El niño de la burbuja: el raro caso que fascinó a la ciencia y conmovió al mundo
Sufría una enfermedad que lo hacía vulnerable a todo tipo de gérmenes, por lo debió vivir su corta vida aislado de todos
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David Vetter era un niño despierto y de ojos expresivos que vivía con sus padres, David Jr. y Carol Ann, y su hermana Katherine en la ciudad de Conroe, al norte de Houston, en el estado de Texas, Estados Unidos. Crecía, estudiaba, jugaba, tenía alegrías y berrinches y era amado por su familia, como muchos otros niños de su país y del mundo.
Pero David no era como los demás infantes. Portador de SCID, una enfermedad del sistema inmunológico que lo volvía vulnerable al menor contacto con el exterior, el chico debía vivir encerrado en una cápsula de plástico instalada en un sector de su propia casa.
Su vida transcurría dentro de ese espacio artificial hermético, absolutamente esterilizado. Cuando en la década del ’70 los medios dieron cuenta de la historia del pequeño David, fue bautizado con el apelativo con el que se lo recuerda aún en estos días: “el niño de la burbuja”.
Desde su nacimiento en 1971, hasta su muerte, en 1984, David vivió dentro de su diminuto universo de paredes transparentes. Nunca pudo tocar el mundo que lo rodeaba.
A los 12 años, al salir de su encierro ascético como último recurso para que los médicos trataran la enfermedad que lo consumía tras un fallido trasplante de médula, el niño de la burbuja pudo sentir el contacto directo con otro ser humano. Por primera vez, entonces, su mamá lo pudo acariciar y le dio un beso en la mejilla. Este gesto primordial de amor materno llegó apenas unos minutos antes de que él diera su último aliento.
Más allá del dolor que provocó su partida, su legado persistió. El caso de David ofreció a la ciencia herramientas para dar respuesta a patologías similares a la suya y optimizar el proceso de trasplante de médula ósea.
Una enfermedad anunciada
David Phillip Vetter nació en el Texas Children’s Hospital de Houston un 21 de septiembre de 1971. La mamá del bebé y sus médicos ya sabían que el niño podría nacer con una patología hereditaria que requería cuidados y habían convertido la sala de parto en un espacio absolutamente esterilizado.
Es que el pequeño que llegaría al mundo tenía grandes posibilidades de padecer la enfermedad conocida como Inmunodeficiencia Combinada Grave (SCID, por sus siglas en inglés). Esta afección destruye el funcionamiento del sistema inmunológico humano, lo que ocasiona que cualquier germen que circule por el ambiente o en otras personas y entre en contacto con el organismo enfermo, se convierta en un invasor letal.
Los papás de David habían tenido en 1970 otro bebé que nació con esa afección, al que habían bautizado David III. Este pequeño recibió un trasplante de médula -en ese momento, la única forma de tratar la patología-, donada por la primogénita de la familia, Katherine, pero no superó el tratamiento, y falleció a los siete meses de vida.
Los médicos le habían advertido al matrimonio Vetter que la enfermedad se manifestaba solo en los hombres, y que, en caso de tener un nuevo niño, las posibilidades de que naciera con la inmunodeficiencia eran de 50%.
Los Vetter querían darle un hermano a Katherine, y confiaban además en que, de nacer con la patología, la ciencia no tardaría mucho en encontrar una cura para acabar con ella. De modo que no se amedrentaron ni siquiera cuando les informaron que el bebé que esperaban era un varón.
“La decisión de tener otro hijo vino de nuestro corazón y de nuestra mente. Decidimos poner nuestra confianza en Dios. No importaba lo que sucediera, para nosotros un el aborto terapéutico habría sido imposible”, expresó Carol Ann, la mamá del pequeño, al programa American Experience de la señal estadounidense PBS.
Carol Ann y David Jr. eran profundamente católicos, y pusieron su confianza en Dios ante la llegada del niño. Pero también en la ciencia. Por eso, en el hospital de Houston los médicos ya tenían preparada una estructura estéril de paredes plásticas para instalar al niño ni bien naciera.
Efectivamente, a poco de su nacimiento, se determinó que David padecía SCID. Y ya nunca más saldría de su burbuja. Los primeros tres años, en el hospital, y luego, en su propia casa. Abandonar ese lugar, era igual a morir.
La única oportunidad que habría tenido David para salir de su patología era un trasplante de médula ósea. Pero la donante posible era su hermana Katherine, que no era compatible. De modo que el niño debió acostumbrarse a vivir aislado.
El universo plástico de David Vetter
En su universo de plástico, el chico tenía distintos “ambientes” conectados por un pasador. En uno de ellos tenía sus juguetes. Las paredes transparentes poseían exclusas para ingresar y sacar objetos, siempre previamente esterilizadas y también una serie de “brazos” incorporados con un guante en la punta para que los de afuera pudieran “tocar” al chico y para que David pudiera “agarrar” objetos del exterior.
Así las cosas, el pequeño de la burbuja trataba de mantener una vida común y similar a la de los demás. Miraba la televisión y jugaba con su vecino y amigo Shawn, que lo visitaba cotidianamente. También solía ver junto a su padre los partidos de futbol americano de los Houston Oilers.
Estudiaba con maestras particulares y también a través de un altavoz telefónico que lo comunicaba con el aula de una escuela cercana. Solía hacer desaparecer su lápiz en algún lugar de su burbuja como una picardía para no realizar la tarea, pero su mamá conocía mejor que él los recovecos de la instalación plástica, y la broma no duraba demasiado.
Además, David estaba constantemente acompañado por su hermana mayor, Katherine, que era tres años más grande que él. Hasta que el niño cumplió nueve, ella dormía en la misma habitación donde se encontraba la burbuja.
El pequeño se llevaba muy bien con Katherine, pero también tenían sus pequeñas riñas, donde ella llevaba las de ganar. A veces, cuando se enojaba mucho, le desconectaba el sistema que oxigenaba y mantenía la burbuja inflada. Cuando la estructura comenzaba a descomprimirse, la volvía a encender.
El pequeño Vetter solía tener buen carácter y pocas veces se quejaba de su particular condición. “El era una extraña combinación de un niño muy adorable pero que tenía la dureza de carácter y la valentía de un adulto”, señaló su psiquiatra del Hospital de Niños de Texas, David Freeman.
Convivir con la fama y los dilemas éticos
En tanto que el pequeño crecía, también aumentaba el interés de los medios en mostrar su vida, que era un caso único en el mundo. Frecuentemente su historia aparecía en la prensa, e incluso, en el año 1976, hubo una película basada en él, El chico de la burbuja de plástico.
El filme, protagonizado por John Travolta, mostraba a Tod Lubitch, un álter ego de David, que llegaba a la edad adulta y un día decidía abandonar su encierro para salir a montar a caballo con su novia. Algo que nunca pasaría con el chico que inspiró la película y que también despertó reflexiones de índole ética.
Científicos, pensadores y religiosos trataban de responder a cuestiones sobre el niño de la burbuja como hasta dónde una vida en ese estado restrictivo y, para algunos, similar a un experimento humano, era una existencia digna de ser vivida. Pero también se planteaban quién podría decidir “liberar” a ese niño, aún visto como conejillo de indias de la ciencia, cuando el costo era causar su muerte, como lo expresó en un artículo en la revista médica JAMA el reverendo Raymond Lawrence, quien fuera director de pastoral clínica en el hospital de Texas durante los primeros cuatro años de vida de David.
Mientras tanto, y más allá de estas disquisiciones éticas, el chico era consciente de la atención mediática que concitaba. Divertido, una vez que vio su foto en la portada de un diario, le señaló la imagen a su mamá, y le dijo: “Soy una estrella, no necesito limpiar mi burbuja”. Pero la respuesta llegó al día siguiente, cuando Carol Ann tomó el periódico, donde ya no aparecía su hijo, y le dijo: “Mirá, ya no sos más una estrella. Te toca limpiar tu espacio”.
Cuando David tenía seis años recibió un maravilloso regalo que nada menos que en la NASA habían diseñado para él: un traje hermético, similar al de un astronauta, para que el pequeño pudiera salir de la burbuja y ver al menos algo del mundo que lo rodeaba. Gracias a este invento, el niño pudo ser alzado por su mamá por primera vez, pasear por su jardín y ver un cielo estrellado. Luego de unas seis o siete salidas, todas breves porque su traje no tenía autonomía para mucho tiempo, el niño se cansó y abandonó sus excursiones.
Un tratamiento que falla
A una edad más avanzada, y si bien en su entorno el pequeño mostraba una cara amable, David comenzaba a sentir cierto malestar interno por su situación. Una de sus psicólogas, Mary Murphy, recordó para la citada producción de PBS una pregunta que le hizo el pequeño: “¿Por qué estoy tan enojado todo el tiempo?”.
“Todo lo que haga depende de que alguien decida lo que yo haga -agregó David a su terapeuta-. ¿Por qué la escuela? ¿Para qué aprendí a leer? ¿De qué me va a servir, si nunca podré hacer nada? Entonces, ¿Por qué? Y ¿por qué yo?”
Alentados por los avances llevados adelante por un grupo de médicos de Boston en materia de trasplante de médula ósea, David pudo recibir la donación de su hermana Katherine, aunque no tuvieran una compatibilidad perfecta. Era un tratamiento experimental, pero había fuertes chances de que con él llegara la cura del niño.
El 21 de octubre de 1983, un David Vetter de 12 años se sometió al procedimiento. Ayudó incluso a que los médicos lo inyectaran en su propia burbuja. Pero las esperanzas de lograr una mejora se desvanecieron poco tiempo después. Y la tragedia se precipitó.
El niño se enfermó fuerte por primera vez en su vida, y sus médicos descubrieron la causa. En la médula de Katherine había un virus, el Epstein-Barr, que no fue detectado en los análisis y que provocó a David un linfoma, una especie de cáncer cuya agresividad minó definitivamente su salud.
La muerte de David Vetter
El 7 de febrero el pequeño fue sacado de su burbuja para poder ser tratado de forma directa, pero su situación no paraba de empeorar. “Esto no está funcionando. ¿Por qué no me sacan todos los tubos y regresamos a casa?”, preguntó el niño a su mamá poco antes del inevitable desenlace.
El 22 de febrero de 1984, con una entereza formidable, el niño de la burbuja le dijo a su psicóloga que la amaba, le guiñó un ojo a su médico personal, William Shearer y bajó sus párpados. Minutos antes de morir, recibió el último y único beso de su madre.
El caso de David Vetter fue triste, pero fue también una fuente de investigación trascendente. Se escribieron unos 40 artículos académicos sobre el niño y su autopsia y muestras de sangre ayudaron a la ciencia a comprender y reparar el sistema inmunológico de otros chicos con la misma patología.
Desde entonces, de acuerdo a un reporte del New York Times sobre la vida de David, la medicina progresó hasta el punto de que un trasplante de médula suele ser exitoso contra la SCID cuando se hace en los tres primeros meses de vida del bebé. También avanzaron las técnicas para detectar la patología, que puede realizarse hoy incluso antes del nacimiento.
En tanto, en 1990 se desarrolló un tratamiento experimental para los síntomas de esta inmunodeficiencia. En 1993 se probó una cura, también experimental, a través de la terapia génica. Con estos dos avances científicos, la solución tan esperada para la enfermedad de David habría llegado cuando el joven hubiera tenido 18 y 21 años, respectivamente. Pero es difícil aventurar qué habría sido de su vida entonces.
Además de su legado científico, el niño de la burbuja perduró también en la cultura popular. Su imagen aparece con diversas variantes en películas, o en series de televisión que van de Seinfeld a Los Simpson. Y la mayoría de las personas que pasa los 45 años tiene al menos un lejano recuerdo del caso.
Los restos de David Vetter se encuentran en el cementerio de Conroe, próximos a los de su hermano David III. Quizás el mejor resumen de su existencia es el que describen las dos líneas de su epitafio: “El nunca tocó el mundo, pero el mundo fue tocado por él”.
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