El miedo al fracaso: cómo aprender de las equivocaciones para seguir adelante
El miedo nos permite armar un plan frente a una situación que percibimos como peligrosa
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El miedo es una de las emociones adaptativas que nos permite prepararnos frente a un peligro. Toda vez que aparece un peligro real, se activa el miedo. Entonces, los ojos se abren más para recibir una mayor cantidad de luz; las fosas nasales se expanden a fin de que ingrese más oxígeno; y la sangre se dirige a las manos o a los pies para ser capaces de atacar o de huir.
El miedo es fundamental, pues nos permite armar un plan frente a una situación que percibimos como peligrosa. Ahora bien, cuando no se trata de un peligro real, decimos estas frases que todos conocemos puesto que, en algún momento, las hemos utilizado: “Tengo miedo de equivocarme”; “Tengo miedo de cometer un error”; “Tengo miedo de no saber”; “Tengo miedo de decir lo que pienso y quedar mal”.
Algunas personas experimentan temor frente a la opinión de los demás, frente al “qué dirán”. Por lo general, experimentan mucha ansiedad social. Todos tenemos un cierto grado de timidez y hay áreas en las que nos sentimos más seguros que en otras. Pero hay quienes se quedan paralizados por enfocarse todo el tiempo en el error y en la mirada del otro. Viven constantemente observando la mirada y las voces externas.
Si bien no podemos cambiar la voz externa, sí podemos modificar nuestra propia voz interna, la cual siempre debería ser comprensiva. Muchas veces, recortamos el error del contexto y este último nos resulta útil para comprender nuestro presente. No somos decisiones aisladas. Todo nuestro contexto influye en la autocrítica que hacemos de nosotros mismos.
Tal vez fracasaste en el estudio y no avanzaste en el tiempo en el que te lo habías propuesto, por lo cual pensás que no tenés capacidad para estudiar; de ese modo, dejás de ver el contexto que te rodeaba en esa situación (que trabajabas muchas horas porque debías mantener a tu familia y eras el único ingreso). Es por ello que es importante considerar en qué contexto nos estamos adjudicando un error y, sobre todo, ser compasivos y tolerantes con nosotros mismos.
Grafiquémoslo:
Todos los seres humanos poseemos un “yo que actúa” y un “yo que evalúa”. Cada vez que actuamos, ese yo evaluador nos dice: “Pero ¿cómo hiciste eso? Vos siempre sos el mismo. ¡No vas a llegar a ningún lado!”. Se trata de un yo tirano que asfixia al que actúa. ¿Qué le pasa entonces al otro yo? Se inhibe y se llena de miedo ante esa mirada interna castigadora. Con frecuencia, es la proyección de la mirada punitiva de mamá y papá que guardamos y con la cual convivimos de grandes.
La persona que experimenta mucha ansiedad social siempre proyectará su yo evaluador tiránico en otros. De manera que el yo que actúa verá que los demás lo castigan: “Tengo miedo de hablar con mi jefe, o con mi pareja…”. Existen miedos instantáneos, no pensados, que no podemos dominar; y otros que podemos ir procesando.
Winston Churchill dijo: “Hay que ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. José Capablanca, el campeón cubano de ajedrez, expresó: “Un partido perdido me enseña más que cien ganados”. Por lo general, uno aprende más del error que del éxito porque el primero queda grabado en piedra; mientras que el segundo queda marcado en la arena.
No hay éxito sin error. Muchos hacen de sus equivocaciones una catástrofe porque las ven como el fin del mundo, como una herida profunda a su estima. Veamos qué actitudes solemos adoptar frente al error:
a. Lo negamos. Son aquellos que expresan: “Yo no me equivoqué; el problema sos vos”. Es una actitud cuasi infantil donde se niega la propia participación en el error y se les echa la culpa a los demás.
b. Nos enojamos. Son quienes se autocastigan y torturan por un error cometido.
c. Lo reconocemos, pero no cambiamos nada. Algunas personas dicen: “Sí, me equivoqué”; pero no corrigen hacia adelante.
d. Lo reconocemos y construimos un aprendizaje hacia el futuro.
Hay que aceptar el error diciendo simplemente: “Me equivoqué”, aprender de este y seguir adelante. Quitémonos el traje de omnipotencia. El hecho de equivocarnos de vez en cuando es parte de la vida, por lo que nuestro yo evaluador debe ser compasivo. Así, cuando nos equivoquemos, ese yo podrá decir: “No sé, necesito ayuda”. Es fundamental que se produzca un diálogo, una negociación, entre el yo que actúa y el yo que evalúa.
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