Entre cowgirls y vaqueros: el Lejano Oeste en San Pedro
Tres días con aires de Tennessee, el festival de música country
Henry Donati está rodeado de cables e instrumentos en el pequeño living de su casa porteña. Su hija menor, Juanita, de 17 años, observa la escena desde lejos, esperando su turno para cantar, mientras llena seis vasos de gaseosa en la barra de la cocina para el resto de los músicos. El ensayo de Southbound, la banda, es para el San Pedro Music Festival, que se realiza cada año a 172 km de la ciudad de Buenos Aires. Henry termina de enchufar los cables al amplificador y rasga las cuerdas de su guitarra con una púa, cantando con voz grave y melodiosa los ritmos del sur de los Estados Unidos, aquel folklore que sigue ganando oyentes año tras año. Las botas texanas de Henry, el sombrero que luce, los cientos de discos de artistas del western y honky tonk que están acomodados en los estantes lo hacen ver como un típico artista de Tennessee. Pero es más que eso. Y es argentino.
Nicolás Fernández afina el bajo antes de comenzar el ensayo. Henry les dice el orden de los temas que van a tocar y a la cuenta de uno, dos, tres arrancan. Sergio Burián, en el acordeón, cierra los ojos y el acordeón se mueve como si respirara; Gustavo Peña está al fondo, cerca de la barra, un poco apretado con la batería y mueve los palillos, girándolos entre los dedos, como precalentando. Mariano Taboada intercambia opiniones con Henry sobre el inicio de las canciones y hace rasgados distraídos con la guitarra acústica. Sobre un estante hay un muñeco de Hank Williams con un sombrero de cowboy. Juanita también va a tocar en el festival: será su primer recital al frente de una banda. Ella se inició en la música a los 5 años, cuando Henry la anotó en un conservatorio, y fue profundizando su arte a medida que ganaba centímetros: toca piano, guitarra, violín y mandolina.
A dos días del festival, en un ecléctico restaurante italiano de Palermo, con cuadros de arte contemporáneo y mesas con manteles a cuadros, Henry está acomodando prolijamente sus discos en filas paralelas sobre una enorme mesa de madera maciza. Todas las semanas pasa música en este restaurante, Il Ballo del Mattone, variando ritmos del honky tonk al western. Compositor y prolífico músico multiinstrumentista, construyó su propia pedal steel guitar, un instrumento clave en el country, una evolución de la guitarra eléctrica con origen hawaiano, apoyada sobre cuatro patas con pedales que permiten ir cambiando las notas. Se crió en San Isidro, cerca del río, cuando varias familias alemanas y estadounidenses se asentaron ahí. De sus amigos vecinos tuvo parte de la influencia del country. También fueron las historias de su abuelo que lo atravesaron directamente, que a los 9 años se escapó de su casa, de un barrio pudiente, y se fue al sur para convertirse en arriero. El campo y la guitarra fueron una constante en la niñez de Henry, miraba películas del Lejano Oeste, los duelos de pistolas y héroes a caballo. A los 5 años aprendió a tocar el piano y después el violín, y a los 9 tocó su primer recital de country en el colegio, cantando una canción de una serie de cowboys. Henry es también un relator de historias. Conoce bien la del country, con fechas y detalles de cada disco, nombres e instrumentos utilizados en cada grabación.
Según Henry, en el origen de la música country se puede ubicar la conexión que se estableció entre los mexicanos del sur y los irlandeses inmigrantes que venían del norte. Los mexicanos llevaban vacas y se cruzaban con los colonos que escapaban de Irlanda. El fogón es el gran culpable: con sus caravanas hacían un alto en el camino y pasaban la noche bajo las estrellas, intercambiaban historias, tocaban sus instrumentos. De esas payadas surgió un ritmo que incorporaba la guitarra española y el violín irlandés, al que luego se le sumaría el acordeón. “El country es el folklore del sur de los Estados Unidos, con su auge en los años 70 y una renovación más pop en los 90. Este género siempre coqueteó con la música popular; en los 90 surgieron artistas como Faith Hill, Tim McGraw, Shania Twain y Sheryl Crow”, dice Henry, mientras elige un disco de Eagles para escuchar en la ruta hacia San Pedro.
PRENDAS DEL FAR WEST
El folklore argentino y el country tienen un origen similar, el camino y la noche unieron ritmos diferentes y las canciones se fueron reproduciendo con el paso del tiempo. La soledad al viajar, las trifulcas de los gauchos y cowboys, hombres de campo, y los sinsabores amorosos recorren las letras de ambos géneros. En el country conviven distintos ritmos: el bluegrass es el hijo directo del folklore irlandés; ellos se establecieron en las montañas y no recibieron muchas influencias de otras culturas, seguían tocando como en Irlanda; el honky tonk nace cuando la gente del campo tuvo que mudarse a los suburbios de las pequeñas ciudades durante la Gran Depresión en los años treinta y empezaron a existir pubs, a los que llamaban honky tonks, y las canciones hablan de beber, de vicios y de engaños, y el western habla de los vaqueros, la vida del camino, la soledad.
Gustavo Laurino es el organizador del festival, el que puso en pie una organización bien aceitada que logra convocar a personas de todas las provincias y bandas de muchos países. En 2003, la primera edición del encuentro fue el resultado de su amor por la música y la idea de organizar algo para aquellos fanáticos del country, que en aquel momento no eran miles. San Pedro, su ciudad natal, es el espacio que eligió y el festival se realiza sobre un predio de siete hectáreas que bordea un brazo del río Paraná. Se contactó con Country2.com, radio de música country que auspició el encuentro desde su origen, y 3000 personas fueron las que asistieron en aquel entonces. Hoy el festival, en los tres días de septiembre que dura, atrae a unas 60.000 personas.
Es sábado cuando Henry y los suyos llegan al encuentro. El baúl de la camioneta de Nicolás hasta el tope. Traen guitarras, la pedal steel, una percha con una camisa blanca colgada y bolsos pequeños. Gabriela, la esposa de Henry, se ocupó de los sándwiches en el camino mientras Juanita intentó distraer sus nervios. Tiempo no les sobra: tocarán apenas después del arribo y ella es la primera en cantar. Todos están vestidos con prendas del Lejano Oeste; botas en cuatro pares de piernas, por supuesto sombreros, la camisa oscura de Gabriela y su gargantilla estilo navajo; la bandana enrollada en la frente de Juanita y su aro de plumas rojas en el lóbulo izquierdo. El cielo está tan despejado y hay tan poco viento que el aire se siente limpio al hincharse los pulmones.
En la entrada a San Pedro hay casas bajas y pocos edificios; hay un club de fútbol, un taller mecánico, un señor haciendo choripanes con una parrilla pequeña en la puerta de su casa y un perro a su lado que lo mira esperanzado. En el paseo público donde se asienta el festival, ya hay varias bicicletas, motocicletas antiguas y autos estacionados, centenares de reposeras con familias comiendo sándwiches, mantas en el pasto, y artesanos que venden sus productos. Hay niños en los juegos del parque con pequeños sombreros cowboy, hay camisas a cuadros, sombreros amplios y medianos, barbas largas y bigotes. Hay cinturones con hebillas enormes y también mesitas plegables con paquetes de papas fritas y botellas de gaseosa, latas de cerveza con gotas de sudor frío, recién descongeladas.
El escenario tiene una pequeña tarima sobre la cual se apoya la batería y la rodean tres cubos de fardo que le dan aspecto de granero. Más allá del escenario, como cruzando una cancha de fútbol, hay un stand de cerveza con varias cowgirls haciendo fila y unas mesas de tablones de madera apoyados en la tierra húmeda que hacen de barra para pedir comida: por un precio módico se puede comprar choripán, hamburguesa o vacío. Todas las vendedoras tienen sus respectivos sombreros y cerca de los árboles, al fresco de la sombra, las personas están desparramadas en el pasto con perritos que corren alrededor, persiguiendo quién sabe qué.
Southbound sube rápido al escenario y luego de colocar los últimos detalles, Henry toca los primeros acordes. Juanita está en el micrófono con su mandolina, las notas suaves comienzan a sonar y Juanita canta. Su voz es clara y dulce, como si hubiese entrenado duro para esto. Los nervios que se marcaban en su entrecejo se suavizan y ella sigue cantando. Henry sonríe, la mira de reojo y por el micrófono da el saludo al público, se ven varios sombreros agolpados a las vallas del escenario y por detrás ocurre lo más característico del festival: el baile. El line up es el baile más democrático: nadie se queda sin pareja y todos bailan en fila, al mismo tiempo, en una perfecta coreografía, moviendo las piernas y agarrando el sombrero. Hay coreografías diferentes para cada ritmo del country.
Juanita canta un tema clásico de Stevie Nicks, "Landslide", que provoca que cada vez más personas se acumulen en la valla. Henry intercambia con ella unos chistes y un poco de su complicidad baja al público. El padre le pide a su hija que cuente por qué eligió tocar esa canción; ella se ríe y le retruca: “¿Por qué será, papá?”. Y arrancan con otra y al terminar, ella está exultante. Respira profundo y sonríe, caminando despacio hacia el backstage.
A medida que el sol acaricia la nuca, más familias llegan al paseo. Hay banderas de distintos grupos de motoqueros atadas a los árboles y motos estacionadas a lo lejos, hombres rudos con pinta de película de Stallone, de brazos tatuados y anteojos oscuros, que ríen a carcajadas e intercambian anécdotas de ruta. Uno de ellos peina con cuidado a su hija y le arma dos colitas. Según el presidente de Viejos Espíritus, uno de los clubes motoqueros, hace ocho años que vienen al festival. Mayormente son de Lanús, varios grupos hermanados con sus parches particulares: Viejos Espíritus, Dama de Hierro, Maldito el Camino. “Somos motociclistas, es lo que nos une, quedan pocas motos en la Argentina y tratamos de restaurarlas. Hace 14 años que muchos colgamos esta bandera del club, nos quedamos en camping, hacemos un asado y venimos para acá”, dice uno de los miembros de Maldito el Camino, mientras señala con orgullo el chaleco y sus insignias.
COMO EN NASHVILLE
Frente al escenario, hay un grupo de señoras con la misma remera, como un club o grupo de baile de line up, diez pares de piernas que se levantan, luego pisan y van girando. Una de ellas menciona que se juntan a practicar todas las semanas en Olivos, se hicieron remeras y camisas que decoraron ellas mismas y llegaron en caravana al festival. Son menos improvisadas que los que bailan frente a ellas, unos chicos que se sumaron de manera repentina y que coordinan muy poco, dando pisotones y provocando unos “auch” y “¡ay, basta!” de la señora que iba siguiendo el ritmo antes del pisotón. Uno de ellos se frustró y salió resoplando para sentarse enfurruñado en una reposera fluorescente.
Southbound tiene el turno de tocar antes de la artista invitada de Nashville, Julia Capogrossi, que llegó con su grupo y fueron alojados por la familia de otra banda del festival, Sanfolk. Julia camina, se sienta en una silla y se vuelve a parar. Quiere salir a tocar ya, está contando los días hace semanas y esta es su primera actuación ante un público mayor a mil personas. Ella canta desde niña, hacía baile y tocaba el piano con su madre, cantando sus temas preferidos y puliendo su voz. Grabó un disco y sus canciones son catarsis personales que relatan sus experiencias, con ritmo country. El resto de su banda saca los instrumentos de las fundas. Reed Berin, bajista, comenta que le impresiona la masividad del encuentro y que le recuerda a los festivales de Nashville, donde vive. Tanto Reed como Derek Bahr, guitarrista, y Rob Mitchel en la batería son músicos de estudio, perfeccionistas en su labor musical y tocan para grandes artistas de country. Julia se pone unos zapatos plateados altísimos, finitos, que dan vértigo, y sube al escenario rápidamente, toma el micrófono y se presenta. La banda tiene un sonido impoluto y parecería que en este inmenso predio de San Pedro ya no hay lugar para nadie. Se ven miles de personas más allá del final del paseo y los puestos de cerveza venden lo último que les queda.
Henry sube al escenario con el resto de la banda y todos visten ahora camisas blancas y chalecos de cuero, sombreros de cowboy y botas con finos firuletes grabados. Hay aplausos y Henry aclara la garganta y anuncia con voz profunda: “Esta canción es un homenaje a un grande del country music, Glen Campbell”. Esta vez, Juanita mira desde detrás del escenario, filmando un poco la escena, mientras Mariano toca la guitarra como en un concierto de rock, meneando un poco la melena oscura y haciendo los coros. A Henry lo acompaña Glenn Taylor, estadounidense que viajó específicamente a su pedido y que acompañará también, con el Pedal Steel, a varias bandas en el festival.
Ya es de noche y la calle principal de San Pedro parece la Music Row St. (Street), en Nashville, como una peatonal donde la música sale por las ventanas y los bares tienen bandas de bluegrass y honky tonk sonando; las calles son pistas de baile en las que decenas de personas arman un improvisado line up y los cowboys, cowgirls, motoqueros y familias van a escuchar la música a las esquinas. Una banda chilena toca desde la terraza de un hostel y al mismo tiempo un grupo de chicas festeja la despedida de soltera de Teresa, de 28 años, que tuvo que recrear el momento de la propuesta en medio del festival con un chico desprevenido que no conocía a pedido del host. Tres señoras mayores vinieron al festival por primera vez y una de ellas se sonroja y toma un sorbito de cerveza y al “¡dale, dale, tomá!” de sus amigas baja el contenido del vaso y se ríe a carcajadas.
ELLA SABE BAILARLO
El domingo el cielo es igual de idílico y hay pocas familias repartidas en el predio, cerrando los ojos ante tanto sol. Las parejas que aún tienen algo de energía bailan perezosamente delante del escenario y se ven algunos ponchos y boinas, además de los sombreros y las botas. Tocan bandas peruanas, uruguayas y españolas, todas haciendo homenajes a los grandes artistas del country, como Alan Jackson o Willie Nelson, vestidos como en una película de spaghetti western. Hay más reposeras que el día anterior; un señor que esparce mayonesa en grandes cantidades en su sándwich comenta que viajó desde Corrientes para llegar al festival, al que asiste hace cuatro años. Dice que está tratando de bailar mejor el line up y que esta vez trajo un sombrero especial que mandó a comprar por internet. Su esposa asiente y asegura que ella sí sabe bailarlo y se para y demuestra su rapidez para seguir los pasos. Era verdad. San Pedro, a pesar de ser la sede nacional del country, no tiene muchas bandas que representen a la ciudad tocando los ritmos del festival. Sanfolk es una de las poquísimas bandas oriundas de San Pedro que suben al escenario y tocan folk, el ritmo mellizo del country. En el festival no todas las bandas son puristas del sonido, algunos tocan canciones más rockeras y otros prefieren la seguridad del pop. Henry está entre los perfeccionistas del género, analizando meticulosamente cada sonido y la velocidad de los instrumentos.
Al mediodía, los restaurantes de la costanera no dan abasto y un mozo resopla mientras lleva cuatro bandejas a paso veloz, haciendo equilibrio entre las mesas, repletas. Los motoqueros decidieron abandonar el camping y están repartidos en los distintos restaurantes al aire libre. Se ve el humo de las parrillas y los platos humeantes y se escucha de fondo que una banda uruguaya va a tocar otro homenaje a Shania Twain.
El predio se vacía de a poco. Varias casas rodantes se alistan para salir a la ruta y las motos van pasando rápidamente. Las caravanas de autos salen al camino dejando una estela de polvo y Henry ya se fue, para tocar en otro festival las canciones del sur, llevando su guitarra y su sombrero para rendir homenaje a las payadas del camino.