El poder del perfume de Agustina Rosas
- -Abre los postigos.
- -Sí, señora –murmuró con temor la negra, que acababa de aderezar la cabellera de su patrona con diademas y peinetas, y sacado a relucir del tocador cuanto broche y collar tuviere la hermana menor del Restaurador.
En la casona de patios sombreados por gigantescos rododendros y atrevidas enredaderas, la oscuridad de aquellos días sombríos se vio de pronto iluminada por lámparas de querosén y velas destinadas a los Santos de la Catedral. La patrona había ordenado que la sala que daba a la calle Tacuarí se vistiese de gala como si fueran a dar una fiesta.
- -¡Enciendan hasta las antorchas! –había exigido con esa severidad que llevaba en la sangre, la misma con la que procuró enderezar toda su vida al rebelde Lucio, su primogénito.
Agustina Rosas podía ser incluso más rigurosa que su esposo, el general Mansilla, veterano de guerra. Sus hijos temían más a los castigos de la madre que a los del padre, pues Agustina era firme y consecuente con las reglas que imponía.
Aquella noche, sin embargo, estaba sola. Su esposo en el Hotel de París, aguardando el curso de los acontecimientos, y sus hijos a buen resguardo de las turbas enloquecidas. Sola, pero nunca indefensa. A pesar de su aparente fragilidad, que la hacía encantadora a ojos de federales y unitarios, Agustinita Rosas, la menor, poseía una voluntad de hierro y un coraje a prueba de valientes. Educada en los primores de la cultura francesa cortesana, a la hora de actuar no se andaba con vueltas, sin embargo; en esas lides era bien criolla.
La criada abrió de par en par los postigos, que arrojaron inesperado resplandor sobre la vereda. Primero, un aroma delicado y penetrante, por todos conocido, invadió la calle embarrada por la llovizna y los pisotones de las hordas. ¿Sería ella? ¿Incluso en estos momentos de terror se ocuparía de perfumarse la hermana de Rosas? Se sabía que Agustinita misma preparaba el elixir que anticipaba su presencia en los teatros y salones.
Y entonces, todos la vieron.
Igual que en un escaparate magnífico, Agustina Rosas de Mansilla apareció sentada frente a la ventana como una reina en su trono, ataviada con un lujoso vestido de sedas y encajes, enjoyado el cuello bajo los bucles, relucientes los ojos negros, serena y majestuosa su belleza tan mentada. Una mujer sola, enfrentada al odio de los enemigos. Callada, como solía ser, y firme, como lo era siempre. Una muñeca refinada a la que todos habían querido o adulado durante los años de dictadura, una princesa mimada y protegida a la que algunos amaron en silencio respetuoso.
Una mujer que no temía a nada.
La visión impactó a los que gritaban mueras en su puerta, y tuvo la virtud de imponerles respeto. No se sabe si fue el perfume aquel, famoso en las tertulias porteñas, recuerdo de tantas gratas visitas al saloncito de costura de la señora. El caso es que esa noche, la casa de los Mansilla se salvó del odio que arrasó Buenos Aires.
(NOTA DE LA AUTORA: la historiadora María Sáenz Quesada da cuenta de este episodio singular, citado en sus memorias por un nieto de Agustina Rosas, Daniel García Mansilla, sin que se sepa con certeza la fecha, aunque se supone después de Caseros, cuando la ciudad de Buenos Aires quedó a merced de turbas enfurecidas)
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