El paraíso del tecno
El club Berghain, en Berlín, es un ícono de la cultura elektro, con una estricta política de ingreso a cargo del incorruptible patovica Sven Marquardt
BERLÍN
Desde de la caída del Muro de Berlín, en 1989, nada hay más fácil en esta capital que pasar al otro lado. Ya sea con el cuerpo o con la imaginación.
Pero tampoco conviene confiarse. Sobre todo, si uno va al Berghain, para muchos –casi todos en esta ciudad– el mejor club tecno del mundo. Y no porque se trate de un lugar inadecuado para soñar. Todo lo contrario. Si no por su restrictiva y casi impredecible (sobre todo para los no entendidos) política de ingreso.
En realidad, el Berghain es el mejor exponente de la cultura elektro, que reconcilió a berlineses del este y del oeste más rápido que la propia Alemania unificada. Tanto es así que su propio nombre surge de la fusión de Kreuzberg y Friedrichshain, dos barrios trendy de la ciudad que se encuentran a orillas del río Spree y que antes estaban separados por el Muro.
El tecno –sobre todo el minimal, en la mejor tradición berlinesa– no sólo ayudó a crear algo nuevo en términos culturales en la que fue una ciudad dividida. También permitió, entre otras cosas, que el público gay y heterosexual pudiera festejar en la misma pista de baile (algo tabú hasta entonces) e integró a artistas de todo el mundo en una escena competitiva, vibrante y original.
Pero, por eso de la ley de las compensaciones, también hay que decir que el encuentro con este tesoro es sólo para elegidos. Por lo menos, así lo afirma el mito.
Quien esto escribe ingresó dos veces al Berghain de dos intentos, aunque sintió en la fila la tensión de muchos. No sólo por el estrés del ingreso, sino por el imponente espectáculo que supone estar parado ante la vieja usina eléctrica en la que funciona la disco, construida bajo las férreas líneas rectoras del neoclasicismo socialista.
Pero, lo dicho, nunca –y menos en este caso– conviene jactarse: todo el mundo habla de lo difícil que puede ser poner un pie en el templo y convencer, llegado el caso, al incorruptible Sven Marquardt, conocido como el cancerbero del lugar.
Podríamos definirlo como un simple patovica si no fuera porque no hay nada más alejado del gimnasio que su cuidado aspecto de ultratumba, que incluye un amenazante tatuaje en la cara y atemorizantes piercings.
Pero entendámonos: no es que le falten músculos. Marquardt es un sobreviviente de la escena punk y gay de la antigua Alemania comunista. Y, se sabe, ser punk y gay no es para débiles, y mucho menos en un régimen estalinista.
Además, Marquardt es un fotógrafo famoso y se ha transformado en el enemigo más querido de muchos berlineses. Tanto es así que calcos con su rostro y un sonoro nein impreso se encuentran en muchas paredes de la ciudad y le dan el estatus de figura pop.
Así, Marquardt –que ha rechazado amablemente participar en esta nota a través de su agencia de prensa y que recientemente ha publicado sus memorias en las que no habla del tema– tiene a la noche de Berlín en un puño.
Se publican artículos de diarios cuasi disparatados tratando de desentrañar sus criterios de admisión e incluso hay aplicaciones de celulares que muestran en tiempo real la cola del Berghain y dan consejos de indumentaria a quienes quieran ir, en función del clima y lo que tienen puesto los demás.
Más allá de toda esta parafernalia, parecería que a Marquardt no le gustan quienes han bebido demasiado antes de ir al club ni tampoco quienes parecen recién llegados a Berlín en una aerolínea de bajo presupuesto. O, por ejemplo, que haya gente vestida con una camiseta de fútbol justo en la noche en que la mayoría del público luce orgulloso ropa de cuero o látex.
Parecería, porque nadie que pertenezca al Berghain habla sobre este u otros asuntos. Ni siquiera se pueden tomar fotos adentro del lugar. De todos modos hay que decir que después del ingreso, la atmósfera es amistosa y relajada (mención aparte para los carteles en español que se encuentran, por ejemplo, en el guardarropas), más allá de que por la estructura laberíntica del club uno pensaría que siempre existe un lugar más al que todavía no pudo ingresar.
Por suerte, La Nación revista pudo convencer a Susanne Kirchmayr, aka Electric Indigo, una DJ basada en Viena que toca a menudo en el Berghain, de hablar de lo que los otros callan: "El club ofrece cuartos libres que vienen de la tradición gay. Allí hay lugar para actividades que podrían parecer comprometedoras para los de afuera. Y más allá de eso, es imposible documentar en forma adecuada lo que pasa en una noche. Nunca se autorizan fotos, grabaciones de sets de DJ, o películas".
Para ella, el Berghain mezcla la reducción a lo básico y la radicalidad de la vieja cultura clubber berlinesa con la profesionalidad y el internacionalismo. También elogia que el Berghain reivindique "conceptos de vida alternativos", sobre todo en materia de sexualidad, que logre ignorar los mecanismos de promoción artificial de artistas (el denominado hype, que lastra la credibilidad de otros clubes) y que busque incorporar DJ mujeres a su line-up estable.
"También creo que la prohibición de tomar fotos es muy coherente y digna de elogio –sigue Electric Indigo–. Al separarse de la ostentación mediática, el Berghain estimula la fantasía de la gente. Por eso surgen leyendas maravillosas."
Y sí, el Berghain es un lugar legendario. El mito –de nuevo– habla de fiestas sin fin entre el viernes y el lunes por la mañana. De que es posible ir a desayunar los domingos al Panorama Bar, una pista que forma parte del mismo complejo, y que ofrece una vista inmejorable de la ciudad.
También de fiestas en las que su público –predominantemente masculino– se viste como los jugadores de tenis. Hablamos de una catarata sin fin de historias, que seguirá siendo incomprobable para muchos... a menos que Dios y Marquardt quieran.
Getty Images, Corbis y NY Times