La elegante historia de Luis XIV, el rey de la moda
Luis XIV hizo surgir el castillo de Versalles, la construcción palaciega y los estudiados y extensos jardines y bosques, como emblema de su poder absoluto, cuyas majestuosidad y lujo inéditas debían crear un deslumbramiento impregnado de reverencia. En el centro de ese centro del mundo estaba él, un joven rey que recuperaría y acentuaría el carácter absolutista del poder heredado. Para anular cualquier atisbo de subversiones similares a las que habían buscado impedir que accediera al trono, alejó a toda la aristocracia de Francia de sus propias tierras, exigiéndoles como un deber su presencia permanente en Versalles.
Otorgó índole institucional al culto de la apariencia. Las cortesanas debían conocer las normas invariables de la etiqueta y del ceremonial y los vaivenes del gusto, que él mismo y sus amantes determinaban, lanzando modas sin pausas. Quien las ignoraba se exponía al ridículo. La moda se hacía así herramienta de poder. Llevada por el rey al un fasto exorbitante, la nobleza se encontró viviendo por encima de sus posibilidades, en un círculo dorado y hermético, en deuda y dependiente de la benevolencia real. Lo que no impidió que el culto del lujo patente se extendiera como signo de distinción a París. Concernía, además del atuendo, a la casa, la mesa y los placeres. En una de sus cartas, Madame de Sévigné describe un traje de ceremonia de Madame de Montespan, amante real, con su acostumbrada ironía: "… Un vestido de oro sobre oro bordado en oro, ribeteado de oro y por encima un oro fino con un brocado de un oro mezclado con un cierto oro que conforman la tela más divina que jamás haya sido imaginada; son las hadas quienes en secreto han realizado esta labor…".
Luis XIV fue el ejecutante supremo del artificio que él mismo había fabricado. No podía contentarse de poseer el poder, debía representarlo. Se consideraba sagrada a la persona de los reyes por derecho divino. En su ensayo, Los dos cuerpos del rey, Ernst Kantorowicz nos enseña que la teoría medieval de la realeza, basada en la teología cristiana, distingue un cuerpo "natural", concreto, que se enferma, envejece y muere y un cuerpo político, abstracto, invisible, intangible e infalible, "constituido para Dirigir al Pueblo y para la Administración del bien común...". Dado que el cuerpo mortal es simbólico del cuerpo político se le confieren atributos de esa naturaleza esencial. Hay que rodearlo de grandeza. Y el imperativo de trascendencia devino en fetiche tribal y pretexto a esa feria de vanidades, la moda.
Luis XIV elevó la carga simbólica de su función de monarca a una potencia superlativa. Su día a día, planificado hasta en el punto más nimio, es una puesta en escena continua. Sus comidas, paseos, partidas de caza, y los espectáculos de danza están regidos por una etiqueta elaborada hasta el absurdo, extendida a su familia, cortesanos y personal de servicio. El rey "ama el esplendor, la magnificencia y la profusión en todas las cosas", dice el duque de Saint Simon en sus Memorias, aunque el mismo Luis XIV explica en las suyas que los pueblos, incapaces de penetrar hasta el fondo de las cosas, fundan sus opiniones sobre la apariencia exterior, y que respetan y obedecen según el rango exhibido.
Luis XIV reinó 54 años hacia el fin de los cuales, bajo la influencia de la devota Madame de Maintenon, con quien se había casado en secreto, la austeridad se impuso en Versalles. Pero fue la densa trama de frivolidad tejida en los decenios precedentes lo que sirvió de modelo de vida social para las generaciones posteriores, una cobertura rutilante sobre el poderoso armazón del poder, la política, los negocios y la corrupción.
Una memoria persistente y potente de aquellos hábitos y aquellas jerarquías existió hasta tiempos bastante recientes en el mundo de la moda.
El autor ha colaborado en Vogue Paris, Vogue Italia, L'Uomo Vogue, Vanity Fair y Andy Warhol's Interview Magazine, entre otras revistas
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