El lugar de los conflictos domésticos
Historias del tribunal donde se dirimen los litigios del personal de casas particulares, un universo socialmente invisible
Como casi todos los días hábiles, alrededor de las 8.30 de la mañana un grupo de empleadas domésticas, de empleadoras y empleadores en litigio, quienes han compartido las hilachas de su intimidad y ahora van acompañados de sus abogados, empiezan a aglomerarse en la puerta del Tribunal de Trabajo para el Personal de Casas Particulares de la ciudad de Buenos Aires, dispuestos a negociar, o a confrontar.
En los alrededores del edificio de seis pisos y estilo francés sobre la avenida Callao 124, a unos 150 metros del Congreso Nacional, la banda de sonido que los acompaña es la de los motores y bocinazos. Las personas que ahora esperan han llegado hasta allí para participar de alguna audiencia conciliatoria, para acompañar a sus testigos o quizás para homologar, cobrar o pagar algún acuerdo logrado. Las puertas altísimas de vidrio y hierro labrado que dan ingreso al público se abrirán recién a las 9.
Aunque el concepto de tribunal suele asociarse al sistema judicial, lo que hay adentro es una instancia administrativa y una rareza regional en cuestiones de empleo doméstico. En ninguna otra provincia ni país de América del Sur (y nadie sabe si del mundo) existe este tipo de institución, que depende del Ejecutivo pero trata cuestiones tan sensibles como si fuera un juzgado de Familia y resuelve sobre relaciones laborales, aunque sin la posibilidad de embargar bienes o dinero, declarar la inconstitucionalidad sobre algún asunto, o poner en tela de juicio la libertad de nadie. En otros lugares los conflictos del trabajo doméstico los dirime la justicia laboral.
Depende del Ministerio de Trabajo de la Nación y atiende sólo casos de ciudad de Buenos Aires, donde se concentra una buena parte de los vínculos laborales del rubro. No hay jueces pero sí una presidenta (que dicta sentencia) y abogados con un nivel de escucha más alta que la media –y un tercio del sueldo que se cobra en la Justicia–, que elaboran los proyectos de sentencias (los secretarios) y lideran las audiencias (las consejeras) e intentan un acuerdo económico entre las partes. Después, sí se puede apelar en la justicia laboral.
Mientras afuera empieza a armarse la fila, adentro las consejeras, cinco mujeres que rondan los 40 años y que fueron ganando experiencia como mediadoras en el fragor de las batallas, se aprestan a desayunar. Es un ritual sagrado que une al equipo y que dura unos 15 minutos. Entre café instantáneo, té, jugo y los típicos libritos de la panadería de la vuelta, las mujeres se ríen, se cuentan cosas sobre sus familias y repasan los casos que tendrán ese día. Al final, la que se ocupa de dejar el escritorio en orden se queja en broma de que siempre es ella la que limpia y se ríe: "Miren que las voy a demandar".
Cuando a las 9 se abren las puertas, los recién llegados se agolpan al ras de las ventanillas de vidrio donde los recepcionistas piden datos, documentos y autorizan el ingreso. Después, los dos salones llenos de asientos de cuerina negra donde se empezarán a tejer los acuerdos van siendo ocupados. Hay pieles cobrizas, otras blancas y otras mate; zapatillas gastadas, zapatos de cuero, bolsos de lona, carteras acharoladas, trajes, jeans, acento porteño, del interior (el 87% del millón cien mil de empleadas de casas particulares nació en la Argentina) y de países limítrofes. Y hasta hay niños o bebés lactantes que acompañan a sus madres empleadas de casas particulares que no lograron que alguien se los cuidara de favor o no pueden pagarlo. No hay hijos de las empleadoras.
"¡La puerta! ¡La puerta, que se va el aire!", gritan desde recepción. El calor es agobiante afuera y en el pasillo empieza a arder. Pablo Holcman, secretario del tribunal, hace el llamado a las audiencias.
A una de las cinco salas entra una mujer flaca, de pelo castaño debajo de los hombros y mediana estatura, que llamaremos Ana. Tiene 60 años y pasó los últimos veinte, dice, limpiando la casa de Villa Urquiza de un matrimonio y cuidando a sus tres hijos, al último de los cuales vio nacer. Tenía que llevarse una vianda si quería comer, dice en la demanda, pues no le estaba permitido consumir alimentos de la casa. Como muchas empleadas que tejen redes laborales de familias entrecruzadas (la prima trabaja en la casa de la hermana de la empleadora, la hija en la de la cuñada…), había llegado allí por una tía de su patrona. Ana se transformó, con los años, en una persona de máxima confianza de la familia. Había una relación de afecto de ambas partes.
Un día le envió un mensaje de texto, pues en esa época nunca se veían y se comunicaban por notas, pidiéndole un aumento, y la relación terminó de quebrarse. En su demanda dice, aunque en persona diga lo contrario, que no cobraba ni aguinaldo ni vacaciones; también que su sueldo era mucho menor al que entonces disponía la ley y que iba cuatro días por semana de 8 a 16, pero cobraba por hora.
"No puedo decir que fueron malos conmigo, como yo tampoco fui mala con ellos, porque yo les crié el hijo. Y me duele mucho, me duele, me duele… Es algo que yo nunca hubiera querido hacer. Pero ella me obligó, porque ella se portó ¡tan mal, tan mal! Y se ve que se enojó mucho porque le pedí eso. Me citó en un maxiquiosco y me dijo que para ella era una patoteada. Y me preguntó: ¿Trajiste las llaves?", dice Ana, e inmediatamente se larga a llorar de una manera desacompasada, llena de angustia, y no puede seguir hablando.
Ella es quien gestionaba la relación laboral, quien hoy no asistió a la audiencia y es, seguramente, quien acumula más rencor por la demanda. Su esposo, un hombre de camisa sencilla y el pelo algo desgreñado, cuenta la historia de manera desapasionada: "Trabajó 12 o 13 años, cuatro horas, tres veces por semana. Era prácticamente de la familia. Mi hijo la adoraba. Pero empezó a faltar, primero por problemas de salud del padre, después de la madre… Tenía otros trabajos. Y como nosotros no le descontábamos por una cuestión de confianza de tantos años, el cumplimiento era otro. Después de un tiempo –nosotros tampoco somos una sociedad de beneficencia–, decidimos empezar a pagarle por los días que venía. Y cuando venía, tenía la cabeza en otro lado. En dos meses se desató el conflicto y ella se dio por despedida y pide que la regularicen por una fecha de ingreso que no corresponde y una cantidad de horas semanales que no trabajaba. El problema es que es buena, pero se deja influenciar muy fácil…".
El secretario y la consejera no entran en más detalles. Lo que importa es lo que está en la causa, lo que se puede probar y lo que no; acordar entre las partes una cifra que sea razonable, según lo que dice la ley.
El gran problema es que los casos suceden puertas para adentro, y entonces es muy difícil para una y otra parte –en especial para las empleadas, que son las que reclaman– poder probar algo. La deman dada pide 298.000 pesos pero al parecer la liquidación está mal hecha. En la ley de empleo doméstico no se incluye ni compensación por ropa de trabajo, ni alimentación, ni varios rubros que sí están presentes en la ley de Contrato de Trabajo. Que los abogados se equivoquen porque no conocen la ley específica es moneda corriente.
El secretario y la consejera calculan: lo que obtendría Ana, si todo lo que dice pudiera ser probado, si existieran testigos idóneos y pruebas documentales, con los intereses por la demora de la sentencia, son unos 200.000 pesos. Tras una primera conversación por separado con las partes, la negociación arranca en 80/40. Y entonces las puertas empiezan a abrirse y cerrarse y los protagonistas a entrar y salir al compás, subiendo y bajando los números como si sólo fuera una cuestión matemática, pero llena de angustia. En cada intervención surge algún detalle de la relación. Ahora están en 60/40. El 59 por ciento de los casos en los que las dos partes están presentes llegan a un acuerdo en la primera audiencia. Las empleadas son las que más se perjudican por la demora, pues necesitan el dinero, y también las que más suelen resignar. En el caso de Ana la negociación termina en 47.500 pesos, más costas de abogados, en tres cuotas consecutivas.
"Más de tres sería castigar al trabajador", advierte Holcman, quien antes se dedicaba a defender a las empresas y ahora sus amigos lo tildan de zurdo.
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"¿Vos sabés lo que es la soledad de llegar a una casa, ordenar, acomodar, doblar cosas ajenas, de lidiar con la mugre ajena? Siempre mujeres en ese espacio vacío, tratando cuidadosamente cosas que nunca van a poder comprar…", lanza con su mirada intensa Marcela Cortines, abogada, formada en mediación, la presidenta del Tribunal. Tiene el pelo rojizo, peinado elegante y el maquillaje estudiado de una actriz, su segunda profesión. Está empeñada en darle visibilidad al tema, pues, dice, es socialmente invisible. "El 3 de abril es el Día del personal de casas particulares, por la fecha en la que se promulgó la ley de 2013. Ese día las empleadas tienen derecho a no trabajar o a cobrar doble, como si fuera un domingo. Lo sabemos los secretarios del Tribunal, yo, y ahora vos", ironiza.
A veces la llaman a intervenir en alguna audiencia, cuando un expediente tiene todo el potencial para cerrarse en un acuerdo que no llega. El día anterior le tocó el caso de una mujer que trabajó más de veinte años, los últimos cinco sin fines de semanas, cuidando a su empleador, muy enfermo. Le ofrecían un par de cientos de miles de pesos, "un número más que razonable". Ella se había propuesto conseguir más, se lo había dicho a su familia y no quería ceder. "Esas trampas mentales que se ponen para no arreglar el número, el dinero… Quieren más porque no se sienten reconocidas. Y el enojo viene por el amor. Fijate cuánto enojo. Es porque los quería mucho. Cuánto entregó. Y cuánto confiaron ellos en esta mujer para delegarle semejante responsabilidad."
El Tribunal fue creado en 1956, en simultáneo con la puesta en vigencia del Estatuto del Servicio Doméstico dictado por el gobierno de Aramburu, código supremo durante 57 años, hasta la ley 26.844 de 2013, que equipara la mayoría de los derechos de estos trabajadores a los del resto. Las empleadas de casas particulares (la forma políticamente correcta de llamarlas), junto con los trabajadores rurales, son los dos rubros que están explícitamente excluidos de la LCT y requirieron de una regulación especial.
Según el Ministerio de Trabajo, sólo el 27% de quienes trabajan en casas particulares está registrado (en 2013 era 16%). El 39% es jefe de hogar y el 66,5% no terminó la secundaria.
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En otra sala de audiencias se sienta encorvada una mujer flaquísima, que usa un audífono en su oído derecho y habla con dificultad. Vino de Chaco y entró a trabajar directamente con un odontólogo, limpiando la casa y cuidando a sus hijos, de lunes a lunes, sin vacaciones, casi sin salir durante ocho años, me cuenta su abogada. Después pasó a prestar servicios para el hijo siete años más, en condiciones parecidas. Le pagaban 3000 pesos por mes. No tenía vida y se empezó a deprimir. Dejó de comer, se volvió anoréxica. Le dijeron que ya no servía más, la dejaron una noche afuera de la casa.
Tiene cuatro testigos que dicen que la vieron trabajar. Los empleadores ofrecen 40 mil pesos. Su abogada pide 290 mil. La pusieron en blanco el último año, aunque nunca le pagaron aguinaldo ni vacaciones. "El trabajo lo puede probar, pero no las horas extras", dice la consejera. Hace números. Unos 85 mil de indemnización, más cinco sueldos adeudados, más otros ítems… La abogada dice 115 mil.
"Yo, sin hablar de derechos, quiero hablar de un número", dispara la consejera, y le pide una contraoferta. Lo hace con cuidado, intentando no sonar fría. Pero la chica se emociona. Empieza a hablar con la voz quebrada, casi entre lágrimas, y le responde que no puede ser que tengan razón, que no puede ser que hagan esto con una chica. El abogado defensor mira sin rastros de emoción. Se van de la audiencia sin llegar a un acuerdo.
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El popularmente conocido como Tribunal del Servicio Doméstico tiene techos altísimos, escaleras anchas de piso de mármol que son una reliquia, barandas de hierro, ascensores viejos de puertas tijera y está lleno de recovecos. Las 45 audiencias diarias se toman en la planta baja; en el primer piso está la mesa de entradas, las oficinas de los secretarios y de la presidenta, un comedor, una cocina y un gran espacio que da a la calle lleno de escritorios y computadoras, con grandes armarios donde los expedientes se dejan, van y vienen. Ingresan por año, según el promedio de los últimos tres, 1800 demandas y 2700 acuerdos espontáneos.
En los pasillos corren historias de todo tipo. Se cuenta en voz baja sobre el hermano de un candidato a presidente que llegó veloz a un acuerdo para no quedar manchado en plena campaña. También sobre una conductora de chimentos de la televisión cuya empleada doméstica sacó a relucir en la prensa un affaire secreto con su representante y quien, tras achacarle el haber revelado un dato de su vida íntima, cuestión a lo que ella misma se dedicaba diariamente, perdió la demanda por despido injustificado. O el de una abogada hipermediática que llevó a su empleada a Punta del Este, donde fue violada en la playa en su día de franco. La doctora le dio la pastillita del día después y la mandó a volar.
Quienes tuvieron muchos expedientes en sus manos recuerdan la de una empleada que hizo una fiesta en la que se liquidó una botella de whisky. Otra que se desató tras el fin de una historia pasional entre empleadora y empleada. Una más, la de un hombre que pagó un pasaje para venir desde España a declarar contra una empleada que había inventado el caso de pies a cabeza: no le importaba el dinero, para él era un tema moral. Y la más truculenta de todas, cuyo expediente pasó de mano en mano sin que ninguna abogada pudiera abordarla –y que tiene abierta una causa penal en paralelo–: en la que la empleada decía que la empleadora la había obligado a hacerse un aborto, y presentaba como prueba la foto del feto muerto en la cocina de la casa.
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A una de las cinco salas pasan primero los abogados sin sus clientes. Él tiene tez morena, traje gris a rayas muy finitas y el pelo peinado en un jopo. Su reloj reluce. Ella viste una camisa y un pantalón sencillos.
Entre todos repasan el caso. La empleada dice haber trabajado entre 2008 y 2014, todos los días de 7 a 19 en un departamento de clase media del barrio de Palermo. La demanda se presentó varios meses después de haber terminado el vínculo laboral, cuestión que le juega en contra. Sin embargo, la causa tuvo una sentencia a favor de la empleada en 2015, pues la empleadora nunca contestó la demanda. Unos meses después la sentencia fue apelada por su hija: la demandada había muerto. En esta versión, la empleada había trabajado una vez por semana tres horas, entre 2008 y 2009, después desapareció y volvió en 2012. Su madre nunca la había registrado, pues ella decía tener otro trabajo fijo de tiempo completo, en el que ya estaba en blanco.
"Mi clienta está muy muy enojada. Yo no puedo concebir esto cuando además su madre fue tan generosa y la relación se interrumpió dos años", pronuncia el abogado, con estudiado tono de indignación. Afuera esperan la hija de la empleadora y la empleada, casi sin mirarse. La primera pasa a la sala de audiencias.
"Ella dice que mamá le debe. Pero no sólo trabajaba una vez por semana tres horas, sino que cuando no tenía para pagarle, no la llamaba", dice la mujer. Y agrega que incluso la madre le comentó que solían faltarle cosas de la casa, es decir que sospecha que la empleada le robaba. "No me quiero meter en su bolsillo… Yo sé que está muy enojada. Pero hay alguna posibilidad de que se llegue a un acuerdo…", arroja la consejera. La demanda era por 30.000. Entonces el abogado interviene y dice que tiene dos muy buenos testigos y que el reclamo prescribió.
El secretario le pide a la abogada, que pertenece a uno de los dos sindicatos del gremio de empleadas de casas particulares, que salga a hablar con su clienta para ver si logran consensuar un número más bajo. A los cinco minutos vuelve a la sala y anuncia que la empleada desiste de la demanda, algo totalmente infrecuente en el Tribunal. El abogado de la empleadora dispara: "Quedó claro que esto era una aventura procesal".