EE.UU. encarceló a estadounidenses de origen japonés hace 80 años; ahora la generación más joven está haciendo preguntas.
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Hace 80 años el gobierno de Estados Unidos hizo una redada entre estadounidenses de origen japonés y los obligó a vivir en campos de prisioneros durante el resto de la Segunda Guerra Mundial. Ahora, la generación más joven está luchando para asegurarse de que este oscuro capítulo no se olvide.
Cuando el abuelo de Shane “ShayShay” Konno falleció en 2013, la familia fue a su casa para ocuparse de todas sus pertenencias. En el jardín, el cobertizo estaba tan lleno de cosas que sólo podían entrar uno a uno.
Como era un adolescente ágil, a Koono le asignaron el trabajo de repartir los artículos más voluminosos a los miembros de la familia para que los trasladaran a la casa. Enterrada en lo más profundo del estante más alejado había una maleta de cartón con un adhesivo en la tapa que decía “Universidad de Michigan”.
Al abrir la maleta, Konno vio que había algo de tela adentro. “¡Ah, un mantel elegante!”, pensó. Cuando entró en la casa, se lo mostró a todos: resultó ser un kimono, una túnica formal tradicional japonesa. Los asombró la brillante tela color púrpura y la forma en la que las flores blancas de durazno bordadas a mano con hilo plateado reflejaban la luz.
“Nunca había visto un kimono en la vida real, y mucho menos había tocado uno”, le dijo Konno a la BBC. En total había siete kimonos de seda en la maleta. Nadie en la familia los reconoció, lo que significaba que el tesoro había estado guardado en secreto en la maleta todo este tiempo. Cuando Konno examinó la maleta con más atención, debajo de la calcomanía de la Universidad de Michigan había un nombre desconocido, “Sadame Tomita”, escrito toscamente con pintura blanca, junto con cinco dígitos: 07314.
Alguien los había cubierto deliberadamente con la pegatina. “Ese era el nombre japonés de tu abuela”, le dijo a Konno su tío. “Y este era el número de registro de su familia en los campamentos”.
“Nisei”
Konno no conoció a su abuela japonesa, pues murió antes de nacer él. Ella era nisei, una estadounidense de origen japonés de segunda generación que pasó su adolescencia en los campos de encarcelamiento. Después de la guerra, se hizo llamar por el nombre occidental de Helen.
Era la única maleta que se le permitió llevar a los campamentos, según supo Konno más tarde. Y la había guardado toda su vida. Quien llegaría a ser su esposo, y el abuelo de Konno, también era un adolescente cuando lo internaron en el Centro de Reubicación de Campo Amache en Colorado. Se conocieron después de la guerra.
Konno quiso saber más pero su familia no quiso revivir el pasado. “Mi abuela guardaba secretos incluso a sus propios hijos. ¿Por qué ocultó su propio nombre? ¿Por qué escondió sus kimonos?”.
“Shikata ga nai”
Otros se hacen las mismas preguntas que Konno. En una vigilia a la luz de las velas organizada por la campaña Stop Asian Hate, por el aumento de ataques contra los asiáticos en EE.UU. el verano pasado, Konno notó que había otros estadounidenses de origen japonés presentes y que había algo que querían desahogar.
“La primera pregunta que nos hicimos fue: ‘¿En qué campo fue internada tu familia?’”, dice Konno. “La segunda pregunta fue: ‘¿Cuánto te contó tu familia?’”. “Nunca tuve la oportunidad de hablar con mi abuelo sobre su experiencia mientras estaba vivo”, explica Konno.
“Si le hago preguntas (a mi tía), ella es experta en cambiar de tema. Mi papá y mi tío creen que desenterrar el pasado realmente no cambiará nada. Por respeto a mi familia, no los presiono para que me den respuestas”. Algunos de los issei —inmigrantes japoneses de primera generación— y nisei mantuvieron en secreto su experiencia en los campamentos, pues no querían transmitirle recuerdos dolorosos a las próximas generaciones.
El término japonés shikata ga nai se traduce como “no se puede deshacer”.
“Sansei” y “yonsei”
El padre de Konno y sus hermanos son sansei, o tercera generación. “Para la generación de papá, no es difícil no hacer demasiadas preguntas. El trauma lo sufrieron sus padres. Para ellos, esta no es una parte de la historia que puedas leer”, dice.
Por eso, depende de los yonsei o la cuarta generación, mantener vivo este legado, en opinión de Konno. “Soy de la generación que está lo suficientemente lejos como para ver el pasado de manera diferente, y también para gritar por esa injusticia”.
Evacuación
El 19 de febrero de 1942, dos meses después del ataque a Pearl Harbor, el presidente estadounidense Franklin Roosevelt emitió la Orden Ejecutiva 9066, autorizando la “evacuación” de los estadounidenses de origen japonés de las comunidades a lo largo de la costa oeste, aparentemente para protegerse contra el espionaje.
En realidad, las leyes fueron motivadas por el racismo, la histeria bélica y el miedo. Ningún estadounidense de origen japonés fue condenado por traición o por un acto grave de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial. Canadá, México y varios países de América del Sur también tuvieron programas similares.
Entre 1942 y 1946, alrededor de 120.000 estadounidenses de origen japonés fueron sacados a la fuerza de sus hogares y reubicados en campamentos administrados por el gobierno. Miles eran niños y ancianos. Varios prisioneros fueron asesinados a tiros por los guardias.
Más de la mitad eran ciudadanos estadounidenses: cualquier persona con más de 1/16 de ascendencia japonesa era elegible para internamiento, lo que significaba que quien tuviera un tatarabuelo que era japonés, podía ser detenido en su hogar y enviado a vivir a kilómetros de distancia.
Campamentos
En cuestión de meses, se construyeron 10 campamentos en California, Arizona, Wyoming, Colorado, Utah y Arkansas. Mientras estaban en construcción, a menudo se enviaba a las familias a “centros de reunión” improvisados: viviendas temporales ubicadas en hipódromos con establos de caballos alrededor de pistas de carreras.
A cada familia se le asignaba un establo de caballos para dormir. La abuela de Konno fue enviada al hipódromo de San Mateo. “A los caballos los acababan de trasladar el día anterior, y el olor era horrible”, se enteró Konno más tarde. “Cuando fueron reubicados, los campamentos les deben haber parecido agradables en comparación”.
Disculpas
No fue sino hasta 1988, casi 50 años después, que el presidente Ronald Reagan emitió una disculpa y se pagaron compensaciones de US$20.000 (alrededor de US$40.000 en la actualidad) a más de 80.000 estadounidenses de origen japonés que fueron internados o, en algunos casos, a sus herederos.
Brian Niiya, quien enseña sobre la historia de los campamentos en la Universidad de California Los Ángeles, dice que en ese momento, la comunidad estadounidense de origen japonés estaba feliz con la disculpa y el acuerdo. “Había sido una posibilidad tan remota... la gente nunca pensó que vería algo así en su vida”, le dijo a la BBC.
Pero el complicado legado de los campamentos significa que aún queda mucho trabajo por hacer. “Mucha gente aún no conoce la historia de los campamentos, pero se están logrando avances”, afirma Niiya.
Contar la historia
California aprobó recientemente una legislación sobre la implementación de programas de estudios étnicos en las escuelas secundarias, donde se enseñará esta historia. Se están publicando libros de texto específicamente sobre esta historia, varios Servicios de Parques Nacionales están erigiendo monumentos conmemorativos y también ayudan las proyecciones de películas sobre los campamentos en el aniversario.
“Esperamos que para el 100 aniversario, todos los estadounidenses sepan acerca de los campamentos”, dice Niiya.
Pasado en llamas
Konno se encargó de aprender sobre este legado. Al encontrar su apellido en un libro sobre los campos, inicialmente sintió cierto orgullo de que su antepasado hubiera hecho algo digno de ser registrado. Pero al leer el pasaje completo, todo cambió.
Por temor a ser vistos como extranjeros, algunas comunidades quemaron sus pertenencias japonesas. Konno se enteró de que su bisabuelo había visitado una comunidad japonesa cercana para convencer a la gente de que destruyera fotografías familiares, cartas y documentos escritos en japonés.
Un grueso diccionario de japonés tardó una semana en quemarse. Los cuchillos de sashimi y el equipo de kendo también fueron tirados a la fogata pues la gente temió que las autoridades los consideraran armas japonesas. “Mi propia familia ayudó a tomar la horrible decisión de destruir estos objetos sentimentales, y todo fue en vano porque de todos modos se vieron obligados a ingresar en estos campamentos”, dice Konno.
Peregrinaje
La destrucción de su cultura japonesa afectaría a las generaciones venideras. Los abuelos de Konno hablaban japonés, pero después de su experiencia en los campamentos decidieron no enseñarle el idioma a sus hijos. “La abuela pensó que hablar japonés contribuiría al éxito de sus hijos en Estados Unidos”.
Ahora, Konno está tratando de recuperar generaciones de conocimiento perdido. “Puedo entender las decisiones que tomaron mis abuelos, hicieron lo que pensaron que nos protegería”, dijeron. En 2019, Konno le pidió a un amigo que tenía un automóvil que hiciera una peregrinación especial. “Quería ir por fin a Manzanar”.
Ahora, un museo administrado por el Servicio de Parques Nacionales, Manzanar fue el primer campo de internamiento japonés-estadounidense construido en EE.UU. Ubicado al pie de las montañas de Sierra Nevada en California, la mayoría de los residentes venían de Los Ángeles, a unos 370 kms de distancia.
Aunque Konno había visto fotografías de campamentos, fue impactante ver las condiciones en las que vivían, recreadas para la educación histórica, en la vida real. Las familias se alojaban en largos barracones de madera, dividiendo las habitaciones con sábanas, mientras el viento sacudía las paredes de madera y el polvo entraba por las grietas.
“Tendrían que barrer la habitación dos veces al día para quitar el polvo”, le dijeron a Konno. Los campamentos estaban rodeados por cercas de alambre de púas de dos metros y medio de altura que se curvaban hacia adentro en la parte superior. No había forma de salir.
“Gaman”
La abuela de Konno y sus dos hermanas eran adolescentes mientras estaban en el campamento. Estuvo encarcelada desde los 15 a los 18 años, tres hermanas compartiendo espacio con sus padres en la habitación improvisada.
Los baños comunes eran espacios abiertos, cuartos con cabezales de ducha y retretes sin paredes que no permitían privacidad. Las mujeres hacían cola afuera pacientemente para permitirle a la persona anterior un momento de privacidad, lo que significaba que la gente se duchaba a horas extrañas durante toda la noche.
Mirando fuera de los barracones, Konno vio restos de los jardines zen japoneses. “Estaban tratando de hacer que esta prisión hostil fuera un poco más bonita”. Konno traduce el término japonés gaman que significa “soportar dificultades aparentemente insoportables con dignidad”.
“En estos campamentos, las familias estadounidenses de origen japonés eran tratadas como menos que humanas. Pero aun así trataban de respetarse y ayudarse mutuamente en este horrible lugar”, dice amargamente Konno. Lo que no sabía era que años atrás, su padre también había visitado Manzanar.
“Absorbió todo y se lo guardó para sí mismo”, dice Konno, asombrado. Comprendió que las generaciones anteriores respetan a su manera.
“Recordar es honrar”
Más recientemente, después de que Konno comenzara su propia búsqueda de respuestas, el padre y el tío de Konno fueron a donde sus parientes paternos habían sido encarcelados temporalmente en el Centro de Asambleas de Merced. Los campamentos fueron arrasados hace tiempo, pero una estatua de una niña sentada sobre una pila de maletas sirve como memorial a las familias que estuvieron encarceladas allí.
En una pared detrás de ella, están grabados en piedra los nombres de los 1600 estadounidenses de origen japonés, incluidos los bebés nacidos en el campamento. El padre y el tío de Konno se detuvieron para buscar su apellido y tomaron fotos para enviárselas a Konno.
Mirando atrás, Konno se pregunta si parte de la razón por la que les tomó tanto tiempo investigar fue porque asumieron que sus preguntas no serían bien recibidas. Pero la generación de sus padres parece haber tenido las mismas ganas de saber. “Las oportunidades de tener conversaciones con quienes lo vivieron 80 años después se están desvaneciendo. Ahora es aún más urgente descubrir cosas por mí mismo, no sólo escuchar historias de segunda mano”.
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