Obsesivo de la vanguardia culinaria, incorrecto y cruel con sus pares, pero, sobre todo, muy exigente, Dante Liporace fue el elegido para que la alta cocina llegara a la Casa de Gobierno. De la espuma de pizza a la mesa de Mirtha Legrand, el perfil del hombre que alimenta a los empleados del poder central.
Por Gonzalo Bustos / Fotos de Vera Rosemberg
Llamame a las dos camareras –le dice dante Liporace a su jefe de cocina, Ezequiel Mendoza Paz, mientras emplata un salmón trozado. A su lado, un ayudante mira cómo el chef de la Casa Rosada decora los pedacitos de pescado dándoles una forma circular para luego rodearlos de una salsa de color naranja. Los bordes dorados del plato brillan.
–Están las dos ocupadas, Dante –le responde Mendoza Paz unos minutos después.
–Las necesito a las dos. Ahora.
Dante Liporace, el chef de 40 años que desde el verano de 2016 tiene a cargo el área gastronómica de Casa de Gobierno, es duro y minucioso. Crudo en sus formas y un detallista obsesivo –al borde del inconformismo– con su trabajo. Un ser decidido que busca diferenciarse del resto. A veces, sin importar cómo.
–A mí no me interesa que la gente me entienda –dirá después de posar para la lente de la fotógrafa de Brando–. Que no entiendan, pero que les guste. Y que después empiecen a indagar.
Desde su ingreso en la escena culinaria porteña en 2007, Liporace se ubica en un extremo opuesto y solitario. No está dentro de ninguna de las agrupaciones de cocineros (como ACELGA y Gajo), no participa en ferias, no trabaja en televisión. Dice que solo le gusta estar en la cocina y que no tiene amigos cocineros porque no le aportan nada.
–Acá en Argentina decir lo que uno piensa es complicado. Siempre te critican por decir lo que pensás. Si vos decís algo, sos un hijo de puta, no sos sincero.
Liporace ha usado sus redes sociales y entrevistas para criticar a figuras como Narda Lepes y Francis Mallmann, quizás el cocinero argentino más reconocido en el mundo. “Te cocina 200 gramos de carne y te quema 400 bosques”, dijo. Por declaraciones como esas se ha ganado la enemistad de sus colegas.
–Critico o critiqué a Mallmann por su trabajo, no como persona. No me gusta su trabajo –explica–. Después salen los defensores con un cartel de Superman.
Las mochilas pasan por un escáner. los celulares, encendedores y elementos de bolsillo van dentro de una caja plástica. Después de los controles, una mujer de unos 50 años, con la piel oscura y rasgada que viste una camisa blanca y un pantalón negro impecables, nos guía dentro de la Casa Rosada. Avanzamos por el patio interno, ingresamos por una puerta lateral y subimos dos pisos. Las paredes amarillas están siendo pintadas, hay papeles en el piso para cubrir el salpicón, baldes, herramientas. Un lugar en construcción.
Un pasillo angosto. Del lado izquierdo, una oficina –también angosta– estilo pecera: los vidrios dejan ver dos escritorios apiñados, un mueble de melamina blanca que arriba tiene sartenes, ollas pequeñas y utensilios, una heladera plateada en un rincón. En el fondo del pasillo, la cocina.
Un batallón de 15 hombres que apenas superan los 30 años –hay una sola mujer, encargada de la pastelería– cortan limones, empanan milanesas en cantidades industriales, limpian las mesadas metálicas que son las diferentes islas del servicio. Las paredes son blancas, algunas de azulejos y otras de concreto con parches. En el centro, hay un horno eléctrico del tamaño de una heladera, estanterías con platos y elementos de cocina. En un costado, un hombre arregla una cocina con las perillas desatornilladas y los cables a la vista. Acá no se usa gas. Son algo más de las 10 de la mañana de un lunes de junio, todavía no hay olor a comida y resuena un permanente sonido metálico: golpes y cortes. “Oído”, se escucha, como respuesta a todo. Antes esto no era así.
–Antes la gente no pagaba ni los tres pesos por miedo a encontrarse cucarachas en la comida –cuenta Marina Pérez Alati, del Departamento de Administración de Servicios–. La comida se servía directamente en las bandejas de aluminio, como en las series de presos.
Cuando Liporace se hizo cargo de la cocina de la Casa Rosada fue para relevar el estado del lugar. Le llevó tres meses acomodar todo. Limpió, contrató gente para arreglar las máquinas, capacitó al personal, cambió el menú. Se convirtió en el chef de un gobierno del que siempre estuvo a favor e invita a chequear en retrospectiva su cuenta de Facebook para confirmarlo.
–Cuando todos estaban contentos con el otro gobierno, yo no lo estaba –dice–. Este gobierno trabaja mucho y realmente busca un cambio. Soy coherente y sé que en un año y medio nadie puede hacer magia, más con los quilombos que siempre tuvo este país.
En moreno, el restaurante que abrió cuando volvió de España después de seis años, Liporace sirvió una pizza que se comía con cuchara. Una copa de Martini con una espuma a base de provolone: el sabor de la clásica pizza italiana llevado al extremo de la alta cocina en búsqueda de un sabor irreal. Platos como ese o como un chupetín de ostras con yogur lo hicieron de un nombre. Sus técnicas vanguardistas y creaciones de una modernidad surrealista le valieron prestigio y, al mismo tiempo, acusaciones. Se lo tildó de pretencioso y egocéntrico, dos rótulos que resultan comunes en el mundo culinario.
De un modo u otro, Dante no tardó en sobresalir en la escena gastronómica porteña que comenzaba un período de expansión.
–La gente decía: “¿Qué poronga estoy comiendo?” –recuerda, mientras recuesta su cuerpo sobre su silla de oficina. A sus espaldas, la heladera refleja la luz que atraviesa los vidrios.
Liporace tiene una visera que deja en sombras sus ojos pequeños y resalta el espesor de su barba enrulada, dándole un aspecto redondeado a su cara. No se quita la gorra, salvo ocasiones: en lo de Mirtha Legrand lucirá una calva recién afeitada. La chaqueta que tiene puesta es de Tarquino, el restaurante que lo llevó a la fama y que abrió luego del viaje surrealista de Moreno, el sueño húmedo de la experimentación culinaria del que despertó dos años más tarde.
–Tarquino lo pensé como restaurante de alta cocina argentina. En ese momento, no existía la alta cocina argentina. Fue un antes y un después –dice con seguridad–. Moreno fue más innovador, pero con Tarquino metí la innovación en el paladar argentino.
En Tarquino, un lugar en el que cenar salía alrededor de $1.500, Liporace alcanzó lo que hasta el momento parece ser su obra cumbre: la Secuencia de Vaca, un menú degustación de nueve pasos que proponía un recorrido por el animal de cabeza a rabo.
–Un años antes, en 2009, me habían invitado a España para hacer una Secuencia de Liebre. Entonces dije: “Voy a replicarlo con la vaca”.
Cuando la Secuencia de Vaca comenzaba su recorrido, The New York Times lo reseñó. “Liporace ha sabido combinar métodos modernistas con los fuertes sabores de la cocina argentina. La comida que sirvió tenía sus partes de espumas, esferas y emplatado artístico, pero, en su esencia, era atrevido y valiente. Dio en el blanco con un plato de langostinos, tripa y mollejas, un ménage que sonaba raro pero que ofreció una textura sublimemente delicada y un sabor untuoso”, escribió el crítico Peter Kaminsky.
–Tuve la suerte de que The New York Times se hizo eco, hizo una nota grande, y viste que en Argentina primero te da bola el Times y después acá.
–La Secuencia de Vaca no era a la parrilla y acá la carne suele ser asada.
–Es cultural. Sigue siendo buenísima la carne a la parrilla, a mí me fascina. Pero me parece que hay otro tipo de cosas para hacerle a la carne, u otras cocciones y después terminarla a la parrilla. O las guarniciones prepararlas a la parrilla para que tengan ese sabor. Me parece que la parrilla debería trascender a lo que es el asado como método de cocción, habría que usarla para otras cosas.
De eso se trata la cocina de Liporace. De la experimentación como vehículo para sus creaciones. Un camino de tierra que le ha valido tropiezos, golpes y pérdidas económicas (reconoce que ni Moreno ni Tarquino, dos proyectos de sumas de elite, fueron rentables), pero que lo define en cada paso.
Bahía blanca es una ciudad gris. ubicada 600 kilómetros al sur de Capital Federal, es el centro de la región baja de la provincia de Buenos Aires. A pesar de eso –y de contar con un shopping, un centro comercial con pretensiones, universidades y un estado de expansión–, su paisaje de casas bajas tiene algo de desolador y cierta lógica de pueblo pequeño.
–Es una ciudad grande, pero tranquila y chata –dice Martin Viozzi, amigo de Liporace desde que ambos tenían 8 años, que aún vive en Bahía–. A Dante no le gusta, nunca le gustó. En los últimos 10 años debe haber venido dos veces.
Dante Liporace creció como el hijo único de una madre soltera que pasaba gran parte de su tiempo trabajando. Viozzi cuenta que de chico era verborrágico, mandón y de meterse en problemas en la escuela. Tuvo que pasar por tres colegios para completar el secundario. Lo echaron dos veces por problemas de conducta.
–Era el calco de lo que es hoy –dice Viozzi–. Un tipo muy enérgico.
Toda esa altanería se edulcoraba cuando estaba con sus abuelas, con las que pasaba gran parte de su tiempo, especialmente los fines de semana. Con ellas se adentró en la cocina. Una, de origen sueco, cocinaba con especias –jengibre y clavos de olor–; la otra, que era italiana, se centraba en la cocina tradicional, pero de elaboración puntillosa.
Lo primero que el niño Dante cocinó fueron unos ñoquis de calabaza. Tenía 11 años cuando leyó la receta de un libro y los preparó.
–La vocación siempre la tuvo marcada. Muy influenciado por la comida italiana de la abuela, estuvo enfocado en esa cocina –dice Viozzi–. Se mandaba a cocinar, a hacer cosas. Metía su impronta, a veces hacía cualquier pelotudez, pero siempre tuvo esas ganas.
Cuando terminó el secundario, Dante tuvo algunos trabajos como vendedor de autos y como administrativo en el ferrocarril de la zona. Estaba por empezar la carrera de Marketing cuando vio una publicidad de la escuela del Gato Dumas en un resumen de tarjeta de crédito. Se anotó. Viajó a Buenos Aires cada fin de semana. Dormía en lo de su tía y volvía a casa los lunes. Después empezó a trabajar en pequeños restaurantes, se instaló en la gran ciudad y no volvió más.
–Me aburría en Bahía, no tenía para ofrecerme lo que quería –dice Liporace–. A los 12, 13 años, cuando empezás a pensar otras cosas, me empezó a quedar chica. Ya me quería ir. La gente de Bahía es muy chata. No está bueno.
Liporace sobrevivía en buenos aires. rotaba por restaurantes más con el objetivo de ganar experiencia que por el sueldo. Los pocos pesos que ganaba se incrementaban con la ayuda de su madre. Puerto Madero y Las Cañitas fueron algunos de los polos gastronómicos en los que trabajó tras recibirse. La alta cocina era un sueño que miraba en televisión y en libros. Hasta que recibió un llamado de un amigo que vivía en España. Necesitaban un ayudante de cocina en dos semanas. Pidió plata para sacar un pasaje y se fue.
Era comienzos de siglo y el chico que siempre había querido escapar de su ciudad estaba en el Viejo Continente, en la casa de la cocina más vanguardista. Cobraba € 800 al mes y vivía con amigos.
–Fue durísimo. Era pasar de la nada a un restaurante de muy alta cocina –cuenta–. Un lugar que hacía comida muy elaborada. Fue difícil, en cuanto al ritmo y al trato de la gente. Me costó mucho.
Aprendió técnicas, combinaciones de sabores, conoció ingredientes que creía inexistentes. Se crio dentro de cocinas duras, de lógicas verticalistas y donde el destrato parecía el modo correcto de trabajo. Se endureció soportando embestidas, viviendo donde podía y como podía. Y cada temporada mandaba un currículum a El Bulli, el restaurante de Ferran Adrià, el chef más rupturista de la cocina moderna por ese tiempo. Un mesías en cocina de vanguardia, la meca de Dante. No fue hasta 2006, en su quinto año en el exilio, que lo llamaron.
–Eran seis meses haciendo lo mismo, toda la temporada sin cobrar un peso. Laburaba todos los días –recuerda Dante–. Vivía con ahorros alquilando un departamento con cinco pibes más.
En El Bulli fue escalando hasta lograr incluir platos en el menú. Lo primero que hizo fue un aperitivo con remolachas y frutillas. Después de esa temporada, volvió a Argentina. Pero en 2009 lo invitaron a cocinar. Ahí conoció la Secuencia de Liebre.
Hoy, el menú para los funcionarios de la Casa Rosada cuenta con ocho opciones de entrada, ocho de plato principal y ocho de postre, más diferentes guarniciones. El de los empleados es un plato único, diario y tiene una opción fuerte, una light y otra de ensalada. La carta, que se renueva cada tres meses, incluye un menú vegano todos los lunes.
Ubicado al lado de la cocina, el comedor de la Casa de Gobierno es una espacio amplio, claro y moderno. Las paredes tienen diseños en colores tenues, las mesas y las sillas son blancas, los televisores transmiten noticias. Es un lugar impío que huele a perfume. Desde algunas de las mesas es posible ver la cocina. Acá pueden comer 640 personas: 40 funcionarios y 600 empleados. Los días con eventos, la cocina puede llegar a alimentar a más de 1.000 personas.
–Al principio, la gente se quejaba porque tenía que pagar $25 el almuerzo, algo ridículo –cuenta Marina Pérez Alati–. Después fue superbienvenido. Nos decían: “Gracias, qué lindo que es saber que podemos comer acá”.
El cambio no solo incluyó limpieza y aumento de tarifas (hoy los empleados comen por $65 y los funcionarios por $250), los platos llegaron a otro nivel. Los guisos y las milanesas fueron suplantados por puré de manzana, sopas frías, cerdo.
–La idea era hacer una cocina sencilla, pero con una vuelta. Ellos tienen un tema en que no gastemos mucha plata. A partir de eso inventamos un menú, variamos –cuenta Liporace–. Y hubo una bajada de línea de que nadie podía pedir algo muy raro, por más que fuera funcionario.
–Para Dante fue un gran desafío –cree Pérez Alati–. Es una gran experiencia cocinar para tanta gente en un solo momento. Llevó adelante superbién trasladar sus estándares de calidad a 700 personas.
Todos los mediodías, Liporace se pone al frente del despacho. Está en el armado de platos, en los tiempos y en la calidad del servicio, principalmente en el menú de los funcionarios. Es, además, el encargado de cocinar para Mauricio Macri. Confiesa que uno de los motivos por los cuales aceptó la propuesta laboral fue porque le gusta cocinar para presidentes. “Saben comer”, dice. Ya ha cocinado para Bush padre, Jimmy Carter, ministros de Vladimir Putin, y preparó un menú de cítricos, salsa ranch y carne en la visita de Barack Obama de 2016.
Para Macri, que cuando está en la Casa Rosada almuerza allí, hace platos livianos con muchos vegetales y cocina la carne jugosa. Hace un tiempo, el presidente pidió una sopa fría. Liporace inventó una de tomates y manzanas que se convirtió en la favorita del primer mandatario.
El rostro está levemente girado hacia un costado, la mirada retenida en un punto ciego, el gesto forzado. Mientras la cámara lo retrata, Dante Liporace se muestra algo incómodo, como quien no controla la situación. Pregunta una y otra vez si está bien así. Sugiere que es mejor ir a otro lado a hacer las fotos, que esa parte de la cocina no le gusta mucho. Aguanta unos minutos, dice: “¿Ya está? Ahora vengo”, y se va.
Marina Pérez Alati conoció a Dante cuando Tarquino abrió en la parte baja del Hub Porteño. El restaurante se encargaba de toda la actividad gastronómica del hotel: desayunos, almuerzo, eventos.
–Es un tipo muy estricto. Muy exigente con él mismo y con los demás. Un perfeccionista de su cocina –dice Marina, que volvió a coincidir con Dante en la Casa Rosada–. Tiene un carácter fuerte, pero es una persona de oro. Siempre ayuda a sus empleados.
Al rato de que se va Liporace, Marina nos dice que no hay muchas más opciones donde hacer las fotos. Que Dante la está puteando, pero que para ir a otras zonas de la Casa Rosada es necesario un papelerío que demora días. Entonces, las fotos continúan ahí, en la cocina. Cuando vuelve Liporace, pide que terminemos rápido.
–Forjó su carácter a lo largo de toda su vida. Pero más en Europa, donde trabajó en un restaurante como El Bulli, que no deja pasar una y la exigencia es total –sigue Pérez Alati–. El que no trabaja a ese nivel no puede trabajar en un restaurante así y él traslada eso acá.
–Siempre tuvo la virtud o la desgracia de decir lo que piensa –agregará Martín Viozzi por teléfono–. Siempre fue muy frontal y eso le ha traído problemas.
–Le cuesta controlar su carácter en determinadas oportunidades –larga Pérez Alati y la voz se le contrae.
Duerme menos de cinco horas diarias. Dante Liporace se levanta alrededor de las 7 de la mañana, llega a la Casa Rosada a las 9 y se va pasadas las 16. Por la noche trabaja en Up Town, el bar neoyorquino de moda en la noche porteña. Cuando llega a su casa lee o mira series. Además de todo eso, sigue indagando sobre cocina. Pérez Alati cuenta que hace unas semanas estaba en su oficina comprando libros de cocina por internet y no le entraba el pago por la cantidad de dinero que había gastado.
–Todo el día está viendo, leyendo, estudiando –refuerza.
–¿Qué implica la cocina para Dante?
–Todo. Es su vida. Implica perfección, inventar cosas nuevas siempre, mirar el plato cuando vuelve después del comensal. Ver qué quedó, por qué quedó.
Esa obsesión la traslada a Up Town, donde a pesar de ser un bar, aplica sus conocimientos y sofisticación en una carta de diversidad étnica. Es capaz de ofrecer una banana cubierta por barba de dragón y aceite de sésamo, por ejemplo. Liporace mete la alta cocina y la vanguardia en todo lo que hace.
–La alta cocina tiene que darte un disfrute diferente al de la comida tradicional. Que te lleves otra sensación, algo más que haber comido: algo en la cabeza que te trasladó, un concepto que te convenció –dice Liporace–. No es solo irte con la panza llena, te tiene que quedar algo más.
Con esa idea abrirá un nuevo restaurante el año que viene. Un bodegón de alta cocina. Un proyecto que, dice, tendrá su impronta como ningún otro. Serán las clásicas recetas ítalo-españolas llevadas a otro nivel. Si en un momento de su carrera buscó reinventar el concepto de la carne, hoy va por la transformación de la comida de inmigrantes. Elevar lo tradicional.
Este proyecto, que probablemente llevará su nombre, promete un menú de platos principales, rompiendo con su costumbre de degustación. Además, incluirá un bar con el objetivo de sumar ingresos.
–Este lugar tiene que ser rentable. Porque ya estoy grande. Es divino todo esto, pero también hay que ganar plata –reconoce–. Por eso hago muchas otras cosas para ganar plata y poder seguir haciendo la línea que quiero dentro de un restaurante.
Si las cosas marchan como espera, Liporace cree que estará un paso más cerca –quizás como nunca antes– de concretar su plan de abrir un restaurante en Nueva York, la ciudad que lo fascina.
–Después de eso solo me queda ver crecer a mi hijo y acomodar un poco mi vida fuera de la cocina. Eso es algo que no pude lograr. Pero no quiero dejar de hacer todo lo que hago en cocina por lo otro.
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