El origen del chulengo: ¿un invento argentino?
Se impuso como sistema parrillero práctico y económico; su procedencia se disputa entre varios países, aunque lo más probable es que haya nacido en tierras patagónicas
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¿Quién inventó ese maravilloso sistema de parrilla fabricado con un tambor de aceite usado? El origen del chulengo se muestra en principio difuso. La respuesta no está en Internet ni figura en los libros de las grandes plumas parrilleras, pero algo es seguro: en la Argentina lo llamamos así por su particular semejanza con la cría del guanaco.
Una persona con dos herramientas puede fabricarlo: solo hace falta reciclar un barril de acero de 200 litros y, con una amoladora y una soldadora, más algunos fierros y dos bisagras, está casi listo.
Pero, claro, recrear un chulengo no es un trabajo para cualquiera, y por eso herreros y emprendedores han encontrado en la producción artesanal de estas parrillas una salida laboral bien paga. Sobre todo, más acá del conurbano, donde se ha posicionado como un sistema de cocción de carnes y vegetales práctico y económico que ocupa poco lugar, es fácil de limpiar y además es móvil, lo mejor que puede sucederle a un asador que se mueve en espacios reducidos.
Eso sí, parece que el chulengo no ha logrado ingresar aún a las grandes ligas de los influenciadores del asado, ni es objeto de veneración entre las exquisitas plumas gourmands; más bien brilla por su ausencia. Quizás no tenga tanto que ver su irrupción tardía en la cultura de las brasas, sino su origen plebeyo o, quizás, su parecido con las barbacoas inglesas.
En Siete fuegos, mi cocina argentina (2010), de Francis Mallmann, el as de las llamaradas versa sobre la parrilla clásica, redescubre el infiernillo y va del rescoldo al asador en una oda a las brasas, pero de chulengos o barriles callejeros nada, y eso que ganó el premio al “mejor libro de cocina de parrilla del mundo”.
En El gaucho gourmet (2001), de Dereck Foster, se parte de los primeros cronistas que narraron el arte de asar, como el cuzqueño Calixto Bustamante Carlos Inca o Concolorcorvo, pasando por el Martín Fierro de José Hernández hasta los tiempos finiseculares, y aún así ni una línea dedicada al tambor de hojalata.
En un encuentro con este cronista, el antropólogo uruguayo Gustavo Laborde, autor del clásico El asado: origen, historia, ritual delineó una hipótesis sobre el origen de las parrillas en las viviendas, coincidentes “con el proceso migratorio del campo a la ciudad y con la industrialización”, pero del chulengo ni noticias.
Digresión: otro amigo uruguayo, el fotógrafo Álvaro Portillo, logró ilustrarme sobre por qué un experto como Laborde no conocía al chulengo. Nada más que porque allá no lo llaman así; dijo que el “medio tanque” como asador está en cada esquina de Montevideo, que no hay uruguayo que no haya tenido uno, y que el problema no es determinar el origen del chulengo porque, como es obvio, el “medio tanque” es un invento uruguayo. Le repliqué, más tarde, que con su invento se habían quedado cortos: un medio tanque no es lo mismo que un tanque entero y, en caso de lluvias, el invento uruguayo no sirve de nada.
Por último, busqué en bibliografía más nueva y encontré en El parrillero científico, una edición de bolsillo compilada por el cronobiólogo Diego Golombek, excelente data sobre la termodinámica del asado, el crepitar de las brasas y la transmisión del calor -por convección, conducción y radiación-, pero naturalmente ni un renglón sobre el chulengo.
Antes de rendirme para determinar a ciencia cierta el origen del revolucionario sistema de barril de aceite usado y partido al medio, recordé una entrevista con un viejo productor ovino de Río Grande, Tierra del Fuego, que venía reconvirtiéndose al ganado bovino por la proliferación de jaurías de perros salvajes que les comían las ovejas.
Mientras comíamos un cordero, como es tradición, cocido al asador, me dijo con total naturalidad que el origen del chulengo no puede admitir ninguna controversia, que es un invento patagónico, como es lógico, sin dudas, por tres razones muy simples.
Primero, por la abundancia de tanques o barriles de acero donde se almacenan lubricantes en las provincias petroleras patagónicas; segundo, porque los operarios petroleros gustan comer asado a campo abierto; y, tercero, porque si no se mete la parrilla y las brasas dentro de un tacho tapado, se hace muy difícil asar al aire libre la mayor parte del año, quedando los asados de la estepa solo reservados a climas excepcionales o a lugares cerrados.
Por todo esto, decía el productor, el chulengo venía a resolver esas dificultades geográficas y meteorológicas tan hostiles. Con toda esta información, sin embargo, no logré precisar si fue en Santa Cruz, Tierra del Fuego, Chubut o Neuquén donde un grupo de petroleros partieron un tacho, encendieron un fuego y se comieron alto asado, y menos si fue en los años 70 como aseguró este ganadero; pero que es un invento patagónico no quedan dudas, por algo se llama chulengo: en homenaje a la cría del guanaco (Lama guanicoe), que es el camélido salvaje más abundante del fin del mundo y uno de los pocos mamíferos terrestres que puede beber agua salada sin morir en el intento.
Sobre su efecto de ahumador con la tapa cerrada, sus humos tal vez tóxicos, su eficaz sistema de seguridad frente a los cánidos asaltantes de achuras o las nuevas mini versiones de chulengos para balcón elaboradas con pequeñas garrafas, no es mucho lo que se pueda aportar aquí que no sepan quienes tengan uno y hayan experimentado ya el fino arte de cocinar cualquier bicho que camina, repta, nada o vuela dentro un tambor partido al medio (no sobra decir, también, que las pizzas cocidas en el chulengo quedan muy bien).
Para que esta fenomenología del chulengo resulte completa y no quede reducida a la geografía rioplatense, resta levantar la mirada y trascender las fronteras. Para eso contacté con un herrero inglés que produce chulengos de acero inoxidable en Londres.
Se llama Conan Sturdy y es el creador de la marca “Original Jerk BBQ’s”, que fabrica chulengos reciclando viejos tambores de aceite en el Reino Unido. Como es obvio, le pregunté si se había inspirado en un diseño argentino, pero como es natural también dijo que no, que “es algo bastante universal”.
“Aquí en Londres las barbacoas de tambor de aceite son un clásico urbano. Son muy simples de hacer a mano en casa con herramientas básicas o por un artesano en un taller totalmente equipado”, dice Conan, y agrega que el primer chulengo que hizo fue en 1999 para “un padre y un hijo que necesitaban uno rápidamente para ir al carnaval de Notting Hill a vender Jerk chicken”.
¿Qué es el Jerk chicken? Conan cuenta que se trata de una receta muy popular en sus pagos: consiste en preparar un adobo de especias secas molidas con las que se frota el pollo, el pescado o las verduras, incluso el tofu, antes de ponerlos sobre la parrilla del chulengo. Pero hay una revelación más: “Es la cocina típica de Jamaica y en Londres hay muchos jamaicanos”.
Chulengos en Jamaica, chulengos en el Reino Unido y chulengos en Uruguay (en este caso, medio chulengos o chulengos rengos): ¿habrá chulengos en Malvinas? ¿Será que esta creación patagónica ha conquistado el mundo?
Mientras pienso en todo esto nos queda un certeza, un principio ético, una deóntica del asado al tambor. No hay que aceptar imitaciones, dice el herrero de la vuelta de casa; el chulengo original se fabrica con un tanque de aceite usado, sea en Kingston, Londres, Montevideo o Buenos Aires, a lo sumo se emplea un viejo termotanque o una garrafa en desuso.
Porque el sentido de todo esto es que resulte un producto reciclado, elaborado a la manera artesanal y no un perfecto cilindro industrializado de lata negro mate con remaches y una parrilla de alambres cromados como los que se venden ahora por Alibaba procedentes de países muy lejanos.
Bueno, tampoco hay que discriminar. Cuando se trata de encender un fuego y cocinar cualquier alimento, más tratándose de un asado como Dios manda, todo vale.
Y vos, ¿alguna vez tuviste un chulengo?
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