Por Cicco / Foto de Ignacio Sánchez
Años 40. Hipódromo de Palermo. Gran premio burrero, con mucho dinero en juego. En las tribunas, tres amigos suman plata y se la juegan por un caballo. Tienen una fija o vaya a saber si la tienen: el tema es que van decididos y ponen la tarasca allí.
Los otros burreros los reconocen, los saludan y algunos les piden autógrafos a estos tres amigos –aún no hay celulares para tomarse selfies–. Los tres son futbolistas reconocidos. Pero la historia pasó hace tanto, y el juego nunca estuvo muy bien visto que digamos, que el nombre de aquellos futbolistas se ha borrado de esta historia. Una pena. Pero bue: lo que importa aquí es lo que sucedería después.
Como podrán intuir, los tres amigos ganan el gran premio burrero y se llevan una torta –de plata–. Con ella deciden que, para mantener la amistad, la unión y blablablá, se comprarán un local en una esquina altamente transitada de Buenos Aires: la de Santa Fe y Godoy Cruz. Allí, montaron un negocio tradicional: una pizzería bien de barrio. La bautizaron, en honor al golpe de suerte que los convirtió de futbolistas estrellas en empresarios gastronómicos, Kentucky. La abren con bombos, platillos y mozzarella en 1942.
Y aquel nombre y aquella esquina se mantuvieron inalterables, inviolables e incuestionables –si tiene más palabras terminadas en “able”, colóquelas a continuación–, durante décadas y más décadas. La pizza de Kentucky se estableció como un sitio donde comer bien, barato y pop.
Los jugadores, ya veteranos, vendieron la pizzería a otros inversores. Y estos inversores diversificaron la carta: incorporaron milangas, bifes, papas fritas. Lo hicieron tanto restó como pizzería. El tiempo pasó y los nuevos inversores volvieron a vender Kentucky. Ya en el 2000, un grupo de socios vieron en esa esquina una oportunidad para capitalizar una leyenda pizzera en un modelo de negocios de franquicias. Invirtieron en el local: US$ 15.000 por el fondo de comercio –una ganga–.
Los socios tenían experiencia en el rubro: algunos tenían cafés, otros pizzerías y otros como Sebastián Furman, se habían iniciado en el eslabón más duro de la cadena gastronómica: como lavaplatos en Desiderio, en Santa Fe y Esmeralda. Desde allí, escaló y escaló hasta que se posicionó como uno de los socios de la tercera generación de dueños de Kentucky. Los que hicieron de una pizzería de barrio, obra y magia de la carambola burrera, un plan ambicioso de reproducir el nombre a lo largo y a lo ancho de la ciudad.
Lo primero que hicieron los tres nuevos socios fue un brain storming y luego un plan de negocios. Se preguntaron: “¿Qué es lo que hace a Kentucky un clásico? ¿Qué valor agregado lo mantuvo a lo largo del tiempo?”. Y los tres exclamaron cual coro de barítonos de parroquia: “¡La pizza!”. Llegada esta conclusión, el trío estableció cambios: redujo el menú. Tanta diversificación, creyeron, había hecho que sus predecesores se vieran obligados a vender. Quitaron la milanesa, los bifes, el pollo al horno. Y dejaron, reluciente, aceitosa y chorreante, la pizza, la vedette de Kentucky. El local era reconocido también por la venta de pizza al corte. Así que los socios concibieron un menú donde todo cliente de paso pudiera morder su pizza sin temor al bolsillo. Como dijimos, el plan era mozza-ambicioso: reproducir Kentuckys por los 47 barrios porteños –¿o eran 48?–.
El primer año, aún en plena crisis, les fue pum para arriba: en el 2000 vendían 500 pizzas diarias, y la cifra se duplicaba los fines de semana, cuando el local permanecía abierto las 24 horas.
En 2002 inauguraron el primer clon de Kentucky: a tres cuadras del original, en Santa Fe y Thames, frente a La Rural. Meses más tarde en Caballito. Luego en Villa Urquiza, Belgrano y Flores. De la noche a la mañana, había Kentuckys por todas partes.
Como el nombre ya era parte del genoma porteño, no había mucha necesidad de promoción. Los kentuckianos viejos llevaban a sus hijos de la mano como si trataran de compartir un rito ancestral. Les explicaban el arte de comer la pizza de mozza sin chorrearse la remera y cómo el dúo de pizza y fainá resuena con tanta armonía como el de Lennon y McCartney, el de Jagger y Richards o el de tostada con manteca.
Pero se preguntará usted y con razón por qué Kentucky se expandió con tanta rapidez mientras que otras pizzerías clásicas del Obelisco, como Las Cuartetas, Güerrin, Los Inmortales o El Cuartito, duermen en los laureles pizzeros de un solo local. Por qué Kentucky se desmarcó de las pizzerías tradicionales de renombre y vivió el sueño glorioso de todo emprendedor gastronómico de ver multiplicar su negocio en todas partes.
La respuesta –al menos una de ellas– hay que buscarla en un hombre de pocas palabras. Un tipo de bajo perfil. Un empleado histórico de Kentucky que viene trabajando en el local original de Godoy Cruz y Santa Fe desde hace, casi, 40 años: Víctor Hugo Sánchez, el pizzero de Kentucky. Víctor Hugo –este y no el otro– logró que su sello pizzero tuviera eco incluso en los famosos. Desde el Diego, que venía a probar su mozza en tiempos de su regreso teñido en Boquita, hasta el Facha Martel. Mauricio Macri, en sus tiempos de jefe de Gobierno de la Ciudad, y Roberto Piazza, que caía tardísimo y devoraba a dentelladas las pizzas de Víctor.
Todas las mañanas, Sánchez prepara, como parte de su religión pizzera, las masas que se consumirán en el día. Y las del día anterior se descartan. Si le preguntan, dirá que a diferencia de otros locales, sus pizzas tienen ese sabor barrial, chorreante, de pizza de molde porque él –y solo él– las hace con –escuche bien– amor y delicadeza. “No hay que amasar con fuerza”, confesó alguna vez.
Sánchez trabaja 10 horas al día y vive a una cuadra de la pizzería. Ya formó a más de 30 pizzeros de la cadena –tres por cada local– que siguen su legado de amasar como si hicieran masajes a un niño y de rociar el asunto todo lo amorosamente posible.
Ya llevan 35 locales y venden 500.000 pizzas al mes –además de 250.000 empanadas–. En las últimas temporadas, inauguraron siete Kentuckys al año. Hasta se dieron el lujo de inaugurar uno a todo trapo en Coronel Díaz y Santa Fe, esquina cajetilla, al que llamaron Big Kentucky. Allí montaron hornos a leña –para darle impronta ahumada a la fórmula de Sánchez–, mientras que en las demás es a gas. Y ampliaron las cartas: ensaladas y pastas caseras.
Y, antes de cerrar esta historia, hay que hablar de un elemento vital que para Sánchez es como el agua bendita del sacerdote. La mozzarella.
A Kentucky lo surten cuatro marcas de mozzarella. Y ellos juran y recontrajuran que cada pizza grande tiene 350 gramos de mozza, mientras que la competencia, en promedio, suelta a duras penas 250 gramos. Y cada local –con el permiso y la bendición de Víctor Hugo– hace su propia receta. Su propia combinación. A veces, hay mozzarellas suaves y otras veces picantes. A veces, la mozzarella sienta mejor en ensalada caprese que en la pizza, y eso un pizzero de alma que se pone la camiseta por su trabajo debe saberlo. A esa paleta de sabores, los discípulos de Sánchez le dan su toque, su magia, su esplendor, en cada uno de los chiquicientos locales de Kentucky –esperan en 2017 llegar a los 40, y ampliar y ampliar el territorio de expansión–. Los pizzeros de la nueva generación se juegan, en esa fórmula mozzarellosa, ocupar el podio que Sánchez, Dios no lo permita, dejará algún día. Y en ese futuro remotísimo caerá en sus manos la responsabilidad de seguir haciendo de Kentucky la number one de la pizza barrial que –juran– compite ni más ni menos que con McDonald’s, que será la número uno de las comidas rápidas del mundo, pero no lo tienen a Sánchez.
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