El rompecabezas: a resolverlo sin que el espectador se entere
Tengo trece años y estoy mirando una telenovela. En ese capítulo, Maricarmen Regueiro, una actriz venezolana de los noventa, ha decidido irse a vivir a otra ciudad con su novio nuevo, intentando olvidar a un hombre que la hizo sufrir en el pasado. Pero esa tarde, entre preparativos y despedidas, se cruza de casualidad a su viejo amor en la calle. Hace mucho que no lo ve, pero en esa charla fortuita se da cuenta de que, a pesar de todo, lo sigue amando como el primer día. Luego llega a su casa, llama por teléfono a su novio y le dice que no va a irse con él porque su corazón le pertenece a otro hombre.
Recuerdo que en aquel momento me quedé con una sensación amarga. Yo era chica, pero sentí que ambas cosas eran torpes y apuradas, que era inverosimil que ella justo se cruzara ese día con el ex novio en la calle y odié que se diera cuenta de que lo amaba parada en una esquina, charlando de pavadas. Tampoco me gustó que cortara la relación con el otro por telefono. ¡El teléfono es frío, distante, no tiene nada de drama! ¡Qué desperdicio de trama!
Antes de empezar a escribir televisión yo me imaginaba que los guionistas se sentaban con una máquina de escribir, un cigarrillo y un café y pasaban horas sumergidos en su fascinante universo de ficción, pensando qué podían hacer en cada escena, cómo resolver los finales de capítulo, o qué personajes secundarios podían ir incorporando a la trama. Que las escenas trilladas o casualidades flojas de papeles obedecían al cansancio, a la haraganería, o al lógico desgaste del trabajo mecánico que impone la televisión. Y no me equivocaba. La tele es un trabajo agotador y muchas veces escribimos peor de lo que deberíamos. Lo que nunca me imaginé es que detrás del ejericio de escribir había otro mundo que poco tenía que ver con el oficio del autor, y mucho con el de malabarista y el de contador.
Mientras que un episodio de una serie norteamericana cuesta dos millones de dólares, en la Argentina invertimos cincuenta mil. Personalmente, lo que más me importa de la ficción nunca está relacionado con el dinero, pero es verdad que el presupuesto incide en la cantidad y calidad de los recursos que tiene un proyecto. Una tira local puede tener apenas treinta escenas por capítulo que se graban en un solo día. Es decir que mientras en otros lugares se hacen 13 episodios por año, nosotros hacemos 180. De esas treinta escenas, veinte se hacen en decorados (o lo que llamamos piso) y sólo diez en exteriores (una locación por episodio y calles comunes). O sea que los personajes –incluso si hay cinco protagonistas– pueden ir a un solo lugar y el resto deben hacerlo al aire libre, a la vuelta de la grabación. Los autores conocemos de memoria esta caja de producción y sólo imaginamos argumentos según esa ecuación. Por eso hay tantos médicos que van a las casas y tantas bodas se hacen en jardines y no en iglesias; la policía siempre está parada en una esquina y no en la comisaría, y los personajes se encuentran en la calle en vez de llamarse por teléfono, que implica gastar dos escenas.
Además, la mayoría del tiempo las unidades graban en simultáneo, o sea que los actores que estén en piso no pueden cruzarse a exterior porque eso implicaría que no se pueden grabar al mismo tiempo. Si el protagonista arranca el día en su casa, quizás vaya a su oficina, pero no a un negocio o a un restaurante en el medio. Y si fuera, tenemos que garantizar que va a estar cinco o seis escenas en la locación. Menos no justificarían ir hasta allá y más no entrarían en la jornada de grabación.
Superada esa instancia, hay que considerar que para lograr un capítulo diario, todos tienen que trabajar muchas horas por día. Si el programa cuenta con actores reconocidos, es probable que tengan teatro, días libres para filmar películas, viajes programados y otras actividades previstas durante el año. Los guionistas tenemos que escribir pensando que uno de los protagonistas no estará del 1 al 5 del mes, que otro se va al mediodía lunes y jueves y que alguno se ausentará 10 capítulos, e inventar argumentos que nos permitan justificar esas desapariciones o que puedan grabarse por adelantado. Es posible, también, que todos esos compromisos se crucen con otros y que cuando el protagonista vuelva, le toque irse a la que hace de su pareja. ¿Cómo se besan? ¿Cómo duermen juntos? ¿Cómo entra a la casa y lo descubre con otra? A eso nos dedicamos, a resolverlo sin que el espectador se entere.
A esto se suman los temas presupuestarios (cuánto sale cada cosa, lo que podemos o no hacer), de permisos (cuánto pueden grabar los niños, si conseguimos un bebe, si un actor puede volver al final del programa), el clima (llueve tres días seguidos y hay
que reemplazar todos los exteriores), la disponibilidad de las locaciones (si nos dejan grabar en el subte, si el campo es demasiado lejos para ir y volver en el día), los pedidos de algunos actores (no quieren salir en malla, se niegan a hacer de malo o no quieren que les pongan apodos) y las desgracias de todos los días (el actor tiene mononucleosis, hay paro de camioneros, o los protagonistas están peleados y no quieren hacer escenas juntos).
Todas las mañanas, cuando nos ponemos a pensar el capítulo, los guionistas nos encontramos con todos estos problemas sobre la mesa. Antes de pensar qué vamos a hacer, tenemos que saber quiénes están para grabar, cómo está la caja de producción, qué escenas se necesitan para llenar los planes de rodaje, qué locaciones tenemos disponibles, y cómo podemos mentir para que no se note que tenemos pocas escenas. Es como tirar todas las piezas del rompecabezas en la mesa y empezar a clasificarlas.
Parece casi imposible. Pero a diferencia de lo que les pasa a los poetas que imaginan cosas que ni siquiera existen, a los escritores que traman historias en cualquier escenario, o a los cineastas que tienen presupuestos más generosos, a nosotros nos encanta la limitación. Nos quejamos, fantaseamos con tener más tiempo o más recursos, pero sospecho que sin todo este lío nos moriríamos de aburrimiento. Somos, insisto, como la gente que arma rompecabezas. Podrían comprar la lámina y colgarla en su casa en vez de estar días calzando piecitas sobre una mesa. Si no lo hacen, es porque les gusta resolver el problema, no contemplar algo perfecto.
A veces nos sale bien y es maravilloso. Otras nos sale mal como en la novela de Maricarmen Regueiro. Probablemente sus autores imaginaron que se encontraba con su ex novio en una fiesta de gala y no en la calle. Que lo veía bajar unas escaleras interminables en esmoquin y que le temblaban las piernas. Que trataba de irse, pero él la interceptaba en el guardarropas y le juraba amor eterno. Que se subía al avión con su novio nuevo, y cuando estaba a punto de despegar se arrancaba el cinturón de seguridad y pedía abrir las puertas. Que su novio no entendía qué pasaba y que ella le confesaba que estaba enamorada de otro hombre desde hacía mucho tiempo. Pero todo eso no pasó y lo grabaron así, en una esquina y por teléfono. Probablemente el actor tenía compromisos, se habían quedado sin jornadas de grabación, no había presupuesto para la fiesta, o el aeropuerto no les dio el permiso para grabar las escenas. Nunca lo sabremos. Sólo eso tiene de malo el rompecabezas. El que lo arma disfruta el proceso. Pero el que mira sólo puede apreciar el paisaje cuando el otro logró encajar todas las piezas