El placer de vivir como un turista en la propia ciudad
Una cronista se alojó en un hotel céntrico típico para viajeros y se convirtió en extranjera por algunas horas en Buenos Aires
Hay ciudades más permeables que otras: nunca me sentí parisina por pasar unos días en París, pero por alguna razón Berlín hizo que me sintiera especialmente bienvenida y, al mezclarme con los demás en alguna strasse, tenía la sensación de ser una extranjera que pertenecía al paisaje.
Cuando vivía fuera del país, en Inglaterra, volver en los meses del verano boreal traía una sensación única: caminar por alguna calle concurrida olía a una combinación de medialunas con café, mezclada con ese foco infinito que la luz del invierno argentino arroja sobre las cosas. El asfalto, los bocinazos, la gente abrigada en extremo, alguna protesta, los autos viejos, los de traje apurados en las calles en pendiente del microcentro, los locales que reparan cosas varias. Todo me emocionaba de la misma manera, y cada cosa en particular me hacía sentir que había llegado.
Desde que vivo en Buenos Aires, poco a poco, la emoción de lo nuevo va desapareciendo. Pero yo soy una obstinada y quiero que se quede, y entonces voy a Caminito en La Boca a ver gente que intenta sus primeros, torpes y quizás últimos pasos de tango; paro en la Costanera camino al trabajo a desoxidar mi inglés con adolescentes de Minnesota, intentando explicarles qué es una morcilla, y me voy a tomar un café al Tortoni después de algún trámite, aunque sé que me da acidez. Pienso, para adentro y muy bajito, en cuántas fotos de turistas asiáticos estaré, y si cuando los cruzo por Palermo piensan que, como ellos, más tarde yo haré el gesto de la V con las manos frente a algún monumento del Jardín Botánico mientras intento sacarme una selfie viajera.
Me invitaron a pasar una noche en el hotel Intercontinental Buenos Aires como parte de una propuesta para porteños que quieren, durante el fin de semana, experimentar ser turistas en su propia ciudad. A los pocos días, un viernes, estaba haciendo el check in en el hotel. Al entrar, me di cuenta de que si bien no me había alojado nunca ahí, sí me había quedado dormida de aburrimiento más de una vez en los sillones -que en ese momento de la infancia parecían enormes- mientras mi papá tenía reuniones de trabajo.
Cuando llego, en el lobby, varios turistas piden recomendaciones de restaurantes, tres aeromozas peinadas prolijamente y listas para su próximo viaje le sonríen al capitán y yo, con una mochila de tamaño inexistente, le genero dudas existenciales al doorman: si me ayuda, sigue con las normas del lugar, pero quizás me ofende al pensar que no puedo cargar con mis dos kilos de equipaje.
Entrar en un hotel suspende el tiempo y cambia los modales. En ese sentido, es lo opuesto a entrar en una embajada, donde domina la sensación de entrar a un país determinado. El hotel es una tierra de nadie suspendida: el aroma floral cuidado no se parece en nada a mi idea de Buenos Aires, y el jazz melódico no es, definitivamente, el soundtrack de las disquerías que sobreviven sobre la calle Florida. Sin embargo, si quería otros ojos para ver la ciudad, acá están: estoy siendo más extranjera que nunca, y disfruto llenar el formulario en inglés y preguntar los horarios del desayuno continental: voy a poder comer huevos revueltos a la mañana al lado de un montón de personas que también harán lo mismo, sin ser juzgada.
Mi habitación está en el piso once y cuando subo me doy cuenta de que tengo muy pocas vistas aéreas de la ciudad en mi memoria. Casi siempre son momentos robados en alguna oficina que visito por trabajo. Me gustaría poder ver más a menudo la ciudad desde un sitio más alto, pero hay pocos miradores en los que se pueda practicar libremente el avistaje de humanos. Y los que existen ahora me quedan muy lejos, como la torre del Parque de la Ciudad, en mi barrio de infancia, desde la que siempre tuve que mentir diciendo que sí, que efectivamente se veía la costa de Uruguay. Si no vivís en un piso 17 o si no sos el privilegiado dueño de un departamento con cúpula en la Avenida de Mayo, esas vistas de ave que nos dan una dimensión de la pequeñez son difíciles de obtener. Descubro entonces que lo que los turistas tienen, siempre, es una suerte de distancia de ventaja que pueden decidir eliminar o mantener, un zoom manual que les permite optar por cuánto acercarse a las cosas. Mientras prendo y apago luces de veladores señoriales y toco todo lo que hay en la habitación, como una nena, para intentar hacerlo un poco propio, anoto mentalmente que mi próximo departamento alquilado tiene que ser en las alturas.
Me digo que mirar televisión en una cama king size no es una buena forma de conectarme con la ciudad, y entonces salgo a la calle luego de ser saludada por amables empleados. San Telmo es un lugar para recorrer con tiempo. Pensando sobre la elasticidad del tiempo cuando viajamos, me doy cuenta de que viajar a un lugar nuevo es ocupar no sólo un espacio físico, sino también un tiempo de otros: por las calles adoquinadas, me uno a unas chicas abrigadas que sacan fotos y le pido a un cocinero que está descansando de su trajín diario que me retrate frente a un edificio antiguo. Cuando le pregunto el nombre, intuyo que debe ser extranjero, quizás un turista secuestrado por la melancólica belleza porteña. Miro para arriba y veo cúpulas, las líneas de cables que invaden siempre el cielo de Buenos Aires. Sin embargo, los turistas y yo no percibimos eso como falta de planificación urbana, sino como una cualidad estética de la ciudad: líneas negras que cruzan el cielo azul y nos permiten hacer encuadres nuevos. Subo mis fotos a Instagram y me reconforta saber, gracias a los hashtags, que somos muchos los que caminamos las mismas calles en simultáneo.
Las cosas que nos emocionaron alguna vez casi siempre se las ingenian para repetir su efecto. Sin mapa, porque conozco bien las calles, aparezco en Perú y Carlos Calvo, frente a un bar que siempre me gustó, pero que hace años no visito. Sentada en la barra de El Federal, me entrego a un pasatiempo al que, por culpa del celular y mis ganas constantes de mensajes instantáneos, cada vez dedico menos tiempo: mirar a la gente pasar, observarlos escribir en cuadernos o leer algún libro que siempre quiero averiguar cuál es y cómo llegó a sus manos. Tengo tiempo, no estoy corriendo a ningún lado, y la ciudad es mía.
Mientras hablo con una mujer que me pregunta qué hago haciéndome fotos sin mirar a la cámara, decido que ya debería volver al hotel. Son las ocho de la noche y no pienso cenar en horario argentino. Caminando de regreso, vuelve a mí la frase final de una cita que hace siete años tengo pegada en las distintas heladeras de las varias casas en las que viví: "Sólo el hombre para quien el mundo entero es un país extranjero es perfecto".
Me quedo pensando en cuán eternas son algunas sensaciones que hacen que la frase de un hombre del siglo XII resuene en mí, mil años después. Entro al hotel que ya no me resulta nuevo, y me gusta volver a algo que conozco aunque no me sea propio. En el ascensor, las conversaciones me inspiran: mañana dos hombres que están acá por negocios van a hacer un tour por la ciudad. Al mismo tiempo, yo voy a estar en el subte B viajando diez estaciones en dirección a mi casa, sintiendo que algo cambió y que desde hoy yo también quiero usar, con más frecuencia, ese nuevo lente que me permite mirar distinto.
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