Un día como hoy, hace noventa años, nacía Mickey Mouse. El alumbramiento ocurrió en la oscuridad del cine teatro Colony, en pleno corazón de Manhattan, mientras el padre de la criatura observaba todo desde las últimas filas de la sala. Pocos recordarían haber visto ese día Gangster World, la película de mafiosos programada. Pero nadie olvidaría el cortometraje que la precedió: Steamboat Willie, un film de poco más de siete minutos protagonizado por un travieso ratón haciendo las veces de capitán del barco, que se movía al ritmo de la música que, por primera vez en la historia del cine animado, contaba con el sonido y la imagen perfectamente sincronizados. Una maravilla técnica para su tiempo, que sorprendió al público y a los críticos. Era 1928 y Mickey Mouse daba sus tímidos primeros pasos en la pantalla y se convertía en un éxito que, de manera instantánea y como nunca antes, ni después, se transformó en un fenómeno que no solo cambiaría la vida de su creador, Walt Disney, y su pequeño estudio de animación, sino que moldearía la cultura popular global para siempre.
Disney es el mayor estudio de Hollywood y lleva cuatro años seguidos como el más rentable. Dueño de Pixar, Marvel, LucasFilm, su última compra fueron los estudios Fox, que le costaron 71 mil millones de dólares. Su valor de mercado es de 173,4 mil millones de dólares. "Todo comenzó con un ratón", repiten en los estudios ubicados en las afueras de Los Ángeles, una zona colonizada por la industria del cine donde la influencia del roedor que construyó un imperio se empieza a notar en la calle. La silueta de los tres círculos que forman su figura aparece en las altas rejas que limitan las 21 hectáreas que ocupan sus dominios, se adivinan en las baldosas, en las alfombras cuyos arabescos de colores repiten el patrón, en las lámparas, en la tienda de regalos donde sus peluches se venden como pan caliente, aunque hayan pasado más de 85 años desde que una costurera llamada Charlotte Clark cosiera a mano los primeros, para deleite del joven Walt, quien poco antes creía que sus sueños de ser el rey de la animación jamás se harían realidad. De hecho, tan omnipresente es Mickey Mouse por estos lados que horas después de dejar los estudios Disney, uno seguirá descubriendo sus formas en el lobby del hotel, en el ascensor. Mientras el mundo se mueve a la velocidad del rayo y las modas pasan aun antes de que podamos incorporarlas, debe haber algo, más allá del indiscutible poder para moldear las fantasías colectivas que tienen Hollywood y Disney en particular, que explique la perdurabilidad de un personaje que conecta generaciones como ningún otro. Tal vez ir a las fuentes, de regreso al dibujo original, ayude a dilucidar un misterio con forma de ratón.
"Esta es el arma secreta de Disney", dice con aires conspirativos Fox Carney, un señor de mediana edad que no se parece en nada al espía que pretende ser. Ante el desconcierto del pequeño grupo de periodistas invitados a conocerlo, redobla la apuesta: "En este lugar guardamos la magia de Disney". La frase promete, pero el espacio sugiere cualquier cosa menos el ingreso a un mundo mágico. Es una oficina como todas las que se ven desde las autopistas que atraviesan esta ciudad. Algunos pósteres de películas –por ahí está el de Blancanieves, de 1937, largometraje que llevó al estudio a la estratosfera de Hollywood–, delatan que no se trata de una oficina cualquiera, pero nada deja adivinar lo que vendrá. No explican aquello del secreto, la magia ni por qué se nos indica dejar las carteras, bolsos y mochilas en una oficina de la entrada. Incluso, los lápices o lapiceras (en su lugar, nos reparten lápices de mina). Recién cuando todos aceptamos el cambio, se abren las puertas del Centro de investigación y archivo de animación de los estudios Disney, el arma secreta que guarda la colección de todos y cada uno de los films animados realizados por Walt Disney y sus herederos creativos.
El afable Fox se para frente a una mesa de dibujo enorme y cual cuentista experto, antes de decir una palabra y revelar lo que se esconde a sus espaldas, saca del bolsillo de su saco dos pares de guantes. Estamos bajo techo, afuera el solazo californiano arrasa y, aun así, Fox usará guantes. Y serán de dos tipos: un par de algodón, para manipular los modelos originales de Pinocho que se utilizaron para la película de 1940 y para mover los archiveros de las once bóvedas que guardan los 65 millones de artículos relacionados con los films animados que ha realizado el estudio desde 1923, su año de fundación. Se trata de una biblioteca solo habilitada para uso interno, que puede ser consultada por los cineastas del presente a modo de guía e inspiración y que gracias a la digitalización (ya tienen más de un millón de imágenes digitalizadas), los animadores tienen al alcance de un clic. Pero al par de guantes que hay que prestarle atención es al de látex, que ahora, en un grácil movimiento, Fox se calza al tiempo que nos deja ver lo que antes ocultaba. Sobre la mesa de trabajo están dispuestos algunos de los dibujos originales hechos a mano de Steamboat Willie y Plane Crazy, el primer corto protagonizado por Mickey Mouse, que se estrenó también en 1928, cuando la fiebre por el ratoncito ya estaba instalada en el público. En ese cuadro está quizás, desde hace 90 años, la respuesta que venimos a buscar. "No, no, no", dice amable, pero firme, un guardia de seguridad que habíamos pasado por alto tan atraídos por ese pedacito de historia del cine. En fin: los primeros trazos del Mickey protagonista de sus propias aventuras, que incluyeron durante los años treinta y cuarenta a un Mickey aviador, capitán de barco, cantante y director de una big band y hasta jugador de polo, se pueden mirar, pero con distancia prudencial. Al igual que con las lapiceras confiscadas, se trata de evitar cualquier accidente que manche la historia que aquí se conserva a constantes 15°C, la temperatura ideal para conservar el celuloide.
Como si se tratara de una master class en ilustración, animación y Mickey Mouse, nuestro guía empieza a dar vueltas a la mesa de dibujo y en el sentido de las agujas del reloj explica la evolución en la imagen del personaje, la aparición de los característicos guantes blancos, en 1929, los redondeados años 30 y 40, la innovación de la década del 50 –se inauguró con una nariz un poco distinta y cejas–, pasando por las búsquedas de los 60, con un Mickey casi en clave experimental. Un viaje en el tiempo interesante, pero que no consigue explicar el salto evolutivo del ratón –que aparecía en cortometrajes proyectados como aperitivo de la película principal– al personaje plasmado desde los años treinta en películas que marcaron la infancia de una generación, como Fantasía, en ciclos televisivos que permanecen en pantalla y se renuevan año a año, en cuadernos, libros, juguetes, bicicletas, relojes, mochilas y cualquier otro artículo que pudiesen imaginar, fabricar y vender, casi desde su estreno y hasta la actualidad. Tampoco explica su lugar como ícono indiscutido de los Estados Unidos –con retrato de Andy Wharhol incluido–, ese que el cineasta y teórico del cine Sergei Eisenstein declaró como la contribución más original de la cultura norteamericana (en sus ensayos sobre Disney recopilados en un libro publicado en los años 80) y que un diario de la Alemania nazi llamó "el ideal más miserable alguna vez creado", una frase que el escritor e ilustrador Art Spiegelman recuperó para su novela gráfica Maus, un relato personal sobre el Holocausto, ganador de un Pulitzer, protagonizado por un ratón que solo Mickey pudo inspirar.
Historias y leyendas
Walt Disney solía contar historias distintas sobre la creación de Mickey. A veces, según explica el autor Neal Gabler en la biografía dedicada al productor, decía que había recordado a un ratón que tenía de mascota en su niñez, en Marceline, Missouri. Otras veces explicaba que mientras viajaba en el tren junto a su esposa Lillian, de regreso a Nueva York desde Los Ángeles, había pensado en los muchos tiernos roedores que solían rondar por su mesa de dibujo cuando soñaba con hacer caricaturas para las tiras cómicas de algún diario, mientras se conformaba con hacer ilustraciones publicitarias. Lo cierto es que no importa la versión: todos los recuentos sobre el nacimiento del personaje coinciden en que existe gracias a una mezcla de enojo y desesperación. Después del viaje a Nueva York, donde había ido a renegociar el contrato con el poderoso Paramount para seguir produciendo cortos animados protagonizados por el conejo Oswald, su primer personaje exitoso ahora olvidado, Walt se había quedado sin los derechos del conejo y sin muchos de los animadores que trabajaban para él. Desesperado por salvar lo que quedaba de su negocio, imaginó que el protagonista de su nueva historia, Plane Crazy, iba a ser un ratón llamado Mortimer. Luego diría que el cambio de nombre lo provocó el inmediato rechazo de Lillian, que prefirió otro más sencillo y juvenil: Mickey.
"Lo cierto es que Walt Disney nunca dejaba que los hechos reales entorpecieran una buena historia. Así que lo que hacía era inventar relatos sobre Mickey", dice Rebecca Cline, responsable desde hace más de veinte años de la colección de cuatro millones de imágenes y artículos relacionados con el estudio y su personaje insiginia, celosamente guardados en los archivos que se inauguraron en 1970, cuatro años después de la muerte del patriarca. Para ella, el éxito de Mickey tiene una relación directa con su personalidad, un rasgo que, a diferencia de las modificaciones en su aspecto, no cambió casi nada en estos 90 años.
"Su forma de ser no cambió mucho: empezó como un aventurero algo pícaro y travieso, pero siempre con buenas intenciones y de buen corazón. Walt siempre decía que era como un nene chiquito al que nada lo desanimaba por mucho tiempo. Y hoy sigue siendo ese mismo personaje. Inocente, optimista, amistoso y dulce", explica Cline mientras se coloca unos guantes de algodón para manipular una de las joyas de la corona de la colección, el guión original The Steamboat Willie, que durante más de treinta años permaneció en un cajón del escritorio de su creador. Ese hombre, consultado siempre por el secreto del éxito de su ratón, más allá de las inteligentes campañas de promoción que él mismo había armado a su alrededor desde la primera función en el teatro Colony, lo adjudicaba a cuestiones aparentemente sencillas: su movimiento constante en los cortos animados, la brevedad de las historias y los chistes en ellos, los gestos exagerados que estaban basados en los de los humanos y que resultaban familiares para todo el público. También decía, según reproduce Gabler en su libro, que el tamaño del personaje despertaba simpatía y que, cuando triunfaba sobre alguien más fuerte y poderoso, los espectadores tomaban ese éxito como propio. "Simple y tan fácil de entender que no te queda otra que amarlo", repetía Disney mientras los académicos del mundo elaboraban teorías algo más complejas, que incluían análisis psicológicos sobre la propia infancia de Disney, un entretenedor nato y siempre en busca de la nueva travesura que por fin le sacara una sonrisa a su taciturno padre. Para muchos, Mickey era el perfecto e inmutable álter ego del niño que Walt quiso ser, de la infancia que quiso tener. Para otros, sus formas redondas y poco amenazadoras resultaban reconfortantes en una época, los años treinta de la Gran depresión en los Estados Unidos y el crecimiento de los regímenes totalitarios en Europa, en la que el mundo se tornaba cada vez más peligroso e impredecible. Menos inocente. Y eso es justamente lo que Mickey Mouse tenía para ofrecer: un destilado de la infancia idealizada donde el indefenso puede superar al poderoso, donde la curiosidad y la aventura son celebradas y la imaginación alcanza para cambiar el mundo. O al menos, para volverlo un poco más mágico.