El rap del niño soldado
De chico fue obligado a pelear en la guerra interna que aún desangra a Sudán del Sur, su país natal. Pudo escapar del infierno y convertirse en un músico admirado por el mismísimo Peter Gabriel. Emmanuel Jal y una historia de vida que cruza el horror y la esperanza
Emmanuel no sabe exactamente qué edad tiene. Viene de un país que hasta hace poco no existía y su nombre en realidad es otro. Lo único que sabe es que nació como Jal Jok hace aproximadamente 33 años, en medio de una guerra en lo que hoy es Sudán del Sur, la nación más nueva del planeta, y que antes de entender lo que pasaba en su patria, alguien le había puesto un fusil ruso AK-47 en las manos, obligándolo a convertirse en un niño soldado.
Lo que entonces ignoraba es que el destino lo llevaría a viajar por medio mundo, como soldado primero y refugiado después, y que eventualmente se convertiría en un rapero de fama internacional que compartiría escenario con Peter Gabriel y aconsejaría a líderes mundiales sobre cómo acabar con el flagelo que todavía sufren miles de niños y niñas.
Una historia de Hollywood, pero sin final feliz. Emmanuel sigue siendo exiliado de su propio país, el que acaba de volver a caer en una de las peores y más invisibles crisis humanitarias del planeta.
Fusiles y vino con Coca
Llega tarde. Una hora tarde. El pub en el que está pactada la entrevista, en un rincón sereno del norte de Londres, está repleto de cochecitos de bebes y gente que tipea desaforada sobre sus pequeñas computadoras.
Emmanuel, o Jal, entra tranquilo, como si hubiera visitado ese lugar muchas veces. "Disculpas, es que mi manager confundió la agenda y hace 10 minutos me dijo que viniera corriendo para acá", explica mientras saluda con dos besos y busca a la camarera con la mirada.
"Un vino tinto con Coca", le pide. "Es una bebida típica de Sudán –le explica, con tono paciente, como intentando convencerla–. Deberías probarla." La camarera no responde. Apenas atina a traer dos vasos de esta curiosa bebida a la pequeña mesa en la esquina del bar. Emmanuel sonríe, como ignorando la situación, casi como si estuviera acostumbrado a que no lo entiendan.
"¡Argentina! ¡Maradona, Messi!", sigue, rompiendo el hielo. "Me gusta mucho el fútbol y en la Argentina son buenos. Pero, ¿qué pasó en [el Mundial de] Sudáfrica?". Se ríe y de reojo mira la mesa que nos separa, sobre la que descansa el libro que escribió, contando los aspectos más sórdidos de su historia. Le cambia la expresión, se pone nervioso, se le endurece el gesto, se mueve en el sillón como si le resultara imposible encontrar una posición cómoda. Toma tragos cortos del vino con Coca. Agarra el vaso con las dos manos. Se toca las pequeñas rastas oxigenadas. Mira hacia todos lados.
"Lo que esta ahí escrito, cada detalle, me hizo sufrir", dice, señalando el ejemplar de War Child Soldier’s Story . "Cada día que escribía una parte, me salía sangre de la nariz y a la noche tenía pesadillas, muchas pesadillas. Había dos cosas a las que no podía acostumbrarme cuando era niño: una era esperar que llegara la guerra y la otra era la muerte. Los muertos estaban en todos lados, esqueletos que nadie enterraba, gente con marcas de balas en el cuerpo y cadáveres quemados."
La historia comienza cuando Emmanuel había cumplido 8 años. En su país había estallado una guerra entre los musulmanes del norte y los cristianos del sur, donde él y su familia vivían. Su padre se había unido a una fuerza rebelde que buscaba la independencia del área y su madre había sido asesinada por soldados del gobierno.
Entonces, un grupo de rebeldes lo llevó, con la promesa de educarlo, a un campo de refugiados varios cientos de kilómetros lejos de su aldea. De las 80 mil personas que vivían allí, que era telón de fondo de los documentales de Live Aid, sin comida y casi sin asistencia, 10 mil eran niños. Pobreza, soledad y miedo. Los ingredientes perfectos para el reclutamiento. La promesa era seguridad y un futuro mejor, pero todo tenía su precio.
Los mayores entrenaron a chicos como él en el arte de la batalla. Les enseñaron a llevar un AK-47, a cuidarlo como a su mejor amigo, a desarmarlo, limpiarlo y volver a armarlo. A apuntar y disparar. A matar sin pensarlo dos veces. A dormir con un ojo abierto. A luchar aunque no entendieran la razón. A no llorar aun cuando lo desearan más que a nada. Les mostraron cómo matar con balas, con machetes, con piedras, con las manos y con los dientes. Les dijeron que desde entonces lo único que debía importarles era asesinar a sus enemigos.
"Se siente mucho odio, tristeza... Llorás, extrañás a tu familia, te enojás con Dios y con todo, hasta te preguntás si Dios realmente existe –explica–. Y todo eso te lleva a querer participar en la guerra, a matar a los que, te dicen, son responsables de todo eso."
Emmanuel habla como si todo hubiera ocurrido hace minutos. Dice no recordar fechas exactas, pero puede nombrar a cada una de las personas que conoció durante aquellos años, los que estuvieron de su lado y del otro, a quiénes ayudó y a quiénes asesinó.
Los relatos oscilan entre la verborragia de quien tiene mucho para decir, pausas en las que uno se pregunta si está visualizando lo que cuenta, y momentos de risas, de bromas, en las que su cara muestra la expresión de quien narra lo ya vivido como algo pasado, que no tiene que volver a vivirse.
Es difícil asociar al Emmanuel que ahora mueve las manos sin parar, que revisa su celular inteligente varias veces, manda mensajes, atiende alguna llamada y canta con aquel, el que no sabe a cuántas personas mató, el que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para sobrevivir.
El desierto
Entre los relatos de su etapa más difícil recuerda algo como si hubiera ocurrido hace diez minutos. Habían pasado varios años desde el comienzo de la guerra. El ejército rebelde estaba diezmado y la hambruna los perseguía como la peor plaga. Los rebeldes estaban divididos entre los que apoyaban a John Garang, que buscaba victoria sobre todo el país a cualquier precio, y Riek Machar, que se conformaba con la independencia del sur de Sudán.
El desierto que los llevaría hacia Waat, en la frontera con Kenya, se posaba frente a ellos como un temerario Goliat frente a esas dos docenas de Davides, grandes y pequeños, todos desnutridos. Emprendieron el camino con la promesa que del otro lado habría más soldados de su lado, comida, educación, y tal vez, sus familias.
"Caminábamos en largas filas, paso a paso, uno detrás del otro; el desierto era infinito. Nos decían que no miráramos hacia atrás. Con la falta de agua y comida, la fila se hacía cada vez más corta –relata–. Algunos se intoxicaron por comer cualquier cosa y todos nos volvimos más débiles mientras caminábamos, las panzas nos crecieron y se nos notaban los huesos."
Emmanuel viajaba con dos de sus más cercanos amigos, Luam y Lual. Entre los tres corrían detrás de cualquier animal que pudieran encontrar. Ratas, serpientes, pájaros. Cualquier cosa era alimento. Sacaban líquido de las raíces de las pocas plantas que había, pero el sol del desierto no tenía piedad.
"Lo más difícil de todo eso fue cuando mi amigo Luam se enfermó, es que no quería alimentarse con ratas. En un momento estábamos ambos tirados bajo un tronco, me acerqué a él y olía a carne. La boca se me llenó de saliva."
En un último intento desesperado pidió a Dios que le trajera algo de comer antes de obligarlo a alimentarse de su amigo. Unas horas más tarde, otro niño, antes de morir, logró matar un pájaro, que cayó junto a Emmanuel.
Un puñado de soldados y niños sobrevivieron en el camino hasta un nuevo campo de refugiados.
Un ángel para su soledad
Jal habla despacio, en voz baja. Explica con muchas palabras cada cosa que dice y acentúa las más graves, que pronuncia en cada oración, en un inglés perfecto que aprendió de la mano de trabajadoras humanitarias como Emma McCune, una inglesa que lo adoptó y sacó del país.
Hablar de ella le llena los ojos de lágrimas, lo pone nervioso. Pide otra bebida. Me responde como si casi hubiera perdido la paciencia. Como si esa parte de la historia fuera solamente suya.
–"¿Qué querés saber de Emma?," dice, casi con desconfianza.
¿Cómo era, cómo la conociste, cómo te cambió la vida?
Emma fue como un ángel para mí, me salvó la vida. Estoy acá gracias a ella.
Emmanuel habla de Emma y no de las organizaciones para las que la inglesa trabajaba. Explica su experiencia con ella como el capítulo más feliz de su vida. Es que Emmanuel habla de sus años en capítulos: cuando era chico y vivía con su madre, una enfermera y corista de la iglesia local; cuando lo llevaron los soldados con la promesa de una educación; cuando se convirtió en soldado y asesinó; cuando volvió a lo que llama el mundo .
Ese mundo es al que llegó con la trabajadora humanitaria, escondido en un avión destartalado que llevaba soldados, oficiales y su nueva vida a Kenya. "Era nuevo para mí –recuerda–. El jabón, el baño, el chocolate, el mar, la escuela, todo era una aventura. Aunque todavía quería matar gente, matar musulmanes. Mi idea era robar un avión y regresar a Sudán. Tenía 13 años. Pero cuando fui a la escuela, las cosas cambiaron, aprendí a leer, descubrí Internet, conocí a muchos musulmanes buenos. Leí el Corán y la Biblia. Me di cuenta de que la gente había manipulado muchas cosas."
Emmanuel no está solo. Según organizaciones de derechos humanos como War Child y Unicef, aún hoy cientos de miles de niños son obligados a participar de conflictos armados alrededor del mundo.
Los expertos apuntan a que lo más problemático en estos casos es que a los niños les resulta extremadamente difícil incorporarse a algún tipo de normalidad, lidiar con lo que les ocurrió, con lo que fueron obligados a hacer, y que la cantidad de organizaciones y países dispuestos a ayudar a chicos que cometieron los más impensables crímenes es mínima. El dilema, dicen, es qué hacer con ellos, que cometen crímenes como asesinatos y torturas durante guerras en las que fueron obligados a participar.
De un lado están los que creen que estos ex guerreros deberían ser juzgados como adultos, como en el caso de Omar Khadr, un joven afgano-canadiense que tras haber pasado años en la prisión norteamericana de Guantánamo fue setenciado por el asesinato de un soldado norteamericano en Afganistán, cuando tenía 15. Otros dicen que estos menores son obligados a cometer crímenes y que deberían ser protegidos y rehabilitados.
Para Emmanuel, la única ayuda que había llegado en la forma de Emma desapareció cuando la inglesa murió en un accidente automovilístico. Nuevamente solo, en un país extraño y sin posibilidad de regresar a su Sudán natal, donde la guerra todavía ocurría, vivió en villas miserias, luchó por estudiar y comenzó a explorar su amor por la música.
"Me metí en el tema de la música cuando estaba en Kenya, pero entonces no sabía que llegaría a algún lado, lo hacía sólo para divertirme. Hacíamos recitales para juntar dinero para que los chicos de la calle pudieran estudiar", recuerda entre risas, mostrando su otra cara.
Entonces nadie más que un puñado de trabajadores humanitarios sabía quién era. Hoy, todos lo describen de la misma forma. "Alguien especial, con mucho talento". "El próximo Bob Marley", sentencia Peter Gabriel. "Alguien que usa su estilo de música único de una forma particularmente positiva", opina la gente de Oxfam.
Parece que nadie tiene nada malo para decir de este ex soldado que era muy joven para saber si quería serlo.
Historia repetida
Hace un año, Emmanuel armó las valijas una vez más y voló hacia Canadá, donde estableció un nuevo sello de música y continúa difundiendo su mensaje de paz y en contra del uso de niños soldados. Pero en casa, las cosas están peor que nunca. Según las Naciones Unidas, el uso de niños soldados continúa casi tan extendido como cuando Emmanuel cargaba un arma. Y en su país las cosas parecen haber retrocedido varios pasos, con una nueva catástrofe humanitaria producida por nuevas luchas entre tribus y el gobierno, que ya ha dejado decenas de miles de desplazados internos y refugiados, entre ellos los hermanos del rapero.
"Nuestro gobierno está atacando a su propia gente, hay una guerra. Es muy triste ver todo esto ocurriendo nuevamente. Dos de mis hermanos fueron asesinados recientemente y no puedo volver a casa. Mi familia está en un campo de refugiados, viendo cómo matan a civiles por nada. Todo el mundo está viendo la situación y nadie hace algo –se queja Emmanuel–. La última vez que hablé con ellos tuvieron que caminar muchos kilómetros hasta conseguir a alguien con un teléfono satelital. Me contaron que los están matando, que se están muriendo de hambre, que las rutas están bloqueadas y que no pueden salir. Es muy frustrante, pero me tengo que levantar todos los días y hacer algo, aunque sea hablar."
Un AK-47 por un micrófono
Decenas de miles de personas esperan ansiosas el recital. Quien toca es una de las más famosas estrellas de la música, la mismísima reina del pop, Madonna, que se contornea en el escenario al ritmo de sus propios ritmos y de algunos más africanos, de donde ahora se siente bastante más cerca.
Algunos metros más allá, Emmanuel trata de contar con música lo que, hasta entonces, pocos sabían de él.
Creo que sobreviví por una razón/ para contar mi historia/ para tocar la vida de otros/ toda la gente que lucha por allá/ las tormentas sólo duran por un tiempo.
La canción se llama War Child ( Niño de la guerra ), y es uno de los temas que lo catapultó a la fama hace casi 10 años. Para los británicos fue amor a primera vista. La historia perfecta. El cuento de hadas con final feliz.
Un álbum lleno de temas que cuentan, en ritmo de rap, la realidad de uno de los países africanos más golpeados por la guerra: Obligado a pecar, Muchos ríos por cruzar, La sombra de la muerte, Emma y Vagina , en la que relata la violación de una de sus tías, la que presenció cuando era apenas un niño.
"Para mí, la música se convirtió en un remedio contra el dolor. Curaba lo que sentía y mantenía mi mente ocupada. También comencé a usarla como una forma de comunicar mi historia, lo que me había pasado", explica.
Pero, ¿cómo se sobrevive todo aquello?
He estado en situaciones terribles, he hecho cosas malas. Todavía tengo las imágenes de esas personas que me miran. Es como si no estuvieran muertos. Si sobrevivís a todo aquello, no te lo perdonás. Nunca te podés olvidar de eso. Sé que no estoy solo, hay miles como yo. A pesar de todo lo que está pasando hoy tengo esperanza, porque si perdés la esperanza, no tenés fuerza para seguir. La esperanza es lo que te da libertad, lo que ilumina el camino.
Fotos gentileza Jairo Criollo, Warchild, Maggie McCune, Kemi Davies y Paul Williams