¡El muro está abierto!
A 25 años de la caída de un símbolo de la opresión y la discordia, semblanzas de una ciudad que ha transformado el pasado traumático en un estímulo hacia el futuro
BERLÍN.- Hablar de un destino muy importante requiere a veces mencionar un punto anterior. Es como si el antecedente permitiera ilustrar mejor la significación que tiene ese destino para uno. Por eso, antes de hablar de Berlín, ciudad en la que vivo desde enero de 2012 y en la que se cumplen 25 años desde la caída del Muro, voy a hablar de la capital que, en mi vida, fue su antecesora: Budapest.
Transcurría julio de 1989. Tenía quince años y había llegado con mis padres a esa ciudad, una de las escalas de un inesperado viaje por Europa que nos había posibilitado la venta de una lejana propiedad familiar. Aunque Hungría se había habituado al estilo burocrático soviético, en su capital se respiraba una atmósfera fascinante, mezcla de romanticismo y bohemia. Sobre todo en las calles de Buda, una de las dos partes de la ciudad dividida por el Danubio, donde violinistas gitanos tocaban entre majestuosas casas imperiales. Pest, la otra parte, era más populosa y agitada, pero también muy bella.
Algo sin embargo desentonaba. En Pest, sobre todo, los edificios tenían banderas negras porque acababa de morir el dictador comunista húngaro János Kadar. No pude saber hasta qué punto era luto fingido, pero un dato concluyente me hacía intuirlo: los soldados del Ejército Rojo soviético que encontré en la Colina de las Rosas de Pest, el mismo ejército que había sofocado el levantamiento húngaro de 1956.
También era extraño lo que sucedía con la moneda: el dólar tenía una cotización oficial, pero se cambiaba en las calles a un monto muchísimo más alto. La mayoría de los buenos pagadores callejeros eran alemanes del este. Ellos viajaban a Hungría de vacaciones, cambiaban florines por dólares y se escapaban a Austria por una frontera que los húngaros ya no querían controlar.
Al parecer, la muerte de Kadar había dejado expuestas las grietas que existían en la Cortina de Hierro. El Muro de Berlín ya había caído secretamente en julio en Hungría, aunque faltaban todavía algunos meses para que se derrumbara a la vista de todo el mundo.
Enseguida hubo otros puntos de inflexión, en otras ciudades. Por ejemplo, en Praga, donde el entonces ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Federal, Hans-Dietrich Genscher, anunció un salvoconducto para liberar a las oleadas de alemanes del Este que se albergaban en la embajada germano-occidental en Checoslovaquia.
El 30 de septiembre de 1989, Genscher les habló a los 4500 refugiados desde el balcón de la sede diplomática. "Hemos venido a comunicarles que su salida...", dijo entonces. Nadie escuchó el "ha sido aprobada hoy". Un rugido de felicidad cubrió las palabras del funcionario, en una de las escenas más conmovedoras de los prolegómenos de la caída del Muro.
Apenas un mes después arreciaban las movilizaciones en la ciudad oriental de Leipzig. Las marchas se habían ido conformando en torno a las oraciones de los lunes de la iglesia protestante de San Nicolás (Nikolaikirche). Pero nadie –probablemente ni los propios protagonistas– esperaba lo que ocurrió el 9 de octubre de 1989: tras una ceremonia en la iglesia, unas 70.000 personas decidieron desafiar a las fuerzas de seguridad de Alemania Oriental.
Pese a que las intimidaciones eran constantes (un diario oficial llegó a publicar la carta de lectores de un militar retirado que prometía sofocar las protestas a sangre y fuego), los manifestantes se atrevieron incluso a desfilar frente a la siniestra Esquina Redonda, donde entonces se encontraba la sede de la Stasi, la policía secreta del régimen.
Hoy se erige allí uno de los museos más completos de la temida organización. Entre los diminutos micrófonos y cámaras listos para ser escondidos en los lugares más inverosímiles, destaca por contraste un gigantesco aparato de destrucción de papeles que los espías pusieron en marcha para que la turba no pudiera hacerse, meses después, de algunos de los secretos mejor guardados.
¿Por qué se encendió la mecha en Leipzig? Aunque el totalitarismo comunista golpeaba por igual en todo el Bloque del Este, una clave la puede dar el hecho de que el régimen fue especialmente efectivo en destruir buena parte del pasado de gloria de la ciudad de Bach, que había sido un corazón industrial y cultural de Alemania, sobre todo a partir del siglo XIX.
Justo allí, en Leipzig, se encontraba Barbara Bollwahn el día que cayó el Muro: el 9 de noviembre de 1989. Esta periodista y escritora germano-oriental trabajaba como traductora de español y había participado de las manifestaciones multitudinarias en contra del régimen."Estaba mirando la TV y no podía creer lo que veía. Un miembro del politburó anunció la apertura de la frontera, como si dijera el pronóstico del tiempo. Yo veía la conferencia de prensa y mientras preparaba la maleta para ir a Berlín Occidental. Estaba muy descontenta. No por razones económicas, sino por falta de libertad", declaró Barbara a la cadena televisiva Deutsche Welle.
"Me quería ir lo antes posible porque nadie sabía hasta cuándo la frontera iba a estar abierta. El 10 de noviembre fui a la policía para que me dieran un sello para la salida definitiva. Era muy complicado: todos querían irse", sostuvo.
Sí, era imposible de creer, pero el Muro realmente había caído. Las 138 personas que habían muerto en el intento de atravesarlo durante sus casi tres décadas de existencia (los héroes que inspiraron a David Bowie) podían por fin descansar en paz.
Vidas marcadas
Conocí a Bollwahn en esta capital en 2007. Entonces, ella escribía en el diario Tageszeitung (TAZ) sobre temas relacionados con la ex Alemania del Este. Al año siguiente tuvo la gentileza de enviarme a Buenos Aires su segundo libro Der Klassenfeind + ich (El enemigo de la clase + yo). Es una novela para jóvenes que cuenta una historia de amor entre una muchacha de la República Democrática Alemana (RDA) y un chico de Alemania Occidental (el enemigo de la clase) que surge durante unas vacaciones en... Budapest.
Es que, huelga decirlo, la caída del Muro fue la cara visible de un fenómeno regional y una muestra de que la URSS –cada vez más ensimismada en su propia crisis– ya no podía disciplinar a los países del Bloque del Este como lo había hecho, por ejemplo, en la Primavera de Praga.
Pero el día en que el mundo tembló sigue marcando a fuego la vida de muchos alemanes en esta y otras ciudades. Bollwahn, por ejemplo, tiene un compromiso personal para difundir entre los jóvenes lo que ocurrió en esos tiempos ("saben muy poco de eso", dice) y viaja por Alemania y el mundo dando conferencias sobre el asunto.
Considera que los mayores logros de la reunificación han sido la libertad de opinión y la libertad de viajar más allá de los países del bloque soviético. Pero que hay una deuda importante: "En algunas regiones de la ex Alemania del Este el índice de desempleo es de dos dígitos", sostiene, y agrega que algunos desocupados, sobre todo los de más edad, "quisieran festejar el aniversario de la RDA, el 7 de octubre", porque en ese país que ya no existe tenían trabajo asegurado. "Es algo triste y alarmante", opina.
La amenaza de desempleo, la ruptura repentina del aislamiento y la falta de experiencia con la democracia (los alemanes orientales la obtuvieron en el 90, siete años después que los argentinos) se relacionan, entre otros factores, con la aparición de grupos marginales de neonazis en la ex Alemania Comunista.
En Dresde conocí en 2007 a Josephine Koch, una chica germano-oriental miembro de Bürger-Courage, una ONG que, con apoyo de entidades públicas y privadas, trabaja para comprometer a los habitantes de esta ciudad y sus alrededores en actividades pacíficas contra el rebrote del extremismo de derecha. También realiza muestras artísticas y encuentros culturales para difundir esas ideas.
Koch nació en Weimar, en la entonces Alemania del Este. Esa ciudad fue la cuna de la alta cultura alemana (allí vivieron Goethe y Schiller). Pero también sufrió los excesos del comunismo y, muy especialmente, los del nazismo, dado que se ubica en las cercanías de lo que fue el terrible campo de concentración de Buchenwald. El trabajo actual de Bürger-Courage sería impensable si no hubiese existido la RDA y la posterior reunificación.
Por intermedio de Bollwahn también conocí en 2007 a Thomas Lawinky, un actor que confesó haber sido espía de la Stasi y haber traicionado a un amigo que planeaba fugarse. Abordaba ese suceso públicamente en la obra Mala Zementbaum, que se exhibió en el teatro Maxim Gorki de Berlín, y después de la función discutía con los espectadores sobre su propia responsabilidad en esa tremenda historia. "En mi vientre soy una víctima. En mi cabeza, un agresor", declaraba Lawinky por ese entonces.
Conocí poco después a Jens Rübsam, un documentalista nacido en la ex Alemania del Este que ha filmado, entre otras, una película sobre Berlín del Oeste en la época del bloque soviético. El film se llama La isla Berlín Occidental por aquello de que esa parte de la actual capital de la Alemania unificada era una isla capitalista en un mar de comunismo y el objetivo soñado de muchos de sus compatriotas que ponían en riesgo sus vidas para llegar hasta allí.
Capital del optimismo
Mucho ha cambiado desde el fin de la Guerra Fría: el Muro de la Vergüenza (en el Este había sido llamado Muro de Protección Antifascista) sobrevive sólo en unas pocas partes de la ciudad, que está muy lejos de ser una isla. Berlín, reducida a escombros durante la caída del nazismo, y diezmada y dividida por la Guerra Fría y el comunismo, es hoy la capital de la primera potencia de Europa. Es una ciudad profundamente optimista. ¿Cómo podría ser de otra manera? Fue destruida y está de pie; soportó las peores dictaduras y hoy es símbolo de libertad y cosmopolitismo.
Si bien conserva ese encanto de ciudad pobre pero sexy (según la fórmula de su alcalde, Klaus Wowereit), cada vez hay más proyectos inmobiliarios que ponen en tela de juicio su halo tradicional de urbe en la que todo es posible, también las utopías. Tal es así que el auge de la construcción empieza a amenazar la integridad de los restos del Muro: el proyecto inmobiliario Living Levels logró en marzo del año pasado que se removiera una parte de la East Side Gallery, aquel lugar de la pared repleto de murales que se volvió una de las postales típicas. Como las manifestaciones para evitarlo eran constantes, sólo se pudieron retirar de madrugada –y con 250 policías antidisturbios presentes– cuatro fragmentos de muro de 1,2 metros de ancho.
La prensa alemana reveló poco después que el responsable de Living Levels había sido trabajador no oficial de la Stasi, lo que le dio un giro inesperado al asunto: según la propia prensa de Berlín, un espía que se había beneficiado de la existencia de la pared parecía querer destruirla o transformarla en la valla del jardín de su proyecto inmobiliario.
Lo cierto es que el proyecto sigue adelante (será terminado a mediados de 2015) y que la East Side Gallery sigue recibiendo multitudes de turistas. También que cualquier otro inversor inmobiliario deberá poner las barbas en remojo antes de intentar borrar siquiera una parte ínfima de la historia.
Berlín es un museo al aire libre y los rastros del pasado siguen aquí, para quien quiera mirarlos. En 2009, durante unas cortas vacaciones en esta ciudad, Bollwahn me sugirió que visitara el Sowjetisches Ehrenmal (el cenotafio soviético) del parque de Treptow, un monumento hecho en la época de la RDA a los soldados del ejército rojo caídos en la liberación de la ciudad. Allí se ve una estatua enorme de un soldado con un niño en brazos que pisa una esvástica hecha añicos. Algunos todavía dejan flores para homenajear a esos soldados –enterrados en el lugar– pese a los excesos del totalitarismo comunista. Le hablé del tema a Nina Apin, periodista del TAZ y berlinesa por adopción. Y su marido, Sebastian Wagner, me dio una frase reveladora: "Aquí en Berlín sobreviven las utopías del socialismo pero no como dictadura del Estado, sino como opción solidaria individual".
Eso les permitiría a algunos berlineses homenajear a los soldados soviéticos que dieron su vida sin que eso suponga un homenaje al extinto régimen comunista. Su frase me hace pensar en muchos de los alemanes que menciono y que he tenido el gusto de conocer. Y en que apenas son un ejemplo de todos aquellos que, en este país, procuran transformar el pasado traumático en un estímulo para construir el futuro más venturoso.