El orden natural de las cosas
En el restaurante Martinho de Arcada, mi casa de comidas habitual en Lisboa (allí donde el espía Lorenzo Falcó cena con la vedette Rita Moura tras cargarse a un agente republicano en Alfama), comento con Nuno y Paulo, camareros y amigos desde hace mucho, las cosas que pasan en Portugal, en España y en el mundo. El veterano Nuno, que es pequeño, rubio y simpático, trae un vino del Alentejo estupendo y barato, que yo no conocía, y mientras me lo hace probar cuenta que el alcalde de Oporto acaba de proponer unir a Portugal y España en un solo espacio político. ¿Te imaginas?, dice. Y le digo que sí, que lo imagino. Es la vieja idea de la Unión Ibérica de Garret, Saramago, Maragall y Unamuno, que resucita de vez en cuando, o tal vez nunca muere. Sesenta millones de personas y dos economías coordinadas. Lo que seríamos juntos. Un sueño maravilloso e imposible.
Algo más tarde, mientras paseo por la Baixa esquivando turistas anglosajones y japoneses, sigo dándole vueltas, pues me acuerdo de España y Portugal juntos como parte da orden natural das coisas, que decía Teófilo Braga, o del somos hispanos, e debemos chamar hispanos a cuantos habitamos a península hispánica de Almeida Garret. Y, bueno. Es difícil no hacerlo, cuando pienso en el poco peso de Portugal y España en las decisiones que se toman en Bruselas, donde los españoles somos con harta frecuencia el hazmerreír de Europa; en el detalle de que los dos idiomas tengan una similitud léxica del 89%; en que la economía de los países que hablan español y portugués represente un 14% del PIB mundial, y en el hecho encuestado de que casi la mitad de los españoles y más de la mitad de los portugueses verían con buenos ojos una unión ibérica de tipo confederal: una asociación coordinada y fuerte, como el Benelux con que Bélgica, Holanda y Luxemburgo fundaron lo que luego sería Comunidad Económica Europea.
El iberismo es viejo como la historia de la península que le da nombre, y su historia es una larga sucesión de ocasiones perdidas. La más estrepitosa fue cuando Felipe II, que por herencia unió las coronas española y portuguesa durante sesenta años, en vez de desangrarnos en querellas europeas que nos importaban un carajo, no se llevó la capital a Lisboa, convirtiendo a la España y al Portugal de ambas orillas en una gran potencia atlántica unida, que le hubiera partido la cara a los anglosajones que tanto nos putearon a unos y a otros; y que, desde entonces hasta ahora, cada vez que han intervenido en Europa –acabamos de comprobarlo otra vez– ha sido para impedir su unión y reventarla desde dentro.
No me hago ilusiones sobre el iberismo, por supuesto. Sé en qué mundo y en qué España vivo. Pero cada vez que piso Portugal no puedo evitar la melancolía de lo que podríamos ser y no somos; aunque el consuelo es que, si me gustan Portugal y los portugueses, tal vez sea porque se han mantenido aparte e incontaminados de lo que los españoles somos. Aun así no puedo sino lamentar que otra gran ocasión, cuando Isabel II se fue a hacer puñetas en 1868, el debate entre unión ibérica basada en unidad monárquica o en federación republicana acabase engullido por el caos en el que la irresponsabilidad española hundió la Primera República, y que la idea de unos Estados Unidos de Iberia se fuera al diablo bajo la restauración borbónica, para ser rematada por las dictaduras de Salazar y Franco; quedando, hasta hoy, como simple sueño sentimental e intelectual de unos pocos.
Recuerdo a mi añorado Pepe Saramago conversando sobre eso con aquel lúcido pesimismo suyo, tan portugués, tan español, que era su marca de agua: la imposibilidad del iberismo unionista clásico, incluso de una federación a palo seco, pero sí el campo abierto al iberismo confederal, suma de fuerzas para levantar la voz a una Europa de mercachifles que nos ningunea y se ríe en nuestra cara. No es en los mezquinos nacionalismos centralistas o periféricos donde habría que buscarlo –al contrario, son sus peores enemigos–, sino en la búsqueda de objetivos comunes por encima de la cochina división entre derechas e izquierdas, conservadores y progresistas. Nuestra España, que para su vergüenza vive de espaldas a Portugal, tiene mucho que aprender de un país y una gente que se están sabiendo reinventar a sí mismos y se modernizan de forma asombrosa. Imaginemos lo que sería esa Iberia unida, concertada, bien comunicada, con una capital alineada, o incluso compartida, en un eje Lisboa-Madrid-Barcelona, por ejemplo. Una Unión Ibérica de ciudadanos libres, solidarios y responsables es sin duda una utopía imposible, conociéndonos a los españoles. Pero convendrán conmigo en que es muy hermosa.