero de 1981 y hace unos años, por fin, se le empezó a rendir homenaje y sus diseños llegaron a museos y exposiciones de arte.
Eso sí, después del asesinato de JFK, Ann Lowe fue reconocida públicamente como la creadora del vestido de boda de Jackie y ella no se privó de afirmar que ese traje era exactamente lo que la novia le había pedido: “un deslumbrante y típico vestido de Ann Lowe”.
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