Danos hoy nuestro pan de cada día. Bíblico, como el vino, el pan es el alimento por antonomasia. Para creyentes. Y no tanto. "Las religiones monoteístas tienen gran relación con el pan. Existe el pan ácimo de los judíos y los católicos hablan de la conversión del pan en el cuerpo de Cristo", sostiene el licenciado Ricardo Pinal Villanueva, director del Museo de la Ciudad, espacio que inauguró la muestra El pan del día, dedicada a la historia de este alimento cuya injerencia nos atraviesa en lo político, social y cultural. Concebida bajo el lema Patrimonio Gastronómico Porteño, la exposición permite adentrarse en aspectos desconocidos de este sustento tan popular y sumamente arraigado. "Hay que tener mucho entusiasmo y estar muy encima de la mercadería para sacar un buen pan. Se debe amasar con responsabilidad y estar pendiente de lo que se hace, por eso nos pasamos muchas horas dentro de la cuadra", explica Luis Benito, quien, a sus 82 años, es uno de los panaderos legendarios de la ciudad, una suerte de prócer del gremio que ocupa el cargo de Vicepresidente de la Asociación de Panaderos de Capital Federal. Este español de acento pronunciado y manos inmensas ejercitadas, a fuerza de madrugadas de elaborar amasijo, colaboró activamente con la realización de este merecido homenaje que se lleva a cabo en el histórico edificio Casa Altos de Elorriaga, a tan solo cien metros de la Plaza de Mayo.
El pan amalgama voluntad dedicada para prepararlo y reverencia para consumirlo. Mítico y sagrado. Profano y pagano. Presente en la mesa más humilde encubriendo otras escaseces y degustado en formatos sofisticados en el brunch gourmet. "A los argentinos, y a los porteños en particular, nos puede faltar cualquier cosa, menos el pan. Venimos de generaciones de pan con manteca y dulce de leche", sostiene Pinal Villanueva quien, acertadamente, recuerda que "uno pide paz, pan y trabajo". Tamaña importancia en la vida de todos para esta fórmula a base de trigo que atravesó geografías y tiempos, al punto tal que las bacanales dionisíacas fueron una continuación de aquellas apoteosis en honor al Dios Pan. Será por eso que el espíritu celebratorio acompaña, intrínseco, el compartir el popular manjar, tan anhelado cuando se nos prohíbe degustarlo otorgándole un injusto status pecaminoso con valores contrariados con la salud. Irreverencias hacia su majestad.
Joyas en exhibición
El pan del día se convierte en un viaje emotivo por el devenir de este alimento tan sagrado como cotidiano. El Museo de la Ciudad, convirtió a algunas de sus salas en una verdadera panadería de época. Tal es así que más de un desprevenido se acodó en el mostrador solicitando un cuarto de flautitas. "El museo tiene un marco que sacraliza, por eso ver objetos o alimentos cotidianos en este entorno les otorga otro rango de importancia. Tal es así que los visitantes se sacan fotos junto a piezas que pasan más inadvertidas en la vida cotidiana. La institución da entidad", explica el máximo responsable de este museo tan cercano al pálpito de Buenos Aires.
Estacionada sobre el amplio ventanal que da a la empedrada calle Defensa, una bicicleta de reparto, con su canasta repleta, da la bienvenida a la panadería, de esas que aún se pueden ver en casi todos los barrios de la ciudad. Allí está el mostrador enmarcando la escena con sus paredes vidriadas que permiten observar las facturas en exhibición. Detrás, el inexpugnable cetro de las vitrinas que exponen el pan organizado con rigor y sin mezclarse donde compiten en estelaridad milonguitas, flautas, mignones, negritos, pebetes y figacitas. Y sí, dan ganas de probar. La precisión escenográfica es el mejor preámbulo para lo que sigue. El visitante, espectador de esta puesta en escena, puede atravesar el salón de ventas y adentrarse en la cuadra, el tradicional y generoso galpón donde se emplazan hornos, mesadas, cámaras frigoríficas y maquinarias.
En esta cuadra impostada, hasta hay un horno simulado, de esos que cocinan al punto justo. A un lado y al otro, palas, bolsas de harina de todo tipo y tiempos, palos para amasar, moldes, latas de galletitas de marcas inolvidables, y hasta un dispositivo para fabricar hostias. Colgados, sombrero y delantal de panadero que los visitantes pueden colocarse para inmortalizar, selfie mediante, el paso por el lugar. Panadero por un día, o por un instante. Atención a los sensibles, alguna lágrima puede derramarse. Es que la emoción no es cruel, pero es mucha. Y así como la exhibición de objetos, la información también es generosa. En diversos textos se apela a un rico historial y a desentrañar aspectos desconocidos del cotidiano manjar y de tahoneros fundacionales como Juan Marzano. Además, no faltan las referencias a panaderías emblemáticas como El Cañón de Esmeralda, Antigua Carpinacci, Del Sol y Las Flores Porteñas, perteneciente a la familia de Domingo Faustino Sarmiento. En ese mapeo por las callecitas de la ciudad, aparecen los alfajores de maicena Güiraldes de Villa Lugano, la sfogliatella de La Pompeya de San Cristóbal, y la torta de ricota de la Itatí de Villa Crespo.
Cuestión de arraigo
El pan está presente en la mesa y en la vida cotidiana más allá de lo estrictamente gastronómico. Es símbolo. Metáfora. "Está inserto en nuestra forma de hablar. Catalogamos con el ´Más bueno que el pan´, simbolizamos la esperanza a través de ´un niño trae un pan debajo del brazo´, y cuando algo no nos gusta decimos que es un ´pan amargo´", enumera el director del museo. A San Cayetano los argentinos le colocamos la espiga de trigo como símbolo de prosperidad. En el teatro, El pan de la locura se convirtió en un clásico de Carlos Gorostiza. Y en el humor familiar, Carlitos Balá nos enseñó a mensurar con aquel "un kilo y dos pancitos". "Un pan de Dios" simboliza la bondad. Si algo es sencillo de realizar se transforma en "pan comido". Y el "Pan y queso" fue en uno de los pasatiempos de los recreos escolares. "Que pan dulce, Pamela", podría hoy ser considerado un slogan machista. Y el "Yo, Carlos Sacaan, lo garantizo" fue, en los ochenta, una suerte de declaración de principios. Al pan, pan, y al vino, vino. En esta muestra sobra ingenio. "El pan siempre está con nosotros. No es solo un alimento sobre la mesa, significa el estar juntos, compartir", sostiene el museólogo. Sin pan y sin trabajo, el óleo de Ernesto de la Cárcova, fue la primera pintura de arte argentino que planteaba una temática obrera con crítica social.
Don Luis Benito reconoce que "aprendí el oficio haciéndolo. Estaba en la cuadra y amasaba. Suplantaba al que faltaba y también atendía en el mostrador. En aquel entonces era muy sacrificado porque no existía la comodidad de maquinaria de ahora, ni había cámaras frigoríficas para conservar el pan. Tampoco había hornos rotativos, sino que el pan se acomodaba en tablas. Además, la producción era superior a la actual: se trabajaban 27 bolsas de harina de 70 kilos por día". El veterano panadero aún conserva dos locales en la ciudad, una muestra de las más de 1500 panaderías y despachos de pan que se desparraman en todos los barrios. El veterano inmigrante llegó con su familia procedente de Rioja, España, donde sus padres ya vendían pan. Al arribar, en 1950, el Tigre fue el primer destino familiar. Pero, al tiempo, la ciudad ganó la partida. "Mis padres abrieron una lechería y panadería en Barracas. Como estaba pegada a grandes industrias como Águila y Alpargatas, se despachaban, cada día, más de 50 docenas de medialunas, y tostadas con pan, manteca y dulce de leche que se servían con el café. Así comencé a descubrir este trabajo", rememora. A la hora de compartir su receta, prefiere la evasión, como corresponde. Aunque se atreve a recordar una práctica hoy prohibida: "Antes se usaba la pichicata de bromato de potasio para darle fuerza a la harina porque a veces no venía con el gluten necesario y el pan no salía como debe ser".
Así como el pan tiene un status sagrado, la panadería se convierte en ese templo de vinculación social. La fidelidad manda. Nadie cambia de panadería a no ser que se mude de barrio. Y no son pocos los que se trasladan en busca de aquel pan preferido o el pan dulce de tal o cual panadería, que siempre es el local más amigable de la cuadra "porque es el lugar donde vas a comprar lo que vas a compartir con el otro. Abunda la madera, hay aromas y calor de hogar. No es una tienda de ropa, es como estar en casa. Además, el panadero es afectuoso y te da fiado, jamás te va a dejar en banda. Un gesto que la gente lo reconoce y, por eso, el vínculo de afecto", sintetiza Pinal Villanueva, un apasionado especialista en refrescar la memoria de los porteños con imágenes cotidianas y precisión académica. "No sé por qué hablan tanto las mujeres, pero la panadería es un confesionario. Nosotros sentimos a los clientes de siempre como parte de la familia, llegan para contarnos alegrías, dolores, nacimientos, muertes", reconoce el histórico panadero Luis Benito, quien lleva al día su estadística: "El mignon y las figazas son los que más salen. Al criollo con grasa, muchos lo convierten en factura. Y el Felipe ya se dejó de hacer".
Pulso político y social
El pan no estuvo ausente de los vaivenes del país. Y su injerencia se dio con nuestros orígenes. En estas pampas "el pan data desde la llegada de los españoles a la ciudad. Para prepararlo se recurría a los campos ubicados en lo que hoy es San Isidro para extraer el trigo", explica el director del Museo de la Ciudad. "En la época de la colonia solo existían las amasadoras, es ahí cuando aparecen las primeras panaderías y, con ellas, la primera distribución formal del trabajo y los diversos roles: el que amasa, el que hornea, el que despacha. Y nacen, en consecuencia, los primeros conflictos gremiales entre los panaderos y sus trabajadores. Los obreros del pan siempre fueron muy combativos. Al principio eran anarquistas y de allí proviene la herencia de los nombres de las facturas: libritos, vigilantes, bombas, cañones, suspiro de monja", dice Pinal Villanueva. En las paredes de la muestra, el historial está explicado y detallado en detalle. La visita al museo se convierte en una buena excusa para agitar recuerdos emotivos y adentrarse en la historia.
Más acá en el tiempo, y debido a que se prefería exportar trigo, alguna vez el pan faltó o se encareció demasiado. "La primera vez que se fijó precio máximo al pan fue en 1721. En la crisis de 1915 se estableció que, en los locales partidarios del radicalismo, se vendiese pan a precio muy razonable, en medio de una crisis donde escaseaba el trigo. En la década de 1950 sucedió lo mismo, y para suplantar la faltante se vendía en las unidades básicas del peronismo. A ese pan lo llamaban el pan negro, pero era un pan de salvado con mijo. Es decir que existió el Pan Radical y el Pan Peronista", sostiene el ideólogo de la muestra.
Allá en el tiempo, la copa de leche socialista iba acompañada por pan; en los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín se creó la solidaria Caja PAN con alimentos, apelando al valor simbólico de la palabra; y en la crisis de 2001, los panaderos ofrecían la primera horneada a precios de mostrador inferiores para que quienes salían a buscar trabajo temprano pudiesen acceder a este primer desayuno.
Ingresar al amplio salón del Museo de la Ciudad es encontrarse con parte de la historia nacional. Pensar el pan es pensarnos como sociedad en tanto acompaña, como ningún otro alimento, el devenir político y económico, atravesando lo social y cultural.
"La panadería no cierra. El pan y las facturas deben estar listos pase lo que pase. Por eso hay días que entraba a la cuadra a la madrugada y terminaba a las once de la noche", recuerda don Luis Benito, uno de los más antiguos panaderos en actividad. "El pan es fresco o no es", concluye Pinal Villanueva acodado en esa panadería recreada que rápidamente traslada al visitante a momentos amorosos de su vida. Es que ya lo decía Pitágoras: "El universo comienza con el pan".
Data: El pan del día.
¿Cuándo y dónde?. Todos los días de 11 a 18 horas. Museo de la Ciudad. Casa Altos de Elorriaga (Defensa 187, CABA). Valor de la entrada: $50. (Miércoles gratis).
Fotos: Rodrigo Néspolo
Edición fotográfica: Fernanda Corbani
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