El infructuoso juego de describir el futuro
Durante la cuarentena se clausuró la posibilidad de practicar deportes o de asistir a presenciarlos en estadios. Las pantomimas fantasmales conque en la televisión se reemplazó esos rituales (transmitiendo partidos en estadios vacíos, con asientos ocupados por siluetas de cartón) no solo le agregó patetismo a la imposibilidad, sino que confirmó hasta qué punto los deportes son liturgias colectivas que van más allá del simple juego, de sus resultados y de sus reglas. Su función última pasa por generar encuentros, propiciar pertenencias, fundar leyendas, viabilizar sueños o establecer mitologías.
Congelados los deportes en su acepción verdadera (ya que no en su grotesca versión mediática), apareció otra competencia: la carrera por predecir cuanto antes el futuro. En esta práctica se anotaron -y se anotan- incesantemente gurúes provenientes de distintas disciplinas. Ciencia, técnica, economía, política, ciencias sociales, astrología, numerología, informática, etcétera. Hay tantos futuros posibles como predictores que los describan o propongan. Y van desde los más optimistas hasta los más sombríos, todos incomprobables, como es ley cuando se habla de futuro. Cuanto más extravagante sea el pronóstico y cuantas más pruebas de los improbable acompañen a la hipótesis, más minutos y atención cosechará su autor en la involuntaria campaña por darle la razón a Andy Warhol (pionero de los influencers, categoría de los dedicados a criar fama a cualquier precio). Warhol sostenía que, en la sociedad mediática y de consumo, todo el mundo conseguiría al fin sus quince minutos de notoriedad.
Se habla del futuro como si este fuera a comenzar a partir de cierta señal, de cierto momento o de cierta fecha. Sin embargo, el futuro comienza segundo a segundo, mientras el tiempo marcha. El presente párrafo era futuro cuando se comenzó a leer esta columna. Y es pasado ahora que se lee el párrafo siguiente. El futuro es ahora. Es siempre lo que hacemos de él en el presente. "Nuestra ansiedad no proviene de pensar en el futuro, sino de intentar controlarlo", decía el inspirado poeta y ensayista libanés Kahlil Gibran (1883-1931), autor de El jardín del profeta, El vagabundo y El maestro, entre otras obras célebres. Ese intento no cesa, aun cuando haya sido siempre infructuoso. Responde a la arcaica e irrenunciable necesidad humana de encontrar explicación para todo, por más absurda que sea. El humano no puede ni sabe vivir sin predecir y sin explicar. Y desoye a la vida cuando esta le muestra una y otra vez, de la manera más sutil y del modo más contundente, que, aunque se resista, es una criatura que navega su existencia en el vasto mar de lo imprevisible y de lo inexplicable. Ayer nomás, en el último día del año pasado, nadie, ninguno de quienes hoy se agolpan y amontonan en la fila de los predictores, fue capaz de advertir y describir lo que nos ocurriría a partir de marzo.
Acaso por eso cobra especial fuerza un pensamiento de Martin Luther King (1929-1968), enorme líder en la lucha por los derechos civiles de la población negra en Estados Unidos, comprometido militante pacifista e incansable trabajador contra la pobreza. "Incluso si supiera que mañana el mundo se hiciese añicos, aun plantaría hoy mi manzano", repetía King. Porque, en definitiva es hoy, sea en las condiciones que fuere, cuando se hace del futuro un porvenir. El futuro es solo un punto en la línea cronológica. El porvenir, en cambio, es aquello que cada uno hace de su futuro. Toda criatura viva tiene futuro. Es la ley del tiempo. No hay que hacer nada para ello, solo seguir vivo. Pero el porvenir depende de uno mismo, no se puede hacer responsable a otro de él, ni esperar que un futurólogo de cualquier pelaje lo prediga. De manera que antes de especular vanamente sobre el futuro, quizás lo mejor sea construir intensamente el porvenir en el presente.
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