El traslado de la elefanta Mara anticipa el fin de los zoológicos como lugares de cautiverio y del contacto directo con los grandes animales.
A la distancia que imponen los zoológicos, donde una fosa y una baranda alejan al espectador, el ojo de un elefante asiático parece apenas un punto negro perdido entre la piel arrugada de los párpados caídos. A la distancia que está parado Walter Gómez, sin embargo, el ojo de Mara es tan grande como una pelota de golf, y hasta tiene brillo. Las grietas de la piel color cemento parecen piezas de un rompecabezas gigante dibujadas a lo largo de su lomo. "Mara, atrás, más atrás, más atrás", dice Walter. El exceso de piel que cae sobre sus patas es como el desborde de lava creado por un volcán y las orejas son apenas una tela que cae suave y desordenada sobre los costados de su cabeza. "No, Mara, más atrás. Eso, eso", sigue Walter, mientras Mara avanza y retrocede, como un auto que intenta estacionar. Ahora sí: Mara hace la última maniobra y la trompa queda enmarcada y asoma por el rectángulo donde las rejas están abiertas, mientras el resto de su cuerpo sigue dentro de la jaula. Otro cuidador, parado detrás de Walter, hace sonar un silbato, y Mara recibe un pedazo de manzana, que envuelve con la punta de la trompa y se lleva a la boca. Walter le hace una seña al segundo cuidador, que toma la trompa de la elefanta y vierte en ella parte del contenido de una botella de plástico. "Mara, arriba, más arriba, Mara", dice Walter. Mara levanta la trompa apenas a la altura de sus ojos. "Más, más, más", pero Mara ya no quiere contener la solución salina que le dieron, baja la trompa y suelta el líquido en una bolsa de nylon que se apuran a colocar justo debajo. De nuevo, el silbato, una felicitación y un pedazo de manzana. El cuidador vuelve a regar el interior de la trompa con el líquido y Walter vuelve a animarla para que la mantenga en alto el mayor tiempo posible. Esta vez, la trompa se erige recta por encima de su cuerpo, alta, gloriosa. "Muy bien, sí, así, Mara, eso", festeja Walter y cuando la elefanta escupe por la trompa en la bolsa es con tanta fuerza que el agua hace burbujas y espuma y una parte se derrama en el piso del recinto de elefantes del Ecoparque porteño, exzoológico de Buenos Aires. Suena el silbato y Walter le da a Mara, bocado tras bocado, el contenido entero que quedaba en el balde con pedazos de manzana, zanahoria y calabaza. El segundo cuidador cierra la bolsa de nylon. El agua que quedó dentro es grisácea: tiene flema de trompa de elefante.
Mara está siendo preparada para dejar el exjardín zoológico de Buenos Aires, donde vive desde 1996, para irse a vivir a un santuario de elefantes en el Mato Grosso brasileño. Su traslado está en la agenda de asociaciones proteccionistas desde hace décadas y algunas de las concesiones que pasaron por la administración del zoo manifestaron la intención de concretarlo, pero el proyecto tomó fuerza definitiva cuando Horacio Rodríguez Larreta anunció que el zoológico iba a dejar de ser tal y convertirse en un parque gratuito dedicado a la conciencia ambiental. Pasó más de un año y medio desde el anuncio y, aunque Mara sigue viviendo en Sarmiento y Santa Fe, uno de los puntos en los que más subtes y colectivos coinciden en la ciudad, hay dos procesos que avanzan en paralelo para que el traslado se concrete.
Por un lado, el administrativo. En el caso de otros animales exóticos en propiedad del exzoológico (esto quiere decir, en concreto, del gobierno porteño), como los osos pardos, los leones, los ciervos y los hipopótamos pigmeos, es esa misma institución la que recibe propuestas de organizaciones destinadas al bienestar animal y la que decide a dónde van a ir. La historia de Mara es distinta: las decisiones sobre su destino solo las puede tomar el juzgado nacional en lo comercial Nº6, a cargo de la quiebra del circo Rodas, el último que la tuvo en cautiverio antes de que fuera trasladada al zoológico, que también funcionaba como depósito legal de animales. El 12 mayo de 2017, la jueza Marta Cirulli falló a favor de que Mara fuera al Santuario de Elefantes de Brasil, en el municipio de Chapada dos Guimaraes. Desde entonces, distintos trámites siguen su curso. El gobierno de la Ciudad no puede recibir dinero a cambio de animales, pero aún así para el traspaso de la titularidad tiene que darse en el marco de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Flora y Fauna Silvestres (Cites), un certificado internacional que exige que el traslado tenga fines de conservación. Por tratarse de un animal, que en algunas partes del mundo es cazado por el marfil, Mara se encuentra en la categoría cuyo trámite Cites es más difícil de obtener.
Por el otro lado, el traslado comprende una parte práctica, y animal. Mara se tiene que preparar para vivir en semilibertad y tiene que colaborar en las acciones que van a permitir su mudanza. Tiene que, por ejemplo, escupir solución salina en una bolsa de nylon para que de su flema se pueda extraer una muestra para saber si tiene tuberculosis. También tiene que dejarse sacar sangre. Por su tamaño –sus medidas aproximadas son de 248 centímetros de alto y 346 de largo–, y aunque esté acostumbrada al contacto con los humanos por haber pasado toda su vida en cautiverio, siempre va a ser considerada un animal peligroso. Un pinchazo de imprevisto no es una opción segura para un cuidador o un veterinario. Para extraer una muestra, hay que acostumbrarla a quedarse quieta y echada mientras le acarician la oreja, donde la va a pinchar la aguja.
También tiene que aprender a buscar su propia comida. Los veterinarios, cuidadores y expertos en comportamiento que trabajan con ella lo llevan más lejos: para vivir en libertad, Mara tiene que empoderarse, tiene que aprender a tomar sus propias decisiones. Antes, recibía toda su comida en un momento del día, en un balde puesto justo delante de ella. Ahora, la comida –alfalfa en mayor medida, seguida por frutas y verduras– es desparramada en distintos lugares del recinto y a distintas horas. Además, una parte se le coloca en altura, para que imite el gesto que haría al tomar una fruta de un árbol y ejercite los músculos de la trompa. También trabajan para que tome decisiones como si permanecer a la sombra o al sol, o tumbarse sobre un cúmulo de tierra o permanecer parada. A pesar de todo este tiempo de ensayo para que se acostumbre a una vida menos digitada por los humanos, la libertad de Mara en el santuario va a ser controlada: su salud va a seguir siendo monitoreada por veterinarios y, aunque va a tener a su disposición más de mil hectáreas para caminar y buscar comida, como haría un elefante en libertad, es probable que siga necesitando que complementen su dieta para llegar a los cerca de 90 kilos de alimento que necesita por día. Es demasiado tarde para que aprenda a no necesitarnos.
La vida de Mara, la elefanta asiática, empezó en Alemania y en cautiverio. Era muy chica –se calcula que tendría unos dos años– cuando producto de una rifa cayó en las manos de un argentino, que la subió a un barco, la trajo al sur y la vendió a un circo. Desde entonces, llevó una vida nómada por el país y cambió de dueños circenses más de una vez, hasta que llegó al Rodas. Cuando la compañía fue a la quiebra, Mara se convirtió en el más particular de los bienes desapoderados de esa quiebra: no se la podía rematar. Su mudanza al zoológico fue una solución al problema del limbo legal en el que estaba Mara, pero también un problema. En el recinto de elefantes –un círculo de pasto de casi dos mil metros de perímetro rodeado de una fosa, con un edificio con divisiones internas–, ya vivían dos elefantes, y no estaba preparado para recibir a una tercera. Al conflicto se sumaba, además, que Kuki y Pupi son, al igual que Mara, hembras, pero, a diferencia de ella, africanas. Las elefantas son matriarcas y la convivencia resultó en un dos contra una. No era conveniente –ni sigue siendo, al día de hoy– que las tres estuvieran sueltas en el mismo momento.
Además, la vida en el circo condicionó su manera de comportarse. Guillermo Delfino, jefe de Cuidado Animal del actual Ecoparque Interactivo, y Florencia Presa, jefa de Comportamiento Animal, empezaron a trabajar en el zoológico cuando ella llevaba unos años ahí, pero aún así llegaron a ser testigos de escenas tristes: Mara, con una pata tosca y delicada detrás de la otra, haciendo equilibrio en el borde de la fosa. O Mara, haciendo una danza absurda sobre un punto fijo. Aunque no hay precisiones sobre cómo fue su vida dentro de los circos, sí se sabe la manera en la que usualmente les enseñan a los elefantes su parte en el show. A veces, con brasas en el piso que los obliguen a dar saltitos mientras las hacen escuchar una melodía, para que después cada vez que la escuchen su cerebro conductual las haga repetir el movimiento. Otras veces, las hacen pararse sobre el resorte de alambre de un colchón, al que le aplican descargas eléctricas que la hagan, por decirlo de alguna manera, bailar.
Todavía hoy, y a pesar del trabajo que se hizo desde su llegada al zoológico –y sobre todo en los últimos años, cuando la etología, que es la ciencia que estudia el comportamiento de los animales, está cada vez más avanzada y adentrada en los programas de las instituciones que trabajan con fauna–, Mara repite a veces algunos de los comportamientos estereotipados que arrastra del circo. El final del entrenamiento para obtener el moco de su trompa es uno de esos momentos. Cuando los cuidadores se retiran, después de las felicitaciones y el premio en forma de manzanas y zanahorias, ella queda parada en el centro de la jaula. Tiene las cuatro patas plantadas en un punto fijo, y balancea su cabeza y su trompa de atrás para adelante, como si representara a un loco con una camisa de fuerza en una película. Ese comportamiento no le genera un daño evidente, físico, pero no es algo que haría un elefante en libertad. En el circo, los elefantes suelen pasar el tiempo que no están en función con las patas traseras y delanteras encadenadas.
Las secuelas conductuales de su pasado circense, al menos, tienen un correlato positivo. Los elefantes son animales considerados inteligentes y, de acuerdo con sus cuidadores, Mara lo es aún más. Es un animal que aprende rápido. Más rápido, por ejemplo, que Kuki y Pupi, que también están siendo entrenadas. Todavía no hay planes certeros sobre su futuro, es posible que sigan un camino similar al de su compañera asiática.
En junio de 2016 hubo otro hito en la biografía de Mara, del que ni siquiera se enteró. La Asociación de Funcionarios y Abogados por los Derechos de los Animales (Afada) presentó ante la Justicia una denuncia penal contra el gobierno porteño por "posible comisión del delito de crueldad animal". La denuncia se refería a los comportamientos estereotipados que les produce el cautiverio y la falta de espacio físico. De ese problema se deriva la complicación de salud más frecuente en elefantes en cautiverio: los cayos en la parte inferior de las patas, que pueden llegar a resultar mortales. Es una de las dolencias que afectó a Pelusa, una elefanta del zoológico de La Plata que también iba a ir al santuario de elefantes de Brasil, pero que murió en junio de este año. Su traslado tenía prioridad ante el de Mara porque su estado de salud ya era complicado. La medida paliativa para evitar llegar a ese punto es la pedicuría. A falta de espacio para caminar y desgastar sus patas con el roce del suelo, a Mara, Kuki y Pupi les liman las uñas todas las semanas. La causa por maltrato no avanzó más allá de algunos allanamientos y pedido de testimonios, pero para Afada fue una pequeña conquista de terreno –nunca antes habían logrado que la situación de las elefantas llegara a esa instancia judicial– que resulta de un cambio de conciencia respecto de los animales y el cautiverio. Y si bien para la asociación el traslado de Mara al santuario de elefantes es un buen desenlace para la historia, no lo es en todo su alcance: "Lo ideal sería que Mara salga de un país a otro como sujeto de derecho. Si se los sigue cosificando, seguimos manteniendo el rol que tenían los zoológicos, que era el canje de animales", dice Pablo Buompadre, presidente de Afada.
Todavía no está resuelto si el traslado de Mara al Mato Grosso va a ser por tierra o por aire. La caja en la que van a trasladarla –un rectángulo de estructuras tubulares forjado en hierro y madera reforzada– todavía no está construida. Del peso y el tamaño de la caja va a depender el modelo de avión (si viaja por aire), y del tamaño del avión y el peso que cargue dependerá dónde puede aterrizar. El aeropuerto más cercano al santuario es el de Várzea Grande; si Mara viaja en un avión demasiado grande, el largo de la pista no va a ser suficiente y va a tener que aterrizar en Brasilia y recorrer los mil kilómetros que separan a esa ciudad del santuario en un camión. Para evitar los cambios de transporte, quizá sea mejor que Mara viaje en un camión directo desde Buenos Aires, aunque el viaje dure tres días, sin paradas para dormir, con rotación de choferes para que descansen.
En cualquier caso, está decidido que Mara no va a salir de la caja en ningún momento del viaje, porque no es fácil bajar y subir un elefante, porque no es un perro que puede pasear con una correa para estirar las piernas, y porque no sería seguro para los cuidadores.
Una de las cuestiones a resolver es el problema de los residuos durante el viaje. En negociación para cerrar la licitación para la construcción de la caja se trabajó específicamente en que tuviera alguna apertura para pasar una manguera y limpiar el suelo en los descansos. "Mara tiene un tema con el orín. No le gusta olerlo. Una vez que hace pis, no vuelve a caminar por ahí", dice Tom Sciolla, asistente de Dirección de Bienestar Animal del Ecoparque. No hay otra explicación posible a esa particularidad (no les pasa a Kuki y a Pupi, por ejemplo) que lo que en un ser humano llamaríamos personalidad. Sedarla para el viaje no es en absoluto una opción. "La anestesia para un animal que pesa cuatro toneladas requiere mucho control. El viaje es muy largo y sería riesgoso mantener a un animal sedado tanto tiempo", explica Guillermo Wiemeyer, veterinario y gerente de Bienestar Animal.
Una vez que la caja esté construida –cuesta un 1.400.000 pesos, que, como todos los gastos del traslado, debe costear el gobierno de la Ciudad, y fue asignada a través de licitación pública–, va a ser colocada dentro del recinto donde vive la elefanta en el Ecoparque. La ubicación exacta donde se va a colocar tampoco es azarosa: implicó un viaje de los expertos del santuario a Buenos Aires para discutirla. La intención es que la caja se incorpore en la vida diaria de Mara de la manera más orgánica posible: que no entorpezca el manejo de los cuidadores, que cumpla con las condiciones de seguridad y que haga que el animal se sienta cómodo. La cuestión no se resuelve ahí: para que entre bajo techo, va a haber que hacer modificaciones al recinto. Porque el lugar fue declarado monumento nacional, la obra va a tener que ser aprobada por la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos.
Cuando el traslado de titularidad de Mara esté resuelto, se va a fijar una fecha para la mudanza. Una serie de acciones se van a desatar en ese momento: por un lado, ella y las dos elefantes africanas con las que convive van a entrar en cuarentena. Para eso, el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria va (Senasa) a visitar el recinto y dictaminar si están dadas las condiciones para habilitarlo como tal. Los cuidadores tendrán que adoptar medidas extremas, como cambiarse de ropa cada vez que pasen de tratar con cualquier otro animal a interactuar con ellas. Además, las elefantas van a pasar por las pruebas definitivas para las que están entrenando. Van a ser testeadas para tuberculosis y otras enfermedades. Van a dejarse sacar sangre de la oreja. Van a tomar solución salina y expulsarla en una bolsa de nylon. El moco de sus trompas va a ser examinado. Al equipo de cuidadores se le sumará uno del santuario brasileño, para que la transición sea más suave, porque los elefantes son animales que sienten más apego por las personas que por los lugares. El proceso análogo va a ocurrir en Brasil: un cuidador argentino va a quedarse con ella las primeras semanas de la nueva etapa de su vida. Mara tiene alrededor de 53 años y puede llegar a vivir en el Mato Grosso hasta 20 más.
El día que se determine para el traslado no va a ser necesariamente el día en el que Mara deje el exzoo porteño: se va a esperar a que entre voluntariamente a la caja. Cuando eso pase, la caja va a ser remolcada y va a salir por el portón de República de la India al 3000 para empezar el viaje, con un cuidador y un veterinario como compañeros y custodios. Una vez más, aunque sea por un rato, un elefante va a circular por las calles de Palermo, en la ciudad de Buenos Aires, en la Argentina, el país más austral de América del Sur. Va a ser un espectáculo raro, que probablemente solo se repita dos veces más en la historia, y después de eso, ya no más.