El paseo obligado de Borges
La Galería del Este supo reunir a toda la vanguardia de Buenos Aires, un lugar de extravagancia donde el gran escritor era la excepción
La bandeja de vermut con ingredientes planeaba en manos del mozo, flotando entre humo de tabaco y las cabezas animadas por el whisky, que circulaba tanto como las citas a Jean Paul Sartre o al Rayuela de Cortázar. Todo pintor, escultor, músico o escritor con alguna curiosidad por lo nuevo se asomaba por aquel piso de baldosas rojas de la Galería del Este. Alguno seguía de largo hasta desembocar en la calle Florida o en el Instituto Torcuato Di Tella. Otro se acodaba en la glorieta francesa intervenida por Berni, por entonces suerte de minibar, y dejaba pasar la tarde, quizás tarareando el jazz tristón de Coltrane que vibraba en los parlantes de El Agujerito.
Toda la vanguardia de Buenos Aires se le echaba encima a uno ni bien ponía un pie en la galería. Aquí se conseguían los zuecos de taco multicolor, el glamour de la telas de Rosita Bailón en su Madame Frou Frou, el primer long play de Almendra, las piezas de los orfebres Picacobres. Un poco más allá, los muebles inflables, los de acrílico, la ropa Stone Clothes. Unas diez mil personas por día recorrían la galería. Estaban los habitúes: Facundo Cabral tenía su rincón, Gyula Kosice predicaba su arte cinético y Amalita Fortabat solía caer de visita a su yerno Julián Bengolea al local JB. De tantos personajes que desfilaban por éste, el corazón de la manzana loca, a fines de los sesenta, gran parte de los setenta y principios de los ochenta, hay uno que todos repiten como un happening permanente: Federico Peralta Ramos: "Y la vez que ganó la beca Guggenheim y la gastó toda en una comida para quinientas personas"; "Y la vez del remate, cuando compró el toro más caro, su padre no quiso pagarlo y fue a parar al Borda"; "Y ese local que alquiló en la Galería sólo para conversar. Puso un sillón Chesterfield, una mesita con libros detrás una cortina y lo llamó El conversatorio".
En el tiempo y lugar de la extravagancia, cada día a las cuatro de la tarde, Jorge Luis Borges apoyaba su bastón en las baldosas de la galería y se convertía en la excepción. Una tarde tranquila en la vida del escritor podía comenzar con caminar los cincuenta pasos desde su departamento en Maipú 994 hasta el primer escalón de la galería. Del brazo de Fani Uveda, el ama de llaves, o de su colaborador, Roberto Alifano, Borges llegaba todos los días a Maipú 971 a ubicar sus horas crepusculares. Si los artistas acudían en busca de lo nuevo, Borges lo hacía para ver a su amigo, el dueño de la Librería La Ciudad, Luis Alfonso, y a su mujer, Betty.
Se instalaba en el escritorio de madera oscura y conversaba en alemán con Betty.
–No sé muy bien de qué hablaban –dice Gabriela Alfonso, hija de los dueños y testigo de la historia de la literatura argentina sin sospecharlo, a sus 14 años. Podían pasar horas. Y todo sucedía en un ambiente familiar donde Borges se sentía seguro.
Tantas veces Gabriela, recién llegada del colegio y todavía en uniforme del Cangallo Schule, lo esperaba en la entrada para acompañarlo hasta el local 16. Debía tener mucho cuidado porque él era frágil al caminar. Avanzaban a paso lento hasta escuchar el saludo de su amigo librero correntino.
Gabriela recuerda detalles: la vez que él notó su remera amarilla –uno de los pocos colores que todavía podía apreciar–, la revolución que causó cuando lo llevó a su escuela; la voz rara con ese tartamudeo al que se acostumbró por ser tan cotidiano en sus tardes. Borges y su padre compartían una pasión: los libros. Cuando murió Alfonso, a Borges se le murió un amigo. En una carta que Gabriela atesora, el escritor de El Aleph describía a su padre fallecido: No puedo imaginar sin error una cara que nunca vi, pero tengo la seguridad de no equivocarme en lo que concierne a sus gestos. No olvidaré su alegría discreta y su gran generosidad. No me dejaba comprar un libro, me los regalaba diciendo: obsequio de La Ciudad, para que así el don fuera impersonal. Era harto menos un librero que un bibliófilo. (….) Todos los lectores de Buenos Aires le debemos algo y acaso mucho.
Las paredes de vidrio dejaban espiar la colección de libros de arte y, sobre todo, a Borges sentado en el escritorio, que miraba al corredor de la galería. Borges en primer plano. Allí pasaba horas y horas firmando libros, conversando o absolutamente solo.
–La gente se quedaba mirándolo. Alguno se acercaba y se agachaba para hablar con él. Tomaba café en el escritorio y conversaba.
Algunos juntaban coraje y le hablaban; casi siempre a la pesca de un autógrafo. Borges tenía la costumbre de preguntar qué libro iba a firmar. El pulso le temblaba y, a veces, alguien le guiaba la mano para que estampara su apellido en el papel. Era Borges para todos y Georgie para los amigos. El apelativo maestro no era de su agrado, tan poco afecto al homenaje y las celebraciones como era.
Seguir el paseo
Según el escritor, su padre, Jorge Guillermo Borges, era tan modesto que hubiera preferido ser invisible.Quizás él sintiera la misma preferencia en aquellas otras tardes que pasaba en el café Florida Garden. Era tan extraordinario que podía pasar por un hombre común. ¿Una estrategia? La sobriedad. El traje, siempre prolijo; las corbatas, poco vistosas; alguno hasta se animó a llamarlo aburrido en su manera de vestir. En esas horas animadas por el guindado oriental que le convidaban en el Florida Garden, alguien lo vio recitar para sí mismo, en voz muy baja, los versos de Verlaine. Ahí, en esa mesa, siempre la misma, señala Luis Miranda, el mozo que lo veía entrar con su mansa corpulencia a paso lento.
–A mí me tocaba atender a Olmedo y Porcel porque era pibe, pero a Borges lo veía todo el tiempo.
En la tristeza agradable de los atardeceres, él solía pasear su palabra, su ceguera y su bastón acompañado por su madre, Leonor Acevedo. A la fotógrafa Fiora Bemporad, que lo conoció cuando ella tenía nueve años e iban de vacaciones al mismo Hotel La Delicia en Adrogué, la imagen de Borges se le aparece difusa: rasgos poco definidos, una gran cabeza blanca, un muchacho grandote y para nada atlético.
–No se mandaba la parte para nada. Era una persona normal –dice Fiora, el ojo experto que capturó a Silvina Ocampo en una de sus más emblemáticas fotos y no se animó a retratar a Borges porque "lo tenía demasiado cerca".
Si la disquería El Agujerito, la Librería La Ciudad y el Bar Barbudos eran el alma de la Galería del Este, Borges era su impensado ícono. En esas tertulias vespertinas, la galería se poblaba de periodistas, los de la revista Humor que bajaban desde la Urraca, de escritores como Ernesto Sábato o Manuel Mujica Lainez, de artistas plásticos como Antonio Berni, Rogelio Polesello, Marta Minujín, Pierre Cantamessa. Eran de la partida los tangueros Roberto Goyeneche y Horacio Ferrer. También, Tato Bores, amigo y cómplice del gordo Peralta Ramos, Antonio Carrizo, Alfredo Alcón, alguna vez Vittorio Gassman, incluso Ray Bradbury y Gabriel García Márquez.
–Era un mundo que hoy no existe. Acá se sentaba Borges, Sábato, Bobby Flores, Lalo Mir, los pibes de Soda Estéreo que recién empezaban, Facundo Cabral en el rincón de ahí, Charly, Luca, Fito. De los pesados, Pappo, Javier Martínez, Moris. La movida cultural intelectual era impresionante –dice Mario Salcedo, que entonces regenteaba el bar y se entusiasmaba por incluir en su carta la novedad: el trago Negroni. Los artistas que rondaban el bar querían presentarse ante el prócer de la palabra. El encuentro entre Borges y Peralta Ramos sucedió así:
–Usted debe ser pariente de Cotita Peralta Ramos…
–No. Yo soy el pintor, el escultor, el poeta, el cantor y trovador Federico Manuel Peralta Ramos.
–Caramba, cómo me gustaría a mí ser alguna de esas cosas.
Para Salcedo, Borges era un tipo común, normal, pero brillante. Lo veía llegar todos los días, sentarse en la misma mesa, la primera, y pedir un café y, otras veces, una ginebra. Si era cuestión de beber, prefería lo corto y contundente, como sus cuentos. Salcedo lo ayudaba para los trámites. Un día se acercó Pappo y le pidió hablar con Borges. La presentación ocurrió más o menos así:
–Yo hago música de protesta.
–Cómo lo admiro. Yo no me animo nunca a protestar.
Durante diez años, Roberto Alifano fue secretario, amanuense, escudero y amigo de Borges. En el modesto departamento de Maipú, el escritor nunca lo recibió sin corbata. A veces entraba pasadas las nueve de la mañana y lo escuchaba riéndose solo de los chistes que luego le iba a contar. Pase, que lo está esperando, decía Fani. En tantos años compartidos, sólo una vez lo escuchó levantar la voz. Era tarde y salían de la Cantina Norte, en tiempos de la Guerra de Malvinas. Al pasar frente al Círculo Militar, un hombre corpulento entrado en años, que se presentó como coronel de la Nación retirado lo increpó.
–Usted está ofendiendo a las Fuerzas Armadas con sus declaraciones, y también a sus antepasados que, según tengo entendido, fueron militares.
Borges apretó el brazo de Alifano, enarboló su bastón y con voz firme, casi gritando, respondió:
–Señor, soy ciego, pero no un cobarde, retírese inmediatamente o no respondo de mí.
Alifano, recuerda hoy, se quedó impávido. Recién pudo hablarle al llegar al departamento. Ahí le dijo lo sorprendido que estaba. Se había enfrentado a un coronel. Era valiente, no un cobarde como siempre había dicho.
–Cállese, Alifano, yo estaba muerto de miedo.
Alifano, que define a Borges como el único autor que soporta su obra completa, no deja de resaltar la veta de gran humorista del escritor. Tantas fueron las anécdotas que las recolectó en el libro El humor de Borges. En uno de los diálogos públicos en la Galería de Ruth Benzacar donde Borges solía explayarse sobre diversos temas, le tocó hablar del tango. Allí estaba la pareja de Amelita Baltar y Astor Piazzolla, que luego de la charla fueron con Borges a tomar un café a la Galería del Este.
–Ahora le voy a cantar un tango –dijo Amelita y soltó un verso dramático que a Borges le resultó un tanto extravagante. Puso la cara de sorpresa que Alifano tan bien conocía, y él supo que era hora de volver a cruzar Maipú.
Borges también recibía gente en su casa. Cuenta Alifano que un joven Jorge Bergoglio lo iba a ver cada tanto, cuando era seminarista y profesor de Literatura. El papa Francisco le pedía si podía ir a dar una clase en el colegio donde enseñaba. Sobre estas visitas, Borges le comentó a Alifano:
–Hay un jesuita que está empeñado en enseñar mi poesía en sus clases de Literatura. Todavía no he logrado disuadirlo. Con él podemos hablar de muchas cosas. Pero también he notado y es alarmante que tiene tantas o más preguntas que yo.
La última tarde en la ciudad
Nadie sabía que esa tarde primaveral del 27 de noviembre de 1985 sería la última de Borges en Buenos Aires. Sólo él. Cuando Marta Casares lo pasó a buscar en auto para llevarlo a la exposición donde se venderían primeras ediciones de su obras, él hizo chistes y ante la honestidad brutal de la conductora que le dijo que nunca había leído nada suyo, él respondió:
–La felicito por su sinceridad. La gente generalmente inventa. Lo bien que ha hecho.
Marta quedó fascinada por su sencillez. Lo creía sombrío y serio; se encontró con un señor amable, que le hablaba de cosas comunes. Su marido se ríe a su lado. Es Alberto Casares, el dueño de la librería que eligió Borges para hacer su última aparición en público antes de marcharse a Europa. Entonces, la librería estaba ubicada en Arenales 1723.
–A un amigo mío bastante bruto le tocó por no sé qué circunstancias de la vida sentarse justo al lado de Borges en una comida. Volvió y me dijo: "¿Sabés una cosa? Me di cuenta de que no soy tan ignorante." Borges hizo magia: lo hizo sentirse bien.
Dice Casares, que vende libros antiguos y modernos hoy en Suipacha 521. Desde el momento en que uno abre la puerta entiende a qué se refirió Borges cuando halagó el olor a libros de su local. Mozart, Beethoven y Bach acompañan el relato de Casares sobre aquella despedida al gran escritor.
–Él quería que fuera ese día, a pesar de que al día siguiente viajaba a Europa.
A las cuatro de la tarde, Borges se encontró con un grupo variado, menos de 40 personas, entre las que se contaba su amigo íntimo, Adolfo Bioy Casares, a quien hacía tiempo no veía. Enseguida retomaron la complicidad, los proverbiales diálogos, llenos de humor y fina ironía. El ambiente era casi familiar. Mientras firmaba sus libros, habló del ajedrez, de librerías, de Buenos Aires y de sus viajes. Lo importante era el reencuentro de Bioy y Borges. Tampoco Bioy sabía que era la última tarde de Bustos Domecq. Al momento de despedirse, Borges dijo:
–Voy a pasar la navidad en Italia y después me voy a Ginebra a morir.
La luz almibarada de una lámpara de alabastro le ilumina el gesto quebrado, los ojos llorosos y castaños de Casares cuando repite el adiós de Borges. No había prensa; sólo una chica de la revista Somos para registrar el momento. Nadie lo tomó con demasiada seriedad. Luego, el mundo se enteró de su enfermedad terminal.
–Menos de siete meses después, me enteré de su muerte. La despedida había sido en mi librería. Me marcó para toda la vida. Una librería pequeña sin renombre ni importancia.
Horas antes del viaje de Borges, como todas las mañanas, Alifano fue a trabajar con él y corrigieron un soneto dedicado a la patria: No en el clamor de una famosa fecha, roja en el calendario, ni en la breve furia o fervor de la azarosa plebe,la pudorosa patria nos acecha. La siento en el olor de los jazmines, en ese vago rostro que se apaga en un daguerrotipo, en esa vaga sombra o luz de los últimos jardines. Un sable que ha servido en el desierto, una historia anotada por un muerto, pueden ser un secreto monumento. Algo que está en mi pecho y en tu pecho, algo que fue soñado y no fue hecho, algo que lleva y que no pierde el viento.
Han visto a más de un caminante por la calle Maipú tocar la placa que lo recuerda en bronce. Y a algún turista sacarse una foto. Aún hoy, treinta años después, cuando sólo habla desde el papel. Todo pasa. Todo, menos Borges.
Fotos: Martín Lucesole, gentileza Alberto Casares y archivo La Nación