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“Hola, hola”, saluda Pepe a cada cliente que traspasa el umbral de una antigua florería sobre Juan Ramírez de Velasco 1599 en Chacarita. A Pepe, el simpático loro parlanchín, todos lo conocen y con su distintivo plumaje verde, amarillo y rojo es capaz de conquistar a cuanto transeúnte pase por aquella esquina. “Llegó volando hace más de cinco años y se quedó para siempre. Parece que se enamoró del aroma de mis flores”, confiesa Carlos, de 75 años, a quien todo el barrio lo llama “Campoccha”, por su apellido.
“Así le decían cariñosamente a mi padre, Humberto. De él heredé este hermoso oficio. Era famosísimo y un personaje muy querido. Arrancó vendiendo flores en el tranvía en la década del 30″, cuenta quien al recordar a su progenitor se emociona. Desde hace tiempo que la florería “Santa Teresita” se ha convertido en un emblema porteño y, a lo largo de varias generaciones, sus arreglos florales han acompañado nacimientos, casamientos y entierros. “Una linda flor está presente en cada etapa importante de la vida”, resume y acomoda un jarrón con lisianthus blancas y rosas. Luego, se sienta en un cómodo taburete de plástico y, mientras observa el ir y venir de los peatones de la transitada Avenida Dorrego, comienza a recordar anécdotas: desde los primeros años de la florería pasando por las personalidades de la farándula y política que acompañó con sus delicadas coronas en sus funerales. Todos tenían el sello de Don Campoccha.
Las flores de Don Campocha
Humberto, el padre de Carlitos, arrancó a trabajar a los seis años cuidando carros en el Mercado del Abasto. Años más tarde descubrió un mundo que le apasionó: las flores. Le parecían perfectas, únicas y repletas de belleza. Con catorce años recién cumplidos comenzó a ganarse la vida vendiendo ramitos de claveles, dalias y rosas en el tranvía. Su recorrido era en el 12, que iba de Federico Lacroze a La Boca. El simpático jovencito tenía muchas ganas de progresar y el tiempo puso un puestito en un terreno en su querido barrio de Chacarita, en Vera y Bonpland. Por su esmerada atención cada vez se volvió más conocido: todos buscaban las flores de “Campoccha” al ser bien frescas y a precios más que convenientes. Un 13 de enero de 1947 abrió las puertas de su propio negocio sobre la calle Juan Ramírez de Velasco 1519, donde actualmente funciona una parrilla. La bautizó “Santa Teresita”, en conmemoración a la virgen y el éxito fue inmediato: a toda hora le encargaban ramos. Por su cercanía al Cementerio de la Chacarita, en ese momento, se le ocurrió sumar al repertorio coronas para difuntos de distintos tamaños. “Era impresionante lo que trabajaba. En esa época había más de quince personas atendiendo a los clientes, tres turnos, camionetas de reparto. El Día de la Madre, San Valentín y Navidad eran fechas con gran convocatoria.
Me acuerdo que cuando murió Evita Perón le habían encargado coronas tan grandes que papá y mi tío José las terminaron de preparar en la calle. Salían mucho las coronas. También le ha encargado Carlos Menem e Isabel Sarli. Hasta hacían de laureles para los campeonatos de polo”, rememora Carlitos. Él se crio en el barrio jugando a la pelota. “Me acuerdo de la época en la que pasaban los mateos y los coches fúnebres para el cementerio”, detalla, quien desde jovencito ayudaba a su padre con ciertas tareas: desde el planchado de los papeles para envolver los ramos hasta el armado de los mismos. Cuando terminó el colegio secundario Carlos se anotó a estudiar Derecho, sin embargo parecía que su destino ya estaba marcado. Es que al tiempo, su padre enfermó gravemente y murió. Su hijo continuó su legado. “Es impresionante, pero la mayoría de los que estamos en la ciudad somos hijos o nietos de floristas. Es una descendencia, un oficio que se hereda”, dice emocionado. Hablar de su padre y del club de sus amores, Club Atlético Atlanta, lo enorgullece.
Así fue como en 1972 Campoccha colgó el traje y la corbata y se puso cómodo, con unas zapatillas, remera manga corta y un delantal, para recibir a su fiel clientela. Soñaba con convertirse en un gran florista. Había tenido la escuela de su padre y quería honrar el apellido. Cuatro años más tarde junto a su mujer, que casualmente se llamaba Teresa, y le decían “Teresita”, encontraron una bella casona de 1930 justo a pocos metros de la antigua florería. El sitio les pareció perfecto, ya que conservaba su estética de antaño y los pisos originales. Tal es así que decidieron mudar el emprendimiento familiar allí.
En esa entonces, un habitué les obsequió la imagen de la virgen Santa Teresita que data del 1800. “Es una verdadera reliquia, nos acompaña siempre”, cuenta. Con el paso de los años Carlitos tuvo que adaptarse a la demanda. Según dice en los últimos años han bajado notoriamente los pedidos de coronas y han aumentado las consultas por las plantas de interior y las huertas. “Tuve que incorporar cada vez más plantas, semillas, sustratos, tierra, macetas. No soy un vivero (risas), pero había que sobrevivir. Durante la pandemia fue impresionante la cantidad de clientes que encontraron en la naturaleza una conexión. Se armaban huertas en los balcones y venían a pedirme consejos”, reconoce, quien por su buena atención recibe clientes de todos los barrios porteños.
En la florería de Carlos siempre suena algún tango o partido de fútbol de fondo. “Yo se bien que soy bohemio. Tengo mucha plata en sueños. Soy así que voy a hacer”, dice un cartel de un tango colgado en una de las paredes. Se entremezcla con otras frases significativas, el escudo de Atlanta, fotografías antiguas del padre, artículos de diaria con publicidades de la florería y algunos reconocimientos a su larga trayectoria. En el medio del salón se encuentran las verdaderas protagonistas de la casa: las flores. Hay simples, nacionales, importadas y exóticas. Entre ellas hay mini rosas, lyrium perfumada, lisiantus, gladiolo, crisantemo, girasoles, hortensias, jazmines, fresias, peonias, entre otras. Todas las semanas Campoccha se encarga de buscarlas muy temprano (a las cuatro de la mañana) en el Mercado de las Flores en Barracas.
¿Qué cualidades tiene que tener un buen florista?
Para este oficio hay que tener bien puesta la camiseta. Es una cosa seria: se necesita tacto. Como dije anteriormente uno acompaña, con mucho respeto, a sus clientes en todos los momentos: lindos y muchas veces dolorosos ya que perdió a un afecto. Una flor es eso, un “amor y una despedida”. Está cuando nacés, te enamorás, casas, tenés un hijo y te morís. Además, no existen los horarios. Me acuerdo que cuando me estaba casando, media hora antes estaba bajando coronas en un entierro.
¿Qué es lo que más te apasiona de esta profesión?
Aunque te parezca raro siempre me gustaron los desafíos. Cumplir con lo que parece imposible. Me encanta cuando me dicen: “Campoccha me tenés que salvar con tal ramo o corona”. Me da mucha adrenalina. Me gusta cuando el cliente se queda conforme y hace feliz a alguien con una flor.
Cae la tarde, los últimos rayos del sol se cuelan por el enorme ventanal. Un joven entró al local y saludó al loro Pepe y a “Negro”, el perrito. El ave le devuelve un “Hola”. Enseguida le encarga a Carlitos un ramo bien tupido con gerberas, rosas y peonías. “Son para mi novia. Hoy es nuestro aniversario”, le cuenta. Con la misma pasión que su padre, Don Campoccha le prepara prolijamente el obsequio. “Estoy seguro que le van a encantar”, concluye, mientras le coloca el detalle final: un moño blanco.
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