Sospecho siempre de los recuerdos –se sabe que nuestra memoria es una artista de la fantasía y la recreación–, pero no de las sensaciones que me vienen cuando evoco un hecho del pasado. Borges decía, o dicen que decía, que lo que perdura de un libro en nosotros es la emoción que nos generó su lectura.
Cuando pienso en el Mundial de Italia 90, se me viene una imagen: un aula llena de chicos y chicas de primaria, los bancos amontonados contra la pared del fondo, las sillas dispuestas en filas como en un anfiteatro y, en lugar del pizarrón, un televisor armatoste que el preceptor traía sobre un mueble con rueditas, bastante enclenque. Ahí estábamos, con maestras y maestros entre banderitas, a la espera del pitido inicial de algún partido de Argentina.
Quizás el aula de mi cabeza en realidad haya sido otra –hubo tantas en mi vida–, quizás estoy mezclando imágenes de ese invierno de 1990 con otras del 94 (en ambos mundiales iba al mismo colegio y el ritual se repitió), pero de algo estoy segura: esos días fueron una fiesta. A nadie le importaba la tarea, andábamos con nuestros almanaques completando el fixture, colgábamos pósteres de Goyco en nuestras habitaciones y en el recreo jugábamos a ser Maradona y Caniggia.
En la emoción de mi recuerdo, el Mundial de Italia lo ganamos.
¿Por qué, en cambio, cuando pienso en Brasil 2014 –también con su componente épico, con el mismo rival en la final y con un jugador como Messi, tan endiosado como Maradona–, me queda una sensación amarga? ¿Soy yo o es esa suerte de memoria colectiva que nos hace atesorar determinados sucesos con otra valoración? ¿Qué pasó en Italia 90, que cada vez que escuchamos "Notti Magiche..." sentimos cosquillas en el pecho y nos dan ganas de corearla con los brazos en alto como si estuviéramos en un’estate italiana?
En la emoción de mi recuerdo, el Mundial de Italia lo ganamos
Algo de eso tratamos de responder y repasar en esta edición especial, a 30 años del Mundial de las atajadas de Goyco, las corridas del Pájaro Cannigia y la maravilla de Maradona. Y para eso le pedimos al gran Dani Arcucci, testigo y cronista de lujo, que nos transportara a los 10 hitos de la Selección Argentina en ese campeonato. Mientras que Marcela Mora y Araujo, siempre brillante a la hora de pensar qué ocurre entre el fútbol y nuestra cultura, entre el fútbol y nuestra vida, esta vez nos contó qué pasó por su corazón de futbolera durante ese Mundial que vivió entre Buenos Aires y Londres. También recuperamos un texto que alguna vez publicamos, en el que Guido Bilbao repasa los títulos de los diarios en las semanas premundialistas para recordarnos cómo nos abismábamos hacia el neoliberalismo mientras Bilardo definía el plantel.
Pero es Sergio Goycochea quien, en una de sus respuestas, de algún modo sintetiza eso que intuimos cuando nos ponemos a pensar en la gesta de una selección que no parecía destinada siquiera a pasar a los cuartos de final y que, sin embargo, marcó la educación sentimental de una nena de 10 años: la que era yo en una escuela marplatense en 1990. "Fue tan fuerte emocionalmente lo que viví –confiesa Goyco, 30 años después– que no sé si me hubiera cambiado tanto ganarla. Tendría el privilegio de decir hoy que fui campeón del mundo, pero no hubiera cambiado mi relación con la gente porque a nosotros nos recibieron como campeones. Desde lo emocional, para la gente fuimos campeones del mundo".
Ojalá disfruten, tanto como nosotros, de este viaje al nervio sensible de un tiempo en el que no nos importó no ser campeones, porque fuimos felices.