El otro Freud
Una muestra que recorre Europa y los EE.UU. reúne la obra esencial de Lucien Freud, nieto del creador del psicoanálisis. Tomás Eloy Martínez analiza esos cuadros, en los que el tiempo es protagonista
El 23 de setiembre de 1939, tres semanas después de la invasión de Polonia por los ejércitos de Hitler, Sigmund Freud murió en Londres de un cáncer de mandíbula. Ya casi no pronunciaba palabra y apenas podía escribir. Un año antes, su médico vienés le había removido parte de la mejilla para extirpar con más facilidad el tumor que lo atormentaba.
Aunque ocupado en responder a las reacciones tempestuosas que provocó su último libro, Moisés y el monoteísmo –según el cual Moisés habría sido en verdad un funcionario egipcio de la corte de Akenatón–, Freud concedía breves ráfagas de su tiempo a uno de los nietos, Lucien, un díscolo aspirante a pintor de 17 años que había sido expulsado de la escuela y estaba desorientado. Un par de imágenes marcaron para siempre la memoria de Lucien y, de algún modo, decidieron el lenguaje de sus pinturas. Una de esas imágenes es trivial, la otra puede leerse como una metáfora de la carne perecedera en duelo con la eternidad.
Cierto día de 1949, Lucian Freud vio a su vecino Bo Milton escarbando con el bastón un montículo de estiércol. La escena le pareció tan extravagante que se acercó a ofrecer ayuda. “Oiga –le dijo Bo–, ¿no ha visto usted por casualidad mi dentadura postiza?” La actitud del cuerpo en estado de búsqueda y asombro, y el azoramiento de la hija de Bo observando al padre desde una ventana instalaron en Freud, como un relámpago, la idea de los límites que hay en toda figura humana y la certeza de que el arte, en vez de recordar o de reflejar la vida, debe ser otra respiración de la vida.
Más persistente fue, sin embargo, la experiencia de la muerte del abuelo. Cuando Lucien lo vio yaciendo en el ataúd, a la sombra de cientos de discípulos eminentes, santificado por la admiración universal, lo primero que pensó fue que, a diferencia de otros muertos célebres, Sigmund Freud no tendría una máscara funeraria. “Era imposible hacerla –escribió más tarde–. En la mejilla se abría un horrible agujero, del tamaño de una manzana magullada.” El efecto de la fealdad sobre una materia iluminada por la gloria asomaría desde entonces, de un modo u otro, en toda la obra del nieto.
Que Lucien Freud es uno de los más elocuentes pintores de estos dos últimos siglos es una sensación que se va convirtiendo en certeza cuando se recorre la exposición retrospectiva de su obra, que reúne más de ciento veinte pinturas. La travesía empezó el 20 de junio último en la Tate Gallery de Londres, siguió desde el 24 de octubre en la Caixa Forum de Barcelona y culminará el 25 de mayo de 2003 en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles.
Los salones de la Caixa rebosaban de espectadores cuando estuve allí, un domingo de finales de octubre. Recordaba muy bien la impresión que me causaron las seis o siete obras de Freud que se exhibieron hace tres años en el Museo Metropolitano de Nueva York. La degradación, la melancolía, la soledad de la figura humana: esos atributos ya estaban en aquellas pocas pinturas. Tenerlas todas juntas, sin embargo, me desató una cadena de preguntas: ¿cómo descubrir la belleza de un cuerpo si al mismo tiempo no se acepta su fealdad? ¿Cuánto en el cuerpo humano es propio de ese cuerpo y no, más bien, de la manera como es mirado?
Una de las primeras influencias de Lucien Freud fue Liliput, una revista inglesa de bolsillo que publicaba fotografías con objetos extrañamente semejantes. Por esos años, antes de la Segunda Guerra, Freud leía también Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde el cuerpo se describe, al ser ampliado, con todos sus detalles de horror. Gulliver cuenta, por ejemplo, que los minúsculos habitantes de Liliput veían “hoyos enormes en mi piel y cañones en mi barba diez veces más fuertes que las cerdas del jabalí”. Pero no es el cambio de perspectiva lo que torna sorprendentes los cuerpos de Lucien Freud, sino la súbita revelación de que esas fealdades, esos pliegues, esas imágenes de repulsión, constituyen el ser que somos y que no logramos ver.
Aunque el pintor necesita que sus figuras estén inmóviles para poder captarlas con eficacia, todas ellas destilan una sensación de movimiento que está dentro o por debajo de esas mismas figuras. Se parecen, así, a la idea que Jorge Luis Borges tiene del cuerpo en uno de sus textos más breves y menos transitados, Las uñas, donde habla del crecimiento del pelo y de esas “láminas córneas” que son las uñas como algo que se elabora por sí solo, con independencia de lo que el cuerpo quiere, y que persisten en crecer aun después de la muerte.
Quizá Lucien Freud no haya leído a Borges. De acuerdo con lo que declaró en octubre, desconoce también a Imre Kertész, el último Premio Nobel de Literatura. Aun así, parecería estar ilustrando con sus pinturas algunas páginas de Sin destino, la primera novela de Kertész, en la que éste habla con extraña lejanía, casi con indiferencia, de los efectos que un campo de concentración puede causar en un cuerpo. “Si en una situación normal hacen faltan cincuenta o sesenta años para envejecer –escribe Kertész–, en el campo bastaron tres meses para que mi cuerpo me abandonara.” La piel suave y sedosa de un año atrás “ahora estaba seca, áspera y amarillenta, cubierta de abscesos, manchas marrones, grietas, heridas y escamas”.
Todas las figuras de Freud, aunque detenidas en el espacio, fluyen en el tiempo. Se ve a la madre del pintor ir muriendo lentamente mientras los títulos de los cuadros informan que “descansa” o “lee”. El tiempo se mueve en las pinturas de Freud y, aunque no se vea, es el protagonista de todo lo que allí se degrada y se marchita.
Nada impresiona tanto como los desnudos. Un cuerpo desnudo está expuesto no sólo a la intrusión de la mirada, sino también a la perversión del crimen. Eso es lo que produce tanto terror en la escena del asesinato bajo la ducha en Psicosis, de Hitchcock: que la víctima esté inerme e inadvertida mientras el cuchillo del verdugo se le acerca. Lucien Freud exagera esa indefensión. Sus criaturas desnudas tienen el sexo casi en primer plano, como el cuello de los corderos antes de la matanza. Son gordas, deformes, malévolas. No inspiran ternura sino, curiosamente, una invencible compasión.
Sigmund Freud no pudo imaginar nada de esto cuando le entregó a su nieto un ejemplar de Las mil y una noches como regalo de cumpleaños, en 1938. No vislumbró que la histeria, la melancolía, la paranoia, las fobias, los recuerdos infantiles, todo lo que él había descripto como fenómenos clínicos, podría convertirse alguna vez en retratos abrasadores del inconsciente. Sin saberlo y seguramente sin quererlo, Lucien Freud representa ahora la continuación del psicoanálisis por otros medios.
Cuerpos fluyendo en el tiempo Todas las figuras de Lucien Freud, aunque detenidas en el espacio, fluyen en el tiempo. Se ve a la madre del pintor muriendo lentamente mientras los títulos de los cuadros informan que “descansa” o “lee”. El tiempo se mueve en las pinturas de Freud y, aunque no se vea, es el protagonista de todo lo que allí se degrada y se marchita
En la senda de Gulliver Por esos años, antes de la Segunda Guerra, Freud leía también los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde el cuerpo se describe, al ser ampliado, con todos sus detalles de horror. Pero no es el cambio de perspectiva lo que torna sorprendentes los cuerpos de Lucien Freud, sino la súbita revelación de que esas fealdades, esos pliegues, esas imágenes de repulsión, constituyen el ser que somos y que no logramos ver