Alejo Pérez Zarlenga, creador de Williamsburg, tuvo el primer food truck del país, pero fracasó. Unos años después convocó al diseñador de Tegui y transformó el comer una hamburguesa en una experiencia gourmet.
Hay dos formas de decirlo: o Alejo Pérez Zarlenga es el primer camionero gastronómico de estos lares. O, también, uno puede decir que Alejo es el primer gastronómico de los camiones. Bueno, lo importante aquí es que Alejo fue, para 2012, el primero en instalar algo que ahora todo el mundo llama “food truck” en Buenos Aires. Pero, para entonces, cuando Alejo decidió pedir al suegro de su socio, que hace carrocerías, un tráiler de metro y medio por dos metros –el tamaño de un Honda Fit–, como una panchería ambulante, el asunto parecía un proyecto medio chiflado. No importa cuánto él contaba la onda que tenían los food trucks en Estados Unidos, donde él viajaba de tanto en tanto y había completado el secundario allá. La idea se hacía cuesta arriba. En esos tiempos, era difícil conseguir habilitaciones de la ciudad más allá de eventos privados y, por otro lado, como todo el mundo sabe, por más extravagantes y abiertos que nos creamos, los argentinos, para que nos entre algo nuevo, somos unos pelmazos bárbaros y tenemos un sinfín de pruritos.
Pero Alejo, el protagonista de nuestra historia, por suerte, cuando veía una oportunidad para emprender algo nuevo –y eso que él había estudiado Comunicación Social en la UADE, es decir, nada que ver con la gastronomía, ni él ni su familia– no había prurito que le pinchara la rueda. Y así fue como, palabras más palabras menos, Alejo estacionó el primer food truck 100% argentino y lo bautizó Hollywood Dogs. Tenía 23 años. No le fue muy bien que digamos –de hecho, dio una charla sobre su traspié que puede verse en YouTube, dentro de “Fucked Up Nights”, un ciclo de fracaso empresarial–. Pero la idea trajo cola y repercusión mediática. Costaba menos interesar a los medios por su idea de negocios que convocar gente con hambre de pancho. De ese modo, en poco tiempo –digamos, lo que tarda uno en comerse 20 panchos y bajarlos con gaseosa–, a Alejo lo llamaron para que pensara un nuevo proyecto gastronómico y diera rienda suelta a su creatividad del morfi. Ellos –le dijeron– le pagaban el gasto de semejante esfuerzo de materia gris.
Cubierto el rubro pancho, Alejo tuvo la idea de ponerse una hamburguesería, pero no cualquiera. Él había visto cómo cadenas rápidas copaban el mercado de la hamburguesa veloz, económica y a la que te criaste, y también había visto cómo ya existían en el mercado hamburguesas posta, carnosas y contundentes, pero en locales que más que hamburgueserías parecían un matadero.
Por otro lado, Alejo tenía el termómetro de un fenómeno creciente: el boom de las hamburguesas gourmet. Ya había tomado nota de cómo, en el mundo de la gastronomía top mundial, los chefs grosos entre los grosos se propusieron el desafío de vestir de categoría un plato que antes, para los cocineros, era ni fu ni fa. Como un huevo frito.
Pero ahora era otro cantar. Los chefs preparaban pan casero, ponían jalapeños, carne madurada de novillo, carne de lomo, hamburguesas de autor vegetarianas con recetas de lentejas, o garbanzos, o porotos negros, o portobellos y champiñones. En fin, trataban las burgers con cortesía de princesas.
Todo esto sin contar que las burgers, lejos de ser una parodia insensata de la imagen de los afiches, llegaban ahora, con la venia gourmet, a pesar hasta 230 gramos.
Alejo y sus socios se tomaron un tiempo para pensar. Un tiempo largo: un año y medio. Invirtieron $7 millones en esto. Mientras se quemaban las pestañas, el barrio de Palermo, donde tenían las miras de poner el local sobre la calle Armenia, se iba llenando de –¡a la flauta!– otras hamburgueserías, lo cual hacía que los muchachos se pelaran aún más las pestañas. Temía, así como llegó temprano para los food trucks, llegar esta vez demasiado tarde.
Al final, después de mucho brain storming, desembarcaron con una idea clara, brillante y marketinera: Williamsburg, un homenaje al barrio bohemio de Nueva York. De hecho, la idea del nombre se le ocurrió estando en Brooklyn, y se inspiraron en la deco, en los sabores, en los olores, y en la atmósfera cosmopolita de allí. Y todo eso lo pusieron entre dos panes y, desde el comienzo, fue un golazo o, por decir, un sanguchazo.
Le encomendó hacer el interior del local a Horacio Gallo, que puso su firma en Tegui, uno de los mejores diseñadores de la Argentina. Y el hombre captó la idea al vuelo.
El primer día, Alejo y compañía se comían las uñas hasta que vieron cómo la clientela caía cual pajaritos atraídos por alpiste. Igual, nuestro camionero gastronómico se tenía fe: y había subido la vara a los socios. Dijo el primer día que superarían los $25.000 de facturación. “¿Ta loco vo?”, le dijeron. Pero el muchacho, visionario él, tuvo razón. Sin conocer la marca, ni la propuesta, ni un joraca de la idea que Alejo tenía en mente, la gente entró y, lo principal, la gente comió, llenó su panza y tuvo su corazón contento. Y Williamsburg se transformó en hamburguesería de culto. La carta era un reflejo del nombre: comida norteamericana como hamburguesas y también burritos mexicanos –pues hay mexicanos, claro, en Williamsburg–. Y ahora quieren incursionar en la comida judía, otra etnia que convive en el barrio.
Avivado por el fuego de las redes, sus burgers multiplicaron fans en un mordisco. Y, en nueve meses, llegó la gran competencia: la verdad de la milanesa… perdón, de la hamburguesa. Organizado por BA Capital Gastronómica, es decir, el Gobierno de la Ciudad que quiere catapultar la city como capital de la gastronomía made in Latinoamérica, 16.000 comensales se propusieron elegir cuál era la mejor hamburguesa de la ciudad. Entraron en las decisiones de los burgeramantes, 15 tiendas porteñas. Y ahí tiene: Alejo y compañía recibieron 3.677 votos. El primer puesto, delante de otros popes de la burger gourmet como Heisenburger y Toto’s. La galardonada y aclamada por el público hamburguesero se llamó Dylan y es el Lennon/McCartney de Williamsburg. Una hamburguesa con cebolla caramelizada, rúcula, queso azul y un socotroco de carne. El galardón tuvo el sello del jefe de Gobierno de la Ciudad, Rodríguez Larreta, que vaya a saber uno si es un potencial fan de la Dylan o es un vegano que aún no sale del clóset.
Así que en mayo último, en menos de un año de abrir las puertas, Williamsburg ya tenía una medalla para colgarse y un tendal de público que, desde entonces, empezó a correr cual estampida de toros en San Sebastián, a conocer esa sensación irrepetible de morder una Dylan y luego, entonces sí, a poder morir tranquilos y en paz del corazón. En esa semana de campeones, el local se pobló como un McDonald’s del Microcentro –de 400 clientes los sábados pasó a 800–. Duplicó la facturación y Alejo tuvo que rotar empleados y hacer malabares de último momento para que todos esos clientes curiosos se fueran con su hamburguesa champion.
Con el empujón oficial y el sello del agite social, Alejo se propuso reproducir el modelo e ideó un plan ambicioso: tiene en carpeta tres aperturas para fines y principios de año. Uno de ellos, oh my God, donde había un McDonald’s. Ahora amplía su local de Armenia, quiere llevar sus 50 empleados a 200, y quiere, a fines de 2018, tener seis locales a todo color y que facturen 180 palos. En el futuro, espera que Williamsburg llegue al interior, y ya le piden asesoramiento de otras empresas.
Hoy, Williamsburg factura $4 millones –$35 millones para el total del año–, cambió las freidoras nacionales por otras importadas –la papa es clave y también las herramientas–, y dice que jamás de los jamases tocaría el corte y el peso de su burger y que los clientes pueden estar tranquilos pues todo lo dejan en sus manos.
Ah, por si todavía se lo pregunta, Alejo conserva la panchería Hollywood Dogs en cuatro ruedas. También tiene programa de radio, hace 10 años, en la web. Existen ahora 40 food trucks en la ciudad y, desde este año, están habilitadas para vender en las calles y no solo en eventos privados. Ya lo dice el refrán: más vale pancho en mano que cien panchos rodando.
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