El regreso de la barba, un acto de resistencia
A mediados del siglo XIX, millones de hombres de Europa y Estados Unidos hicieron algo que nunca habían hecho antes: se dejaron la barba. No porque los obligaran ni porque pertenecieran a una casta, sino porque les gustaba cómo quedaba. A Inglaterra la moda llegó después de la Guerra de Crimea: volvieron del frente los soldados barbudos, a quienes por primera vez les habían permitido no afeitarse, y sus compatriotas rápidamente les copiaron la pinta, probablemente para sentirse, también ellos, un poco héroes y un poco más machos. Cuando viajó a Europa, en esos mismos años, a Sarmiento lo sorprendió ver tantas barbas en la calle. En Facundo había usado la barba de Facundo, "espesa, crespa y negra", como una metáfora de la barbarie; ahora se la encontraba en las jetas de los sujetos más civilizados del mundo.
En el siglo y medio siguiente, la longitud de las barbas de Occidente fue subiendo y bajando, a veces por razones inexplicables, pero seguramente afectada por la popularidad de las afeitadoras descartables y la nueva ética de la higiene del siglo XX. Las caras limpias eran consideradas una señal de trabajo y deseo de respetabilidad; las barbas, en cambio, eran un anuncio de lumpenaje y marginalidad y, después, contracultura. ¿Qué pasó entonces en estos últimos 10 o 15 años en los que las barbas han vuelto estar de moda en Nueva York, Londres y Buenos Aires?
Me dejé mi primera barba hace 20 años en un albergue de Praga, donde me hice un candado asimétrico y nada atractivo que mantuve varios años, más o menos hasta cuando el candado pasó a convertirse en sinécdoque de tipo poco confiable. Después me relajé y, por comodidad o por ósmosis, pelos aleatorios se instalaron en mi mandíbula. Llevan años ahí, acampando, encaneciendo, cada tanto recortados o emprolijados, pero siempre sobreviviendo. Una de las razones de la popularidad actual de las barbas puede ser, pienso, la creciente informalidad: así como muchos oficinistas ya no necesitan usar corbata para comunicar profesionalismo, tampoco creen que deben afeitarse todos los días.
También se puede ver a las barbas actuales como una reacción a la metrosexualidad dominante hace una década, cuando machos de todo el mundo se cuidaban el pelo, se vestían con ropa ajustada, iban todos los días al gimnasio. Cansados de tanto esfuerzo, los nuevos varones nos fuimos hacia el otro extremo: le prestamos poca atención a la ropa o al pelo, nuestro único ejercicio es el fútbol, cultivamos tupidas barbas anárquicas. Buenos Aires está llena de tipos así. Nuestro modelo ya no es el gay impecable que dio origen al metrosexual. Tenemos otro modelo gay: el oso peludo y panzón.
En los Estados Unidos llaman a estos nuevos barbudos lumbersexuals (por lumberjacks, leñadores): el leñador, autónomo y solitario, como ícono. Andrew Sullivan tiene otra razón para su popularidad: se pregunta si todas estas muestras de masculinidad no son una reacción al relativo declive del poder de los varones. Nerviosos porque las mujeres son mejores en la universidad y, cada vez más, en el trabajo, porque ya no es tan fácil hacer chistes sexistas, y porque hay que compartir tareas en el hogar y con los hijos, muchos heterosexuales nos dejamos la barba, sugiere Sullivan, como un acto de resistencia: "¡No estamos castrados!" Somos como los victorianos del siglo XIX: usamos barba para hacernos los machos y que nos tomen por héroes.