Desde que se disputó el primer partido de rugby femenino en 1985, organizado en el club Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó por un padre de cuatro hijas, las mujeres pusieron el cuerpo para tener su lugar en la cancha
¡Dale, andrea, levantá bien el culo!”. El grito va para una de las jugadoras que practica cómo formar un scrum, esa especie de racimo de ocho mujeres que empuja a otras ocho. Es una noche fría y húmeda de jueves, en la localidad bonaerense de El Palomar, en la Sociedad Italiana de Tiro al Segno (SITAS), en donde se entrena el equipo de rugby jugado por mujeres de la entidad. Andrea corrige la postura y sigue la práctica, bajo la luz de un par de torres de iluminación, en una cancha de dimensiones reducidas, pegada a una calle por la que pasa un interno blanco de la línea 326, que va de Ramos Mejía a Pablo Podestá. Los pasajeros, con cara de anochecer de día laborable, miran la escena unos segundos.
Las jugadoras se entrenan lunes y jueves, en el anexo del club, ubicado a unas 15 cuadras del Hospital Posadas. En esta práctica hay más de 20 mujeres y dos entrenadores entre ellas. En la cancha de al lado entrenan las chicas de hockey, divididas en equipos con pecheras amarillas y rosas. Las rugbiers llevan todas remeras diferentes.
Xoana Sosa, de 30 años y empleada en el Ministerio de Economía, es la capitana del equipo y una de las más experimentadas. Fue Puma, vive en San Telmo y tiene un largo viaje hasta El Palomar. Además, lleva en su auto a otras jugadoras que viven por su zona. “Este año fui la reclutadora oficial; me las voy chamuyando en donde sea, en páginas de cross fit o de profesorados de educación física, o de boca en boca. Donde más recluto es vía páginas de rugby femenino. Apenas preguntan las capto ahí. «Yo juego en SITAS, tengo movilidad en auto», empiezo, es como un cortejo deportivo (risas)… Y en los gimnasios me fijo qué circuito está haciendo la chica, si hace uno de potencia, si tiene buenas piernas. Ahí le pregunto si practica algún deporte y le digo: «¿Por qué no venís a hacer rugby?»”, explica, pero aclara que reciben a cualquiera, más allá de sus condiciones.
El entrenamiento trabaja tanto la reacción como la fuerza en brazos y hombros. Por ejemplo, cada jugadora tiene que tomar a una compañera de las piernas, como una carretilla, y recorrer un tramo de 10 metros y luego regresar al punto de partida. O hacer piques cortos. En la práctica, hay una mujer de campera verde y jean cerca de los entrenadores. Es Nora Nuño, de 49 años, manager del equipo. Ella jugó en 1985 el primer partido de rugby entre mujeres en Argentina. “Éramos un grupo de chicas de un colegio, convocadas por un hombre que tenía cuatro hijas mujeres y se le ocurrió armar un equipo de rugby en Gimnasia y Esgrima de Ituzaingó (GEI). Y, en noviembre de 1985, jugamos con Alumni y le ganamos”, recuerda.
El encuentro obviamente llamó muchísimo la atención y hasta un noticiero de Canal 13 se acercó para filmarlo. Sin embargo, que llamara la atención no significaba que fuese para bien. “Era raro, fue mucha gente, pero también mucha que no quería ese partido. Había gente que te iba a ver y te abucheaba. Era difícil sostenerlo desde todos lados”, dice e ilustra el clima de aquellos años: “En el club habíamos puesto una foto nuestra y un día la sacaron y, en lugar de la foto, colgaron un corpiño. O nos quedábamos a comer un jueves después del entrenamiento y venían los hombres y nos sacaban de la mesa donde estábamos porque era la mesa donde ellos tenían que jugar a las cartas”.
Esa semilla plantada en Ituzaingó dejó de crecer a los pocos meses, por la falta de rivales y el poco respaldo del club. Recién a fines de los 90 volvió a latir el deseo de armar un equipo de mujeres rugbiers, en ese caso en el club Municipalidad de Vicente López. Ese grupo se hacía llamar “Ñandú”, y un tiempo después se pasó a Centro Naval. En paralelo, se formaban equipos en el Club Ciudad de Buenos Aires y renacía el rugby femenino en GEI. Nora, que dejó de jugar en 2010, mientras intenta mirar el entrenamiento, asegura: “Xoana es una líder, acá hay mucha gente arriada por ella”.
“Yo empecé en 2006. Iba a la colonia de SITAS, en verano, y un día jugábamos con una amiguita al quemado mientras los varones hacían rugby. Y le digo: «Vamos a decirles de jugar con ellos». Los pibes nos mataron a tackles, nos hicieron percha, pero fue divertido. Mi viejo me decía que hiciera hockey o cualquier otra cosa”. Después de pasar la adolescencia solo como televidente de partidos, en 2005 se enteró de que en GEI había rugby para mujeres y se sumó. A los pocos años, ella y otras jugadoras migraron a SITAS.
Mientras tanto, el entrenamiento se concentra en practicar tackles. Las jugadoras se agrupan en parejas. Una se acerca corriendo, baja el centro de gravedad y desplaza a la compañera tomándola con los brazos y empujándola con uno de los hombros. “Tenés que empezar el movimiento con el hombro un metro antes”, le advierte a una de las jugadoras uno de los entrenadores, con un acento ligeramente extraño. Es John Ravenall, inglés de 29 años, pareja de una argentina rugbier. “Fui a hacer el curso de entrenador porque mi mujer empezó a jugar rugby a los 35 años, en DAOM. Quería ayudarla, hice el curso y luego pensé en ejercer. Conocía a Nicolás, que ya estaba en SITAS, y me sumé”, dice.
Nicolás es el entrenador principal –verborrágico, alto y delgado– parado en otro sector de la cancha. Es mexicano y está en Argentina desde 2016 para capacitarse y regresar a su país. Vive en Parque Centenario y para llegar a SITAS hace el circuito colectivo-tren-colectivo, hasta que el citado 326 blanco lo deja en la puerta del predio. “La experiencia es buenísima. Hay cuestiones contextuales diferentes respecto de México, pero tanto allá como acá todas dan todo por jugar, es lo mismo”, dice y se entusiasma: “Las mujeres cuestionan más por qué hay que hacer tal cosa. Es más interesante trabajar con ellas que con los hombres, al que le dices «tienes que derribar eso» y va y lo hace. Con mujeres es un desafío”.
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La plata es el último campeón, y entre los otros equipos que animan el certamen están, aparte de SITAS, GEI, Centro Naval, DAOM, Lanús Rugby, San Miguel, Porteño de San Vicente, Atlético San Andrés, Berazategui, Almafuerte y Ezeiza. Salvo La Plata, ningún club de los más poderosos del rugby jugado por hombres tiene equipos de mujeres.
“Y todavía hay muchísimo machismo en el ambiente del rugby”, se queja Nuño. Ni en el CASI o el SIC, clubes de San Isidro emblemáticos, hay rugby femenino, ni tampoco en otras instituciones tradicionales como CUBA o Belgrano Athletic o Hindú. Otra peculiaridad es que hay clubes de provincia más fuertes que los de Buenos Aires, como Cardenales, de Tucumán, o CAPRI, de Misiones. A su vez, en el seleccionado nacional femenino, la mayoría de las rugbiers son del resto del país. SITAS aporta una, Sofía González, hoy ausente del entrenamiento con su club por estar concentrada con Las Pumas.
Quizás esa cerrazón de varios clubes al rugby jugado por mujeres explique que Argentina, a diferencia de lo que sucede entre los hombres, no sea el dominador absoluto en América del Sur, donde es Brasil el líder. Al no tener cantidad de jugadoras para jugar de a 15, como en el rugby de hombres, las mujeres en Buenos Aires juegan en modalidad de 10, y en el resto de las provincias lo hacen con siete por equipo.
Xoana Sosa da su visión: “Creo que hay muchos cambios; tiene que ver con el rol de la mujer, que se empezó a imponer, ha tomado participación política, está rompiendo un montón de estereotipos culturales. No sé si ha cambiado tanto todo, pero no estamos pendientes del reconocimiento”. Sí considera que falta integración de mujeres a la conducción del deporte, además de entrenadoras y referís. “Eso es trabajo, confío en que se va a llegar. Ya no es cuestión de pedirles permiso a los hombres”.
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El entrenamiento continúa con un simulacro de partido, en el que Nicolás hace de referí. La pelota ovalada vuela de una jugadora a la otra, hay contacto, impacto, choques, tackles, desbordes, algún try. “Muy bieeen, muy bieeeen”, alienta el entrenador ante las jugadas que se resuelven con éxito.
Una de las más fuertes y ásperas al momento de tacklear se llama Celeste Paraninfo, tiene 22 años y su mejor compañera dentro de la cancha es su madre, Azucena. “Mi mamá estaba recién separada, yo era chica, una amiga la llevó a jugar y, a medida que empezó a entrenar, nos fuimos sumando sus hijos. Y me empezó a gustar. Arranqué a los 8 años, con los varones. Era duro, muy duro, hacía lo que podía, el de los varones es otro contacto, pero me gustaba jugar, algunos de esos chicos eran compañeros de jardín de infantes y me los reencontraba en una cancha de rugby”. Celeste tuvo desgarros en los meniscos y en los ligamentos y, por unos días, un ojo inflamado por un cabezazo de una jugadora rival. “No fue nada. Yo, en la cancha, hago mi juego, miro para adelante”, dice.
Otra historia familiar es la de Iara y Maru Mansilla, de 18 y 24 años. “Empecé en 2015, cuando tenía 14 años. Antes mi mamá no me dejaba, me dejó como regalo de 15, lo pedí así, de regalo de 15 quiero poder jugar al rugby”, cuenta Iara, bajita y menuda, con el pelo repleto de rastas, una de ellas adornada con los colores verde, blanco y rojo, de SITAS. La madre puso una condición: que la acompañara Maru, su hermana mayor. “La acompañé y ahí Xoa me dijo que entrenara con ellas. «No, no, yo ya tengo mi deporte, yo hago triatlón», le respondí. Al final me terminé enganchando y me hice fanática mal”, se ríe Maru.
Así, la madre, finalmente, no solo tuvo que aceptar que una de sus hijas jugara al rugby, sino las dos. “Ahora está todo bien”, responden las hermanas, que estudian la Licenciatura en Educación Física en la Universidad Nacional de La Matanza. El padre de ellas siempre aceptó que jugaran. Dice Iara: “Me llamaba mucho la atención el rugby desde chiquita; yo hacía natación, un deporte solitario y muy diferente. Pero en mi casa siempre había pelotas de rugby porque jugaba mi hermano; de hecho, yo ni sabía picar una pelota redonda y sí una ovalada”. Su cábala es que el padre le limpie los botines antes de cada partido.
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Iara es hooker, un puesto clave en el scrum, ya que es el eje de esa formación. “Me da mucha adrenalina poder tacklear a una jugadora, es otra manera de jugar aunque no toques la pelota. Te sentís fuerte”. Cada jugadora tiene sus objetivos personales, sus rituales, sus manías. Micaela Dietz se anota todas las semanas, en un bloc, los puntos que debe mejorar. Muestra la libretita y se lee “ta-ckles negativos”. “Soy contadora, así que soy bastante cuadradita, entonces anoto objetivos por fecha”, explica, y cuenta que empezó a jugar hace siete años, luego de pasar por el club mientras paseaba a su perro y leer un cartel donde se buscaban jugadoras. “Vine y me voló la cabeza. Aunque no parezca, es un deporte muy mental, tenés que estar pensando todo el tiempo”, agrega.
Como en el rugby jugado por hombres, los momentos previos al partido, en el vestuario, son de concentración. ¿Una diferencia? “Estás un tiempito atándote los pelos, porque si no se te vuelan; si estás menstruando también tenés que ocuparte de eso. Después, el resto de las cosas que hacemos en el vestuario son iguales: te estribás, te cambiás, te ponés el protector bucal”, explica Xoana. Los cabellos pueden ser un tema. Iara, la de las rastas, dice que a veces otras jugadoras se las pisan durante los partidos. “O a veces yo, en la desesperación por frenar a una jugadora, le agarro el pelo, pero sin intención”, acota. El momento de distensión es, antes del tercer tiempo, en el vestuario después del partido. “Ahí sí, ponemos cumbia cheta, onda Agapornis, aunque a mí lo que me gusta es el rock nacional”, dice Iara.
Florencia González es de las que empezó hace relativamente poco. Recién el año pasado, con 26 años, se inició en otro equipo y este año recaló en SITAS. “Algo de miedo a golpearte te queda, sobre todo cuando hay cosas técnicas que todavía no entendés. Pero laburándolo en los entrenamientos se te va yendo”, asegura. Su novio y su padre habían sido rugbiers, por lo que el deporte no le parecía exótico. La sangre tira también en otros casos, como en el de Bianca Palermo, una estudiante de Medicina de 22 años, que además da clases particulares de embriología y de portugués; su padre y su tío habían practicado el deporte. “Vine por primera vez a los 16, volví golpeada del entrenamiento y mi mamá no quiso saber nada. Pero cuando cumplí 18 volví, ya no me podían decir nada, era lo que quería hacer”.
Termina el partido informal. Hay abrazos, saludos, algún beso. Se desarma el grupo, se desmigaja en pares o tríos, algunas se van solas al vestuario. Xoana invita a subir a su auto a otras jugadoras, con las que vuelve a Capital. Mientras carga una bolsa grande sobre su hombro, rumbo a la utilería, el inglés John dice, en un castellano casi perfecto: “Yo trabajo en un banco todo el día, solo, no en atención al público. No veo a nadie. Acá tengo un poco de aire”. Nicolás Utrilla, en tanto, dice que busca trabajo, mientras vive de ahorros. Tiempo tampoco le sobra: hace un posgrado en Psicología Educacional.
Celeste se va con su madre y compañera de equipo Azucena, que tiene un kiosco en La Paternal. También se van juntas las hermanas Mansilla. Maru, la mayor, aclara que está recuperándose de una rotura de ligamentos y que espera volver a jugar muy pronto. Iara cuenta que trabaja como empleada administrativa del club y que le gustaría ser entrenadora de las categorías infantiles. Florencia, la que empezó el año pasado, pide: “Hace falta más difusión. Yo me enteré hace poco de que existía el rugby femenino y en realidad hace más de 10 años que hay”. Y así, hacia El Tropezón, San Martín, El Palomar, Ituzaingó, San Telmo o Parque Centenario, se disuelve, solo por hoy, el equipo femenino de SITAS, para corporeizarse en el siguiente entrenamiento o, si hay partido, ante las rivales de turno.