El portero de ojos azules
Antes de salir, por las mañanas, ruego no toparme con él. Y cuando regreso, si veo que está en la puerta, doy una vuelta antes de entrar, con la esperanza de que se vaya
En cuanto lo vi me di cuenta de que a ese hombre yo no le gustaba. Aunque era la primera vez que me veía, me miró con desconfianza: de reojo, con los ojos entrecerrados, como si el contacto visual pudiera contagiarle un mal desconocido. Queriendo prevenir el futuro que pude adivinar, lo saludé con una sonrisa. Antes de que me dijera que no había hecho bien en usar el ascensor principal para subir la primera maleta de mi mudanza, le dije que tenía lindos ojos. Él se quedó mudo, con la boca abierta en un círculo de asombro. "Celestes –agregué–. Preciosos. Como los de mi abuela." No atinó a responder. A su edad, ya habría transcurrido mucho tiempo desde la última vez que una mujer le dijo algún piropo.
Han pasado tres meses desde entonces y debo admitir que mi estrategia no sirvió de nada. El portero me tiene aterrorizada. Antes de salir, por las mañanas, ruego no toparme con él en la puerta. Y cuando regreso, si veo que está en la puerta, doy una vuelta manzana antes de entrar, con la esperanza de que se vaya. No sé qué represento para él, pero no tengo la menor duda de que me detesta. ¿Será por lo que le dije aquel primer día?
No me dice buenos días, pero sí viene a tocar el timbre a reclamarme que las bolsas de la basura no se anudan de la manera como las anudo yo, sino con nudo estilo marinero. Aunque sabe que todos los lunes, miércoles y jueves vienen mis alumnos de los talleres de lectura a la hora en que él está en la puerta, jamás se digna a abrirles.
Una mañana, salí para tirar la bolsa de basura atada con el nudo de rigor, y ahí, a mis pies, justo frente a la puerta de servicio, sobre el piso, del lado de afuera, había una servilleta de papel cuidadosamente doblada, formando un triángulo. Sobre la servilleta, algo rugoso, pequeño, angosto como un lápiz. No supe qué era hasta que me agaché a mirar de cerca. Más tarde, ese día, le agradecí el regalo. Él aseguró que no sabía a qué me refería.
Esta semana, mientras daba una de mis clases, sonó el timbre. Ya habían llegado todos mis alumnos. Supe que era él. Estábamos comentando uno de los mejores momentos de una novela de J. M. Coetzee. Interrumpí la explicación que estaba dando y fui hasta la puerta. Sentí vergüenza de su voz; vergüenza de que mis alumnos se enteraran de mi impericia con los nudos. Le prometí que trataría de hacerlos mejor.
En cuanto terminé la clase fui a ver al administrador del edificio.
"¿Tendrás algún manual de nudos para prestarme? –dije–. Necesito aprender. Tengo pesadillas por las noches. No puedo vivir así."
El administrador, que no tiene ojos azules, pero sí una voz suave, me sonrió.
"Hace seis años que vivo aquí y yo todavía no aprendí a hacerlos bien –dijo–. ¡No le hagas caso, Mori!"
Lo mismo me dicen todos. Pero no me resulta tan fácil no hacerle caso. A veces hasta me siento un poco culpable: lo veo escondido detrás de un árbol, como una sombra, como un ladrón, a la hora en que los que vivimos en el edificio solemos volver a casa, y me da la impresión de que él nos teme mucho más de lo que nosotros podemos temerle a él. ¿Por qué se escondería, si no fuera por eso? ¿Para no sentirse en la obligación de saludar o abrir la puerta? ¡Pobre portero de ojos azules!
A veces pienso si no me haría bien volver al psiquiatra. Aunque tal vez lo mejor sería mudarme.
Eran las siete de la mañana y yo había abierto la puerta de servicio para sacar la bolsa de basura atada con un nudo de antología. A mis pies, sobre el piso, vi la servilleta. Limpia, blanca, perfectamente doblada formando un triángulo. Sobre la servilleta: la caca de un perro. Negra. Seca.
"No le hagas caso", me dicen. Y yo trato. Pero a veces no es tan fácil ignorar algunas cosas. Las noches en que no tengo pesadillas, sueño con que me mudo a otro lugar. Es un edificio bajo, frente a un río en cuyas márgenes crecen los sauces. Yo remo sobre un bote inflable. O nado contra la corriente. O izo las velas de un velero blanco. Ya no tengo miedo de volver a casa. En esta nueva morada, aunque todos somos marineros, cada quien anuda su basura como quiere.
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