El plaza, un lugar de mil estrellas
Inaugurado hace 107 años, fue el primer hotel de lujo del continente. A punto de cerrar para ser remodelado, sus salones contienen gran parte de la rica historia porteña
Es Buenos Aires una mañana de primavera. Desde la plaza San Martín empieza a subir el sonido de los instrumentos. El hombre, tirado en la cama de la habitación que da a la calle, lo escucha. Se levanta, se acerca a la ventana. Desde ahí ve a un grupo de jóvenes que, en clave de jam-session, le regalan una serenata. Louis busca un bolso, saca su trompeta dorada y con ella en la mano va hacia la ventana. Durante más de una hora estará ahí: Louis Armstrong en el balcón de su habitación del Plaza Hotel, mirando los árboles y la estatua de San Martín, improvisando con desconocidos una música irrepetible. Él nunca más volvería por Buenos Aires, y nunca más nadie haría sonar una trompeta en ese balcón.
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Danny Bodman T.D. Lemon Novecento nació en la bodega de un barco gigante que iba de Nueva York a Europa, y de Europa a Nueva York. Nunca bajó a tierra firme: su vida pasaba a razón de dos mil huéspedes por viaje. En su infancia, aprendió a tocar el piano. Se convirtió en leyenda: la leyenda del pianista en el océano. Quienes lo escuchaban tocar, cuenta Alessandro Baricco en Novecento, sabían que era algo que se veía una sola vez en la vida. Esos dedos mágicos…
La vida de Danny Bodman T.D. Lemon Novecento, el pianista que no necesitaba bajar al mundo porque ahí no había un final y en su barco y en su piano sí, es algo así como la vida dentro del hotel Plaza. Todo lo que hay en el mundo entra, entrará o ya entró en él. Se inauguró hace 107 años, en 1909, y recién el año que viene cerrará por primera vez. ¿Y el final? ¿Podría indicarme el final? Todavía no hay fecha definida, pero será un final falso: el hotel fue comprado en $ 280 millones por los Sutton (dueños, entre otros, de los hoteles Alvear), y la intención es mantenerlo cerrado por dos años para hacer una reforma estructural, modernizar el edificio y revalorizar el lujo –histórico– que siempre tuvo el hotel. Hasta hoy, el hotel fue de la familia de su creador y luego formó parte de la cadena Marriott. Su creador fue Ernesto Tornquist, un despachante de aduana, banquero, comerciante, terrateniente, filántropo, y hotelero al fin, que tuvo la idea de darle a su ciudad el primer hotel de lujo del continente. Casado con Rosa Altgel, una sobrina suya quince años menor con quien tuvieron trece hijos, Tornquist quería que el hotel fuera el edificio más alto de Buenos Aires (y lo fue, hasta 1910). Como siempre sucede en estas historias, uno de los protagonistas principales fue un capricho. Cuando comenzó la construcción del hotel, los planos indicaban que la estructura, hecha sobre un esqueleto de acero, trazara en la esquina un ángulo de noventa grados. Sin embargo, Tornquist vivía junto a su familia en una casa enfrente y Rosa, que disfrutaba mucho de tomar sol en la terraza, le rogó que no construyera algo que le tapara el sol. El marido habló con Alfred Zucker (el arquitecto alemán a cargo de la obra, responsable de muchos de los grandes edificios de fines de siglo XIX), y se cambiaron los planos: el hotel tendría una diagonal en la esquina. Así, la luz del sol quedaba asegurada y –esto no podían saberlo– el capricho se convertiría en una de las características más emblemáticas y conocidas del hotel: esa esquina cortada que no parece tener lógica.
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Año 1964. Llega a la Argentina el General Charles De Gaulle. Con Perón exiliado en España, los diarios de la época lo cubrieron como el evento político del momento. Lo era. La visita del presidente de Francia fue parte de una gira por América latina. Para el hotel fue una revolución. No sólo se extremaron las medidas de seguridad, sino que, dado la altura de De Gaulle (1,96), tuvieron que construirle una cama a medida, la misma que años después usaría el actor norteamericano Rock Hudson (1,93).
Un año después, llegó de visita el Sha de Persia junto con su esposa Farah Diva. Se hospedaron en la suite fundador: 151 metros cuadrados, un cuarto, un escritorio, living, comedor, vestidor, más tarde cocina (esa es otra historia)… Para la ocasión, se redecoró todo a nuevo. Se encargaron dos pinturas en paneles italianos a la témpera (cuadros que aún decoran la habitación), y se colocaron artículos de lujo pertenecientes a la familia Tornquist. Como si estuviera en su Teherán natal, la visita del Sha quedó como una de las más glamorosas de la historia del hotel, que hasta preparó un banquete de bienvenida con perlas incluidas en sus platos.
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El Gran Comedor fue el primer restaurante del Plaza. Un salón gigante decorado con arañas fastuosas y pinturas gigantescas en cada pared. Para entrar era requisito estar vestido con traje, para que nadie desentonara. No era, sin embargo, privativo para quien pasaba por allí y se le ocurría entrar en un rapto de espontaneidad: para aquellos que no tenían la vestimenta apropiada, el mismo hotel tenía a disposición decenas de trajes para prestar. La tradición se estiró hasta el presente, pero sólo para los encuentros del Rotary Club. Si alguno no tiene un traje a mano, el hotel le presta. El Gran Comedor cambió en 1925, cuando la cocina pasó al mítico Grill del Plaza, que estuvo abierto desde el primer día en 1909, pero era reservado para aquellos que no querían vestirse de etiqueta. El Gran Comedor quedó como salón de fiestas, construido unos metros sobre el nivel de la calle para así evitar que los curiosos que pasaran por la cuadra espiaran lo que sucedía.
El 20 de julio de 1969, el hombre llegó a la Luna. Los tres tripulantes del Apolo 11, Neil Armstrong, Edwin Aldrin Jr., y Michael Collins, pasarían a la historia. Tres meses después, Armstrong y Collins darían una conferencia en Buenos Aires, justamente en el hotel Plaza, donde se hospedaron. Pocas veces se recuerda una asistencia mayor. Quienes lo vivieron recuerdan al hotel rebalsado de gente. Micaela Fernández Laya, parte del staff del Plaza desde 1996 y actual directora de Alimentos y Bebidas, cuenta el evento como si ella misma hubiera estado ahí. En su modo de hablar, apasionado, agradecido, el Plaza parece ser la constelación para la que nació. En rigor, todos hoy en el Plaza llevan con honor su pertenencia. Donato Mazzeo, chef ejecutivo, saluda a todos los que pasan por su cocina. Llegó al hotel por primera vez de muy chico, de la mano de su padre, Francisco Mazzeo, uno de los bodegueros emblema que tuvo el Plaza. Entró a trabajar, como Micaela, en 1996. Habla con la voz gastada, como si cada noche, después del servicio, saliera por los bares con una banda de rock. La cocina, a su cargo, parece tener algo de aventura. Para esta nota, prepara los famosos huevos Po Parinsky: un pan de molde, dos huevos, champignones, salsa demi glace –hecha en el hotel en un proceso que lleva días–, y distintos toques de gracia irreproducibles en un fragmento de crónica. Según los estudiosos de la historia de la cocina, es uno de los tres platos más famosos inventados en la Argentina junto al revuelto Gramajo y los sorrentinos. Su autor original fue el cocinero italiano Beneducci, encargado de la cocina del Plaza en la década del 40, la misma década en la que llegó Pedro Muñoz. Maestro de Francis Mallmann o el Gato Dumas, fue el gran emblema de los fuegos del Plaza. Entre otros, le cocinó especialmente a Nat King Cole. El músico llegó al hotel un día de paro general en el que no había nadie más en la cocina que Muñoz y dos ayudantes. Cole le rogó que le cocinara algo y Muñoz le dijo que sólo a cambio de un pequeño recital privado. El músico, por hambre o porque conocía la fama del cocinero que tenía enfrente, aceptó. Se sentó al piano y tocó en privado para ellos mientras cocinaban algo privado para él.
Año 1987. Luciano Pavarotti pide, entre varios requisitos, que su habitación tenga un piano de cola, que se reemplace el elástico de su cama por una tabla de madera y que el colchón sea bien duro, y que la suite tenga una cocina porque a él gustaba prepararse su propia comida. Sin dudarlo, el hotel puso en reformas la Suite Diplomática y, además de cumplir los requisitos de equipamiento, construyó una cocina. Al día de hoy, es la única habitación del hotel que tiene una. El agasajo funcionó: Pavarotti cantó en el restaurante, cocinó una salsa especial y regaló la receta, y antes de irse pidió comprar algunas cosas que le gustaron: un bar al estilo inglés que había en la suite, dos muebles hechos por famosos ebanistas argentinos y la mesa del comedor, en la cual habían comido alguna vez María Callas y Arturo Toscanini. El hotel embaló todo y se lo mandó a la bella Italia.
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Cuatro copas. En las más altas, el vino tiembla, va de una pared a la otra como si fueran olas de un mar personal. En las bajas, el agua quieta, a sabiendas de que nadie va a tomarla nunca. Sobre la misma mesa, una fuente de plata con canapés. Se escucha el sonido de un piano, un contrabajo y un saxofón. Es, al mismo tiempo, una escena de la realidad y del cine, y parte de la literatura y de una serie de época. Hay cuadros con perros y caballos, gente yendo de caza o a la conquista de algún territorio. Sebastián y Gabriel caminan de un lado para otro, llevan traje y moño, reparten las bebidas que ellos mismos preparan del otro lado de la barra. Luz tenue cuando recién empieza la tarde. Hay políticos que saben que su nombre nunca va a ser publicado en el papel. Hay gente cerrando negocios. Hay una chica que escribe en su computadora horrible alguna especie íntima de genialidad. Nadie mira la mesa de al lado ni sabe de dónde sale ese flujo infinito de bebida y música y melancolía. ¿Qué tipo de película sería la que use al Plaza de escenario?
Al lado del bar, saliendo por el pasillo a la izquierda, está el famoso Grill. Tiene ventiladores de techo traídos de Paquistán. Es imposible entender por qué funcionan: consisten en una bandera roja atada a una especie de ancla de madera que se mueve de un lado a otro y por algún motivo da viento. El restaurante, además, fue el primero en todo Buenos Aires en tener un sistema de aire acondicionado, por medio de barras de hielo escondidas en la pared. La bodega llegó a tener más de un millón de botellas de vino, mientras que en el bar se podían tomar hasta cuarenta whiskies distintos. En el Grill suceden los famosos pucheros de los fines de semana. Son las pastas de los domingos de las familias más tradicionales de la Argentina (muchas de ellas preocupadas por lo que pasará mientras cierre, lo cual todavía no está decidido). Acá también se cocina pato a la prensa (el único lugar de la ciudad, en la propia mesa del comensal), y acá te atiende Ángel Barrera y mientras te sirve te enseña, y acá se ve la parrilla y la campana de extracción, y se mira a las ventanas y se sabe que todo está igual que hace 100 años. Las costumbres también, la educación y el placer lento. Venir es una ventana hacia el disfrute del siglo pasado y una aventura hacia el disfrute del siglo que viene, porque como Buenos Aires, también se hace cuento que haya empezado el Hotel Plaza. Tan eterno como el agua y el aire, en él la vida pasa a razón de 500 huéspedes y 300 empleados por día. ¿Y el final? ¿Podría indicarme el final? En ese mundo, dice Danny Bodman, lo que no había era un final.
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Años noventa. La empleada de la limpieza entra a la habitación. Por donde se mire, hay caos. Toda la noche anterior hubo ruidos molestos pero el piso estaba cerrado especialmente para ese invitado, y nadie se quejó. El huésped ahora está dando un recital en un estadio de La Boca, y en la habitación algo hay que hacer. La empleada comienza la limpieza y llega a la mesa del escritorio. Sin entender, busca el teléfono y llama a la supervisora. “No sé qué hacer –le dice–. El escritorio está completamente lleno de harina. ¿Lo aspiro?”. Y la supervisora, desesperada: “¡No lo aspires! Pase lo que pase, ¡no lo aspires!”.