Pospandemia. El mundo será diferente, ¿pero cuál será la diferencia?
Se ha convertido en una suerte de mantra repetir que, después de la pandemia de coronavirus, el mundo será diferente. Hay quienes aseguran que será mejor, otros creen que será peor y no faltan, pese a todo, los que piensan que las cosas seguirán igual. Quizás la más riesgosa de estas tres vertientes es la de los optimistas. Si el mundo mejora, los pesimistas también serán beneficiados de esa transformación venturosa. Saldrán ganando. Si no cambia, los escépticos se verán confirmados en su apuesta. Pero los optimistas corren con desventaja. Dos posibilidades contra una. Aun así son numerosos e insistentes. Están convencidos de que el virus llegó para enseñarnos otra manera de vivir. Que nos puso de frente a nuestra insensibilidad, al destrato irresponsable hacia el medio ambiente, al egoísmo consumista. Creen que ese aguijón en la conciencia será el despertar de una nueva humanidad, solidaria, sensible, empática, cooperativa, en un mundo más justo y equitativo. Son portadores de consignas como "nadie se salva solo", "cuidarte es cuidar al otro", "todos nos necesitamos", etcétera.
A la luz de la realidad, esta actitud puede tomarse como una muestra de lo que en la psicología del comportamiento se conoce como pensamiento desiderativo. Es decir, que expresa o indica un deseo. Vulgarmente conocido como wishful thinking, según su denominación en inglés. Ese tipo de pensamiento, bastante común, suele poner el deseo y la ilusión en el lugar de la realidad. Pasa por sobre esta como si no existiera y desecha las evidencias y las pruebas. Hace que, en lugar de ver lo que hay, se vea lo que se quiere ver. Tiene un estrecho parentesco con el pensamiento mágico y, como este, anida en el fondo de dolorosas decepciones y de prolongadas depresiones. Sobre todo, cuando impulsa a la toma de decisiones. Ocurre en el amor, en los negocios, en la política, en el deporte, en las relaciones interpersonales. Y en la pandemia.
Conocido como
Lo que se sabe, porque está documentado, es que las interminables cuarentenas (sin alternativas, sin discursos que al "cómo" le agreguen un "para qué", sin la menor alusión a un propósito y a un destino común convocantes) han dejado agobio, hartazgo, depresión, desesperanza y variados efectos colaterales en materia económica (colectiva y personal), vincular, y de salud física y mental. Se sabe que el mundo será más pobre, que las desigualdades se han mostrado en toda su crudeza y se profundizaron en muchos aspectos. Y no hay evidencias de que los egoístas, los narcisistas, los corruptos, los manipuladores, los violentos, los desentendidos del bien común y los depredadores estén realizando actos de contrición que los devuelvan a la vida transformados.
En el caso del coronavirus, la comunicadora mexicana Gabriela Warkentin, columnista del diario madrileño El País, es crudamente realista: "Para eso de ser mejores se necesita energía que permita corregir, reinventarse", escribe. Y plantea, sin vueltas, una serie de interrogantes que ponen el dedo en la llaga: "¿Qué sociedad queremos ser? ¿A quiénes nos urge abrazar y besar para seguir vivos? ¿Qué responsabilidades queremos asumir? ¿Qué queremos mandar al carajo? ¿Cómo negociaremos de manera crítica con la tecnología para que nos sirva y no se sirva de nosotros? ¿Qué liderazgos queremos encumbrar? ¿Qué volveremos a comer y cómo trataremos de vivir y a qué privilegios querríamos renunciar? ¿Cuándo estaremos éticamente dispuestos a reconocer la existencia de los otros, los diferentes, los que nos descolocan? ¿Qué queremos ser? ¿Qué colectivo queremos ser?"
Hay que decirlo: no habrá un mundo mejor solo por desearlo. Para transformar el afuera hay que empezar por adentro. Es la tarea más difícil y la que cuenta con menos adeptos. Cuando los haya en cantidad, otra será la conversación. Y la realidad.
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