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Referirse a él como a un hombre nacido para cambiar al mundo, quizás suene a una frase trillada, pero Leandro N. Alem parece haber nacido de esa manera, y no abandonó esa misión autoimpuesta ni cuando decidió terminar con su vida.
Desde que se subió a una tarima para hablar, denunciar y atacar a los que confundían sus negocios privados con el ámbito público o a aquellos que utilizaban la política y se oponían a la participación popular. Leandro N. Alem bohemio, poeta y bravo, atacó a la clase política que degradaba a las instituciones republicanas, en una época donde la gente, al votar, podía ser sustituida -se falsificaban e inventaban personas- y hasta los muertos se levantaban para el sufragio, él, el llamado el “Robespierre de Balvanera” veía y denunciaba las deficiencias de aquel sistema, el vaticinio de un final apocalíptico.
El peso de ser “El hijo del ahorcado”
Fue el alma prima de la revolución de 1890, como cuando en su juventud participó de la guerra del Paraguay. Allí donde una herida le mostró tempranamente los avatares de los conflictos y, aunque no coronó su obra sí logró la caída del Presidente Juárez Celman, colocando una piedra más para el cambio necesario del país con casos de corrupción y fraude electoral.
A sus 25 años, selló su título de abogado, lo que llevó a sus amigos a intentar incorporarlo a las magistraturas con ofrecimientos que rehusó varias veces hasta que, luego de insistentes pedidos, solo aceptó el cargo gratuito de “defensor de los pobres”. Decían de él que fue incorruptible, que siempre fue el mismo hombre a pesar de los años, que fue fiel a sus amigos y “jamás fingió amores a una mujer”.
Sus poesías llenaron páginas en los diarios “La Tribuna” “La Pampa” “El Nacional” y “El Correo de Buenos Aires”. Hoy se puede leer entre sus obras profesar algo de su oscuridad, esas “Sombras” a las que aludía en la primera estrofa de su poesía
“Fantasmas que giráis sobre mi frente
Negras visiones que agitáis mi alma
¿Qué queréis? ¿Quién os manda del abismo
para llenar de sombra mi morada?”
Estas sombras lo persiguieron desde joven cuando vio el cadáver de su padre, fusilado, mecido en la plaza mayor, donde comenzó a ser “el hijo del ahorcado”. Una situación que, como casi siempre sucede con estas cuestiones, forjaron su temple. A los 27 años, designado secretario de la delegación argentina que viajó a Río de Janeiro a negociar las condiciones de la Guerra del Paraguay, ya tenía prestigio de orador e integridad moral, pero como broma del destino, dos años después, cuando todo parecía ir bien, fallece su madre Tomasa Ponce. El éxito y el infortunio iban de un lado y otro junto a él.
El diputado Alem y el abandono ante sus propuestas
Sin enumerar sus logros, en 1872 logra ser electo como diputado provincial y sin más “Alem no perdona” (como decían vox populi), ante la crisis económica existente, propone rebajar en un quince por ciento la dieta de los legisladores, pero esta vez, nadie lo acompañó y ante tal iniciativa lo dejan solo. No sería la única vez. Cuando propone suprimir la subvención al culto católico tampoco lo acompañan.
Su enfrentamiento con Roca evidencia que lentamente la “política” es sustituida por la “Administración”. Leandro expone que Roca comienza a suprimir a los ciudadanos de las ciudades como antes suprimió a los indios del desierto.
Medio millón de inmigrantes llegan a Buenos Aires y pese a insistir en el sufragio popular, Alem no acepta cargos, no acepta condescendencia, no está para trámites administrativos. No estaba fuera de moda, simplemente no había llegado su hora aún.
Es con la Unión Cívica encaminada, cuando Alem no come ni duerme, vive y prepara la revolución, no quiere derrocar el gobierno y sustituirlo por otro, quiere reconstruir todo desde la base, devolvérselo al pueblo. Pero la “Revolución del Parque” (como se llamó al levantamiento en contra del fraude que reinaba en el país) fracasa y sus 29 revolucionarios capitulan. Alem es uno de los últimos en salir.
Celman renuncia pero ellos no se imponen, se sienten usados, traicionados, los cívicos derrotan el régimen, pero el que se impone como presidente es Carlos Pellegrini.
La abrumadora soledad
La Unión Cívica se divide, el sector integrado por Alem se divide de los que “llegan a un acuerdo” y forman la Unión Cívica Radical.
Ahora no bajará los brazos, ni cuando el gobierno nacional, temeroso de él, primero lo arresta en su domicilio y luego lo destierra a Montevideo.
En 1893, ya con Sáenz Peña como presidente encabeza una nueva revolución, donde su sobrino Hipólito maneja todos los hilos.
Pasados los años, también enfrenta a su sobrino, sin tener éxito y así se dividen entre los Yrigoyenistas y los antipersonalistas. Al año siguiente Alem está preso, pero su nombre es un grito de guerra y ante la presión es liberado. Ya se lo nota cansado y permanentemente triste.
El boca en boca lo describe: bebe en exceso, no come, no duerme y está pobre. La soledad lo abruma. Pellegrini, que intenta desprestigiar a los radicales recurre al golpe bajo, bajísimo: hace pública sus deudas. Este sin más, nervioso, lo reta a duelo, cuando está a punto de batirse, el arzobispo interviene, pero pese a detenerlos el daño ya está hecho.
La ciudad de Buenos Aires está fría en julio. Alem pasa la noche en vela, redactando cartas. El amanecer lo encuentra ojeroso, y pese a recibir a sus amigos -con quienes conversa lógicamente de política-, se retira en “busca de información importante”. Ya tenía todo decidido. El famoso carruaje que lo transporta al “Club El Progreso” hace sordo el sonido del balazo, es por eso que el portero del club queda congelado al abrir la puerta y verlo sin vida.
La carta despeja dudas, en ella pide perdón a sus queridos por “el mal rato”, y su accionar es evidente: quería que su cuerpo caiga en manos amigas.
Leandro N (Nicéforo o “Nada” -como aseveró una vez que le preguntaron por su firma-) Alem entregó su sangre y su vida. Una vida de lucha constante, en la que utilizó hasta el límite sus fuerzas, batalló contra un sistema al que quería cambiar y mejorar, como fuera, prefiriendo morir a ver estéril y trunca su lucha.
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