El regreso del Capitán Alatriste
El puente de los asesinos
Arturo Perez-Reverte / Alfaguara
A quince años del primer libro de la serie, el valiente soldado castellano vuelve a protagonizar una aventura de espadas, intrigas cortesanas, amores circunstanciales e inevitables citas a Lope, Quevedo, Calderón y Cervantes. Esta vez, Diego Alatriste viajará a la Serenísima República de Venecia y, en la Navidad de 1627, se verá envuelto en una trama de espionaje urdida por el ministro conde duque de Olivares que les hará sentir, a él y a sus compañeros de ruta, humildes peones en tableros de ajedrez jugados por otros.
382 paginas
UN EXTRACTO DEL CAPITULO 8
Pese a quien pese
El veinticuatro de diciembre, Venecia amaneció tapizada de blanco. Había nevado desde primera hora de la noche, cuajando en los muelles, las calles y los tejados de las casas. Cuando Diego Alatriste salió a la calle, embozado en su capa de paño pardo y con el sombrero de castor metido hasta las cejas, no soplaba viento. Del cielo fosco y gris caían copos de nieve, y las góndolas amarradas en los canales estaban inmóviles en el agua quieta, cubiertas por una capa blanca. Por suerte no había hielo, y pudo caminar sin riesgo de resbalones por el suelo todavía inmaculado, que crujía bajo sus botas. Anduvo así cruzando puentes y soportales, por la Mercería hasta la iglesia de San Zulian; y de allí fue a la calle de los Espaderos, donde se detuvo frente a un taller que tenía algunas piezas de muestra colgadas en la puerta: espadas, terciados y dagas de buen aspecto pero escasa calidad, según comprobó al primer vistazo. Nada que ver con los buenos aceros de Toledo, Bilbao, Solingen o Milán. Luego curioseó por algunas tiendas más, pensando que Gualterio Malatesta demostraba un turbio sentido del humor al citarlo en aquel sitio.
Lo vio llegar al poco rato, esquivando transeúntes por la calle nevada. Flaco, vestido de negro de arriba abajo como solía. Con la capa y el sombrero salpicados de copos de nieve.
[...]
Llegados a una esquina, señaló el italiano a mano izquierda.
–¿Os apetece un vaso de vino?... Conozco un buen sitio aquí al lado, en la calle de los Espejeros.
Torció Alatriste el mostacho.
–Por qué no.
Había innumerables espejos de toda clase y tamaño, expuestos bajo los toldos de lona de las tiendas. Al paso, sus reflejos multiplicaron hasta el infinito la imagen de docenas de Alatristes y Malatestas caminando unos junto a otros, cual buenos camaradas.
–Ironías del azogue –comentó Malatesta, advirtiéndolo.
Parecía complacerse lo indecible con todo aquello. Entraron en la taberna sacudiendo las capas, sin descubrirse. El lugar era angosto: apenas un mostrador de madera de pino ennegrecida de mugre.
[...]
Acodado en el mostrador, con el pomo de la espada asomándole entre la capa –Alatriste sólo llevaba la acostumbrada daga al cinto–, Malatesta miraba los pellejos de vino, complacido.
–Me recuerda la venta de don Quijote –comentó–: Yo sé que todo lo de esta casa es encantamiento... ¿Sigue vuestra merced leyendo libros?
–¿Y vos?
De nuevo el crujido seco. Malatesta reía entre dientes.
–No tuve mucha ocasión de lecturas, en los últimos tiempos.
–Ya me figuro.
–Sí. Supongo que os lo figuráis.
Hizo ademán el sicario de tentarse la bolsa y no hallarla; demorándose tanto en ello que Alatriste metió mano en su propia faltriquera y puso dos bagatines dobles sobre el mostrador.
–Vayamos a lo nuestro –dijo, apurando el vino.
Acabó también su vaso Malatesta. Era la primera vez, pensó Alatriste, que bebían juntos. Y sin duda la última.
–Vayamos.
Se trataba de hacer una descubierta por la iglesia de San Marcos, la plaza y el palacio ducal, a fin de prevenir los sucesos que allí tendrían lugar por la noche. Caminaron en silencio, saliendo a la Canónica y al primer ensanchamiento de la plaza, donde se alzaba la fachada septentrional de San Marcos. Junto al brocal del aljibe que había en el centro, antes de llegar a los leones de melenas encanecidas de nieve que flanqueaban el paso a la plaza grande, Malatesta señaló un portillo situado a la izquierda, entre la iglesia y el edificio adosado a ésta, más allá del arco de la puerta norte. El portillo estaba al extremo de un callejón estrecho y corto, cerrado por una verja de hierro.
–Por ahí entraremos el cura uscoque y yo.
–¿Estará abierto?
–No. Pero tengo las llaves... En cuanto al uscoque, irá vestido de cura, como corresponde –Malatesta indicó un callejón al otro lado de la placita–. Yo me habré aliñado de ropa allí, poniéndome la gola, el sombrero con pluma verde y la banda de oficial de la guardia ducal... No es gran cosa, pero bastará para ganar tiempo si hay algún centinela cerca. Una vez dentro, en diez pasos llegaré hasta el vigilante de la puerta que conduce al altar mayor y le rebanaré el pescuezo, dándole vía libre al cura... Venid. Vamos por aquel lado, que os muestre el lugar desde dentro.
Lo había referido todo con impecable calma. En otro hombre, Alatriste habría tomado aquello por bravuconada. Pero Gualterio Malatesta no era otro hombre.
[...]
Habían entrado en San Marcos, cruzando el atrio de columnas donde el espléndido mosaico del piso rivalizaba en riqueza con las pinturas y dorados del techo. Unas y otros se prolongaban por los arcos y bóvedas del interior, que relucían en la penumbra por efecto de las velas encendidas. Había pocos feligreses –algunas mujeres cubiertas con mantos y hombres arrodillados oraban ante las capillas laterales–, y el sonido de los pasos resonó en el recinto, multiplicándose por las oquedades y estancias de la basílica. Olía a incienso y a cera.
–No está mal, ¿verdad? –comentó Malatesta.
Diego Alatriste contempló fríamente aquella fantasía oriental enriquecida con mármoles y relieves, botín acumulado de siglos de poder, conquistas y dinero. Él no era hombre a quien la belleza de una iglesia o un palacio deslumbrasen más que las formas de una mujer hermosa; en realidad lo impresionaban mucho menos que eso. No era el suyo un mundo de dorados ni pinturas multicolores, sino de tonos grises y pardos, hecho de la niebla incierta de un amanecer y del áspero roce del cuero de un coleto acuchillado. Durante la mayor parte de su existencia había visto arder riquezas, obras de arte, tapices, muebles, libros y vidas. También había matado y visto morir lo suficiente para saber que el fuego, el hierro y el tiempo lo destruían todo tarde o temprano, y que obras con ambición de eternidad se venían abajo en un instante, derribadas por los males del mundo y los desastres de la guerra. Por eso la riqueza de San Marcos no lo conmovía en absoluto, ni experimentaba en su ánimo lo que tan abrumador despliegue perseguía: el hálito de lo sagrado, lo solemne de la inmortal divinidad. El oro con que se edificaban palacios, iglesias y catedrales lo pagaban él y los que eran como él con su sudor y su sangre, desde que la Humanidad tenía memoria.
EL AUTOR
Miembro de la Real Academia Española, Arturo Pérez-Reverte fue reportero de guerra durante veintiún años y escribió, entre otras novelas, Territorio comanche y El club Dumas.