Desde que emigró de Japón, Kazunori Kosaka tuvo mil vidas. Viajó con presidentes, recibió al emperador, el hombre que hizo del estar en el lugar correcto en el momento indicado un arte
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Hijo de Shigejiro Kosaka, un exsoldado del Ejército Imperial, y de su esposa Shizuko, operadora de teléfonos, Kazunori Kosaka nació el 2 de abril de 1949. La Segunda Guerra, Pearl Harbour y las dos bombas atómicas habían dejado a sus padres casi sin esperanzas de un futuro promisorio. Hasta que un día, en 1954, Shigejiro leyó en el diario una oferta para trabajar en Sudamérica y comenzó a planear una vida para su familia del otro lado del mundo, en un lugar remoto llamado Argentina.
Fue un largo trayecto. Oriundos de la provincia de Aomori, en el norte de Japón, se trasladaron hasta Kobe. El plan era embarcar allí. En marzo de 1955 hicieron check in en el Hotel de los Emigrantes, lugar donde se juntaban los japoneses previo a las salidas. Pensaron que su estadía en el hotel sería breve, pero apenas se instalaron escucharon hablar de una revolución en Argentina, que resultó ser la Revolución Libertadora, y se cancelaron las líneas de navegación a Buenos Aires.
“Recién zarpamos en octubre. El viaje en barco duró dos meses”, cuenta Kosaka (”Kosaka san”, como se lo menciona, por respeto, al estilo oriental) sentado en el salón privado del Jardín Japonés en la Ciudad de Buenos Aires. Tenía seis años cuando se embarcó en esta aventura junto a sus padres y a sus dos hermanos, el mayor, Kazuhiko de ocho años, y el menor, Kazuharu, de cuatro.
-¿Qué recuerdan de aquel viaje?
-Sabíamos que veníamos “a la Argentina”, pero no sabíamos qué era ni dónde estaba. Vinimos en el trasatlántico holandés Tegelberg, en tercera clase. Era un carguero, no un buque de lujo como el Titanic. Viajamos en la bodega, no teníamos ventanas... Solo había camas y camas, pero nos entreteníamos. Teníamos amigos con los que jugábamos a las cartas y al tenis de mesa. Llegamos a Buenos Aires el 10 de diciembre de 1955. Después tardamos diez días más hasta llegar a Oberá, en Misiones, nuestro destino final.
-”La tierra prometida”. ¿Por qué eligieron Oberá?
-A mi papá le habían prometido 50 hectáreas para cultivar té. El gobierno de allá otorgaba terrenos... Imagínese que en Japón un arrozal tenía una hectárea. ¡Si tenías cinco hectáreas eras millonario! Así que pensar en 50 hectáreas era una barbaridad. No se si mi padre fantaseaba con que íbamos a ser millonarios, pero sí importantes
-¿Lo fueron?
-El pensó que le iban a dar 50 hectáreas para trabajar, pero lo que nos esperaba eran cincuenta “selvas”, con árboles, troncos... Si queríamos cosechar plantas de té, primero había que talar árboles centenarios, preparar la tierra y recién ahí sembrar. Nos instalamos en un rancho sin agua, mamá se asustaba porque estaba lleno de lagartos, hormigas y muy especialmente víboras cascabel o coral, que son muy venenosas.
-¿Lograron transformar el terreno?
-Mi padre solo alcanzó a tirar unos cuántos árboles, pero al tiempo cedió el terreno que le habían asignado a otro colono y nos mudamos a Aristóbulo del Valle. Trabajó de peón y cosechamos té para la familia Fontana.
-¿Cómo se adaptaron a la Argentina?
-En Misiones fui al colegio. Hice primero inferior allá y empezamos a contactarnos con los hijos de los patrones que nos enseñaron, a mi hermano mayor y a mí, qué era el fútbol. Nos hicieron decidir entre River (en japonés suena “Riberu”) y Boca (“Boka”) ). Y nosotros, que apenas habíamos entendido qué era el futbol, nos miramos y repetíamos “Riberu”, “¿Boka?”… y Boca era más fácil de pronunciar, así que nos hicimos de Boca -ríe-. Eso fue antes de que nos mudáramos a la Capital.
Porque en 1959 papá, un exsoldado condecorado con la Orden al Mérito del Emperador Hirohito, nos explicó que Misiones y cosechar té no era para nosotros. Su excusa siempre era que hacía todo por “el futuro de los hijos”. Incluso decía que había venido a la Argentina por nosotros. No se cómo consiguió trabajo en Buenos Aires, pero compró boletos de tren para venirnos a Capital y nos instalamos en la provincia, en Los Polvorines, donde fue peón en un vivero de una familia japonesa.
-En aquella zona ya había más familias japonesas.
-Había varias familias, incluso había un club social, “Norte”, con un instituto de idioma japonés. Pero el sueldo de mi padre no alcanzaba para pagar las clases, así que me las arreglé para aprender espiando por la ventana. La sensei (maestra, en japonés) a veces me veía y, debí haberle dado lástima, porque a veces salía y me conversaba.
Hasta el día que lo enterramos, papá no hablaba castellano. Mamá sí, porque trabajaba de mucama de lunes a sábados por la noche en una casa en Capital. Y como papá en ese entonces se había peleado con el jefe del vivero y se había embarcado en un barco pesquero en Mar del Plata, nos quedábamos los tres hermanos solos en Los Polvorines. Estudiar era mi manera de abrirme camino, iba al colegio por la mañana y por las tardes trabajaba en un vivero y hacía de niñero.
-¿Cómo lograste abrirte camino?
-Las limitaciones estaban, aunque luego mi padre volvió de Mar del Plata (otra vez se había peleado con su patrón, quizá saqué mi carácter fuerte de él) y comenzó a trabajarle el campo a la familia Hokama y nos asentamos. Dejó de ser empleado.
Siempre recordé cómo, en Japón, mi papá -un subofocial de Comunicaciones del ejército- practicaba Código Morse en casa por las tardes. Yo lo escuchaba fascinado y decidí seguir la carrera de telecomunicaciones, pero no encontré escuelas secundarias cerca que lo enseñaran. Hasta que me enteré de la Fuerza Aérea, en El Palomar, y entré a la Escuela de Aprendices Operarios. Al tercer año ya me recibí. A 16 años ya trabajaba en Comunicaciones en la Base Oficial de Aviación Civil (BOAC) y continué con mis estudios nocturnos en la ENET N°12 donde estaba hasta las once de la noche en Capital. Dormía cuatro horas por día en mi cama y el resto como podía entre la ida y la vuelta en el tren Retiro-José C. Paz.
-¿Mantuviste el contacto con la colectividad japonesa?
-Era joven, encontraba la forma. Los fines de semana me mantenía activo con la colectividad y, en el club Norte, conocí a la familia Shinji y a sus hijas. Me enamoré de Fumiko, ya entonces, y por ella me metí de lleno en cuanta actividad juvenil nos reuniera. Pero resulta que ella -seis años mayor- me veía como a un hermanito. Creían que era chico y nadie me tomaba en serio. Fue en esos tiempos que me convertí en detective privado…
-¿Cómo llegaste a convertirte en un detective privado?
-Y es que, además de las telecomunicaciones, siempre me gustó la investigación. Inclusive pensé en seguir Abogacía, Criminalística... pero me enteré que existía la carrera de detective privado y me anoté para hacerla por correo. Tenía unos 17 años, y por eso quedé preso -sonríe-.
-¿Preso?
-Es que, para el examen final, tenía que hacer una tesis. Elegí un banco, el Banco Provincial de San Miguel- y me puse a investigar, a anotar horarios, a ver cómo entraban la caja fuerte… pero me vieron tan sospechoso, un japonés anotador en mano, que me denunciaron a la policía y me llevaron preso. Me acuerdo que no había teléfonos, los Hokama le tuvieron que ir avisar a mi papá en el vivero para que me fuera a sacar. No me retó, el sabía lo que yo hacía, se mató de la risa. Nunca averigüé si me quedaron antecedentes penales, era menor, pero así como me ves, estuve preso en San Miguel – ríe a carcajadas-
Kosaka san, el empresario
Cuando tenía 24 años, Kazunori Kosaka se casó con Noemí, una nikkei (así se llama a los descendientes de japoneses) estudiante de arquitectura que había conocido en sus actividades con la colectividad. Con ella tuvo dos hijos, Federico y Verónica. Y finalmente logró dedicarse a las telecomunicaciones.
“Ya a los 18 años había hecho carrera y trabajaba con microondas en SADELCO. En 1970 empezó el conflicto limítrofe con Chile y en Presidencia de la Nación pidieron instalar un sistema de comunicaciones secretas entre Casa Rosada, la Quinta de Olivos y los aviones argentinos que patrullaban la cordillera. Precisaban cables coaxiles y yo sabía que había dos empresas japonesas que trabajaban en el país que podrían tener. Me contacté con Sumitomo/NEC y me respondieron que tenían, pero no entendían lo que les pedía. Entonces empecé a hablarles en japonés y se quedaron duros... ¡Terminaron pidiéndome que fuera a trabajar con ellos!
-La persona correcta, en el momento indicado…
-Y es que yo sabía de microondas por la aviación, era técnico en comunicaciones y hablaba japonés. La japonesa NEC tenía que llevar adelante un contrato con ENTel y necesitaba hacerse entender. Vi la oportunidad y les pedí tres veces lo que cobraba, se asustaron porque esa cifra era el sueldo de un gerente en Tokio, pero era eso o nada, el que no arriesga no gana. En diez días me llamaron, “estás contratado”. Así hice carrera en NEC y terminé siendo director de NEC Argentina. Luego llegaron los tiempos de las microondas, de las transmisiones de tevé a color, del Mundial de Fútbol, y de la sinergia Pecom NEC, con los Pérez Companc. Recuerdo que viajé con ellos, con el tiempo los llevé a “Goyo” y a su señora a conocer Japón. Volvió con una katana (una especie de espada japonesa que quería comprarse) que le costó miles de dólares.
Fui reconocido por el Gobierno del Japón en 1999, me declararon Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos Aires en 2018. Desde intendentes (por mi época se decía intendente y municipalidad), a presidentes, primeros ministros y emperadores, los pasé a todos.
-Mientras tanto, ¿cómo iba tu vida familiar?
-La familia es importante, pero supe separar, la familia de un lado y el trabajo del otro, nunca mezclé. Tenía mucho trabajo, me la pasaba siempre en reuniones o viajes y mismo cuando nacieron mis hijos, me avisaron y yo seguí trabajando. Eso afectó las cosas, pasaron los años y en 1985 me separé de Noemí, ahí me enfoqué en la empresa y en las actividades con la colectividad japonesa. Nos divorciamos en 1988. Me acuerdo que el juez que intervino, en San Martín, me dijo con cara de sorprendido “es el primer caso de un japonés que se divorcia” en Argentina. Nunca supe si fue cierto.
-Más tarde te reencontraste con tu primer amor, Fumiko...
-Nos reencontramos, ella tenía dos hijos, Mariela y Martín, y formamos una familia ensamblada junto a Fede y a Vero. Finalmente nos casamos en 1990.
Cuando me enamoré de ella yo tenía dieciocho y ella me llevaba seis años. Nadie pensaba que me gustaba Fumi y su familia no me tomaba en serio, por eso, mientras tanto, me enganché con otras chicas porque la chica que yo quería no me daba bolilla y por eso tuve tantas novias (ríe).
-Se percibe una picardía más argentina que japonesa...
-Tengo las dos cosas, creo que del japonés y del argentino saqué las cosas buenas. También tengo las cosas malas, escondidas en el bolsillo, pero las saco solo cuando es necesario. Y la viveza criolla es muy útil...
Fijate sino lo que hice en 1990. Fui invitado a Japón a la entronización del emperador Akihito (hoy, emperador emérito), éramos dos los representantes de Argentina en la fiesta y nos dijeron hicieron dejar las cámaras en la entrada. Recuerdo que exclamé “quiero una foto con el emperador” pero nadie creía que pudiera lograrlo. “Dejame a mí”, dije. Así, le hice señas al fotógrafo oficial, “vení, ponete allá, que me voy a sacar foto con el emperador”. Y, muy japonés, el asintió y obedeció. Al rato llegó el emperador e hice lo mismo: “Emperador, vení, vení -le dije, así informal-. Saquémosnos una foto”, ¡y el dijo sí!
Me hicieron la foto y otros invitados aprovecharon para sumarse. Pero me volví sin la copia, necesitaba conseguirla. Así que le conté al embajador en Buenos Aires: “No te hagas ilusiones, no va a llegar nunca”, me dijo. Pasaron diez días y de pronto me llamó todo sorprendido: “Kosaka san, llegó la foto que me dijo” –sonríe-. Fijate cómo se sumaron todos... Atrás de la foto dice “prohibido publicar” por lo que teóricamente no debería ni mostrarla, pero soy políticamente incorrecto.
Mil vidas: el Jardín Japonés
En el salón del Jardín Japonés, micrófono en mano, Kazunori Kosaka genera un silencio entre los invitados. Vinieron a celebrar el lanzamiento de su biografía “Kosaka Kazunori, mi vida”. “Llevaba años anotando datos y detalles de mi vida”, comentó. Agradece su presencia e intenta mostrarse impasible, aunque está emocionado al ver caras conocidas de la infancia y, en especial, a sus nietos. Pocos como él generan este respeto. Kosaka -”Kosaka san”, “Shachō” (presidente en japonés), “Presidente” o “presi” como se lo conoce en el Jardín Japonés- se sabe en su lugar en el mundo.
El Jardín Japonés fue inaugurado el 17 de mayo de 1967 en ocasión de la primera visita histórica de dos miembros de la familia imperial del Japón (el entonces príncipe imperial Akihito y la princesa Michiko, actuales emperadores eméritos). Su construcción, dentro del Parque Tres de Febrero, fue ejecutada por la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA) con el financiamiento de la colectividad japonesa en país como una ofrenda de gratitud hacia el pueblo argentino.
“Tras la visita imperial, el Jardín quedó en manos de la Municipalidad”, detalla Kosaka quien por entonces se hallaba inmerso en su carrera empresarial aunque “dedicaba mis fines de semana a la colectividad japonesa. Quería que alguna organización se metiera en la comunidad argentina, que interactuara, es por eso que colaboré, entre otras asociaciones, con el Centro Nikkei Argentino”, comenta.
Para 1989, “el Jardín se veía deteriorado, los peces se murieron y la colectividad se propuso rearmar el lugar. Se pidió dinero a la comunidad, incluso a Japón, y se construyó la Casa de Té, pero aquel proyecto soñado no se terminó y los números no daban”.
-¿Cómo entraste en escena?
-La municipalidad decidió cancelar el trato de cuidado que tenían. Pero, antes de pasarla a otra entidad, se lo ofreció a la embajada japonesa. Era eso “o se lo entregamos a una entidad argentina”. Me convoca el embajador y me dice: “¿usted se puede hacer cargo?”. El sabía que yo tenía buenos contactos empresariales y que estaba involucrado en la colectividad japonesa. Fue así que, en 1989, ayudé a crear la Fundación Cultural Argentino Japonesa, con un presidente y un consejo de administración y me retiré, seguí con lo mío.
Hasta que un día, a principios de 2000, me llaman. Volvían a tener problemas económicos, y me anunciaron que había sido electo presidente de la Fundación. “¿Yo?”, pregunté.
-¿Cómo reaccionaste?
-Por entonces ocupaba un cargo importante en NEC, tenía más libertad y cobraba un buen sueldo. Me senté a ver los números del Jardín y eran un rojo total, debían mucho y había que poner mucha plata. Pero acepté el desafío y, de mi bolsillo, eché a la mitad de los empleados y pagué indemnizaciones. También viajé a Japón a disculparme personalmente con instituciones japonesas que habían donado su dinero (muchas ya lo pensaban causa perdida) y me propuse revivir al Jardín. Cambié el traje, la gomina y la oficina, por el jardín y el aire libre.
-Ya van 24 años al mando como “presi”, ¿cómo cambió todo?, ¿cómo ves al Jardín hoy?
-Y es que, hasta ahora, nadie más se anima a ocupar mi lugar -ríe-. Con la Fundación Cultural Argentino Japonesa nos propusimos cuidar y mantener el jardín. Así, el 29 de septiembre de 2010 se ratificó el acuerdo con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con la presencia del entonces jefe de Gobierno, Mauricio Macri. Somos los guardianes de este espacio, que es de la ciudad y por eso soy estricto. Como en una empresa, para que pueda mantenerse, las cuentas tienen que cerrar.
Quiero que los argentinos disfruten del Jardín Japonés y con la cultura japonesa. Que las cosas funcionen, los peces estén sanos y que el lugar se mantenga en orden. Tampoco es que yo sepa muchísimo de cultura japonesa, pero me gusta rodearme de los que sí saben, escucharlos y darles un espacio para que puedan compartirlo.
-El Jardín es tan conocido que incluso vienen famosos de todo el mundo a verlo, como Rosalía...
-(ríe) A Rosalía me la trajo una periodista nikkei, mi “sobrina”, hinchó mucho y me insistió que la dejara pasar. Sabe que di orden de que nadie entre sin pagar su entrada. Me dijo que una cantante famosa, Rosalía, que tenía poco tiempo, y que nos quería visitar. Yo no sabía quién era, a mí no me mueven la vara los famosos. Ella vino, paseó y se estaba por ir cuando uno de los chicos, Tito Perdomo, me pidió una foto. “Mi nieta es fanática de ella”, dijo. Así que ahí me acerqué y me fui a presentar. Ella, que ya se estaba por ir, se bajó del auto y ahí nos hicimos la foto.
Al día siguiente se corrió la voz que había venido al Jardín y parece que fue un boom. Se había comprado ella misma su gorra del Jardín en la tienda -claro, yo no se la regalé- y la estaba usando por el mundo en su gira. Fue revuelo bárbaro, me dicen que ahora todos la vienen a pedir.
En el festejo por su libro, Kazunori Kosaka toma el micrófono e inicia el karaoke con su canción favorita, “A mí manera”. Entona en inglés, idioma que se empeñó a aprender de joven para así poder manejarse en el mundo de los negocios: “Viví la inmensidad, sin conocer jamás fronteras, jugué sin descansar a mi manera”.
“Viajé y disfruté, no se si más que otro cualquiera, y así logré vivir a mi manera. Tal vez lloré o tal vez reí, tal vez gané o tal vez perdí, ahora se que fui feliz, que si lloré, también amé, puedo seguir hasta el final... a mi manera”.
-A los 75 años, con tanto trabajo realizado, ¿pensás en retirarse?
-Si hay alguien que quiera ocupar mi lugar, con mucho gusto, pero hasta ahora nadie se ha animado a tomar mi puesto -sonríe-. El día que yo me retire de aquí, seguramente me inventaré otra ocupación para entretenerme.
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