Veo el primer partido de la Selección Argentina en Darjeeling, una localidad situada en el estado indio de Bengala Occidental, a los pies de la cadena inferior del Himalaya. Estoy acá por otras razones, pero el Mundial me agarró en mitad de camino. Lo hubiera pasado por alto si no fuera porque las banderas argentinas, brasileñas y alemanas, en ese orden de importancia, tapizan esta región montañosa tan conocida por su té.
Me conmueve encontrarme a cada paso con los colores de mi país en la ventana de una pequeña tienda, en el pecho de un avezado motociclista, en el pijama de un recién nacido, en el capot de un jeep Mahindra, en las ventanillas de un camión Tata, en los cachetes de una adolescente, en el pasacalles de un pueblo minúsculo, en la pizarra de un restaurant, en las paredes de una casa humilde.
A 16 mil kilómetros de Buenos Aires constato que en Darjeeling –pero no en Varanasi, donde estuve unos días antes– el furor por la "Fifa World Cup", como la llaman, es implacable. Implacable y a su vez paradójico, porque los indios de estos pagos no logran ubicar a nuestro país en el mapa y saben muy poco de fútbol. Cada tanto emerge, en una de las pocas planicies que ofrece la geografía local, un potrero con arcos de bambú en el que nunca juega nadie.
Estoy sentado junto a Sarah y Cale, una pareja de mochileros australianos que conocí en el vagón "sleeper" del tren, en un restaurant tibetano de tres mesas que tiene una televisión bastante digna. Pedimos unos momos vegetarianos que acompañamos con el clásico masala chai (té con leche y especias) porque en India la cerveza, que en este momento nos vendría de lujo, no corre así como así.
Cuando festejo alocadamente el primer gol, me doy vuelta y veo en la calle a un gentío alentando a mi selección. Incluso hay gente con las caras pintadas de celeste y blanco flameando los colores de la bandera. Al rato Islandia empata y los entusiastas ni se inmutan, aunque se frustran más que yo cuando Messi erra el penal.
La razón de que tantos indios se congracien con Argentina es, sin lugar a dudas, Lionel Andrés Messi. Hay algo en él que los hipnotiza y ni hablar si se trata de estudiantes de escuela, muchos de los cuales visten la diez del Barcelona como si hacerlo fuera parte del hinduismo. Pronunciada de diversas maneras, la palabra "Messi" viene a ser la gran moneda de intercambio entre cualquier viajero argentino y un habitante de una nación lejana en la que no se habla nuestra lengua.
Apenas me ven se interesan por saber de dónde soy y cuando escuchan mi respuesta me dicen "Meshi, Meshi" y muchas vecen quieren una selfie. A un padre joven que me pidió una selfie para su hijo en una estación de tren le pregunté para qué la quería y me contestó que al niño le encantaban "mis facciones británicas". Posé con cara de sorpresa.
El empate contra el equipo escandinavo frustra a muchos darjilineses. La mañana siguiente al partido enfilo hacia Sukhiapokhri con el objetivo de visitar la plantación de té Mim. Surco el empinado camino al pueblo en un jeep compartido, el medio de transporte más común en estos parajes que literalmente cuelgan de las colinas.
Apelotonado en el baúl del vehículo, al que convierten en una hilera de asientos, charlo con Aditya, que masca nuez de betel y no da crédito que a su ídolo le hayan atajado el bendito penal. Le pregunto qué le gusta tanto de nuestro capitán y me dice, en un inglés intrincado, que creció viéndolo jugar, que es un ejemplo de vida y que además, por si fuera poco, detesta a Cristiano Ronaldo.
Mim es una fábrica que se mantuvo casi intacta desde su fundación, a mediados del siglo 19, época en que los ingleses mandaban en el territorio y empezaron a experimentar con el té negro. Me recibe un hombre que lleva puesta una casaca de la selección, pero no cualquier casaca: en la espalda lleva estampado el número 7 y el apellido Caniggia.
Vijay hincha por nosotros desde el Mundial 90 y en cascada recita, en un orden que sólo él maneja, una ristra de jugadores que sabe de memoria. Maradona, Goycochea, Batistuta, Simeone y Ortega, creo que dice. Él también está enojado por lo del penal, que antes del segundo partido se transforma en el principal tema de conversación con muchas de los hombres –la mayoría, muy cálidos y charlatanes– con los que me cruzo en este periplo.
De Sukhia viajo a Makaibari, otra fábrica de té que parece haber cambiado poco desde 1859, cuando se puso en marcha. Techos de chapa verde, un cuadro de Sai Baba e interiores de madera para un proceso de trabajo artesanal que produce seis variedades de té que unas 400 mujeres recolectan todos los días a mano a dos mil metros de altura.
Mi anfitrión, Sanjay, está enloquecido con lo que genera Rusia 2018, al punto que organiza un picadito al que se suman varios pueblerinos y luego me invita a ver Japón-Colombia al ático de la fábrica, brindando con Sprite y papas fritas. Más tarde me reúno con algunos empleados de Makaibari en una oscilante casilla de barro a tomar cerveza caliente y otra vez la cantinela del penal.
Desde allí me muevo hasta Mirik, donde viviré unos días en el monasterio budista Bokar Ngedon Chokhor Ling gracias a mi tía Consuelo, también conocida como Lama Rinchen Kandro. Ella visita el lugar todos los inviernos y me puso en contacto con Tinley, un Lama butanés de 30 años extremadamente simpático y bondadoso que se ocupa de mí apenas desembarco. A la noche jugamos contra Croacia y él asegura que lo veremos en su cuarto.
Después de la puja de la tarde –una bella ceremonia de rezos, cánticos y música que se desarrolla en el templo principal– conozco a Dara, un irlandés que trabaja como voluntario en la escuela del monasterio. Compartimos una Kingfisher helada en un hotel medio pretencioso del pueblo y hacemos tiempo hasta las 23:30, hora en que el equipo de Sampaoli jugará contra su par europeo.
Llegamos un rato antes al cuarto del alegre Tinley, que está junto a dos compañeros Lamas vestidos con sus correspondientes atuendos rojos y amarillos. Compartimos té verde y exquisitos chapatis con curry de papas cuando se palpita el suplicio que terminará en goleada. En el entretiempo salgo a estirar las piernas y en el patio, bajo un árbol, me cruzo con decenas de niños y adolescentes detrás de un celular viendo el resumen de los primeros 45 minutos. Les enseño el "Olé olé olé olé, Messi, Messi" y se ríen, tímidos, sin osar imitarme.
Cuando promedia la segunda mitad y soy todo irritación, me percato de que uno de los Lamas y Dara se quedaron dormidos. Tinley me anima, dice que va a alentar a Argentina pase lo que pase, y al rato un Lama que lleva un gorro de Brasil abre la puerta y con mucho sentido del humor se burla de mí ensayando un bailecito triunfal.
Entro a Nepal por la frontera de Kakarbhitta. El lugar es un desmadre de tuktuks motorizados o a tracción humana, gente de a pie cargando bolsas en la cabeza, camiones decorados con chirimbolos de todo tipo y color, gendarmes, bicicletas, vacas y cabras. En la oficina de inmigración del lado indio hay una bandera argentina clavada en el jardín. Dialogo con el policía que la plantó ahí y no puede creer que hayamos perdido contra Croacia. Dice que él, al revés de muchos coterráneos que se cambian de vereda sin escrúpulos, no va a seguir a otro equipo si no clasificamos.
Del lado nepalés, al que llego caminando después de cruzar un puente flanqueado por sembradíos de arroz, también veo los colores de mi país en cantinas, taxis o personas. Esperando el pesadillesco colectivo que me depositará en Katmandú, doy con un sastre que está confeccionando… ¡banderas argentinas! Es una cosa de locos. El tipo no sólo adornó su pequeño local con un poster de la selección sino que lo pintó íntegramente de celeste y blanco. Hay quienes dicen que Darjeeling y Nepal tienen mucho en común: si fuera por la pasión que les despierta la cita mundialista, confiaría en ellos ciegamente.
En la mítica Durbar Square de Katmandú, aun bastante cascada luego del terremoto de 2015, conozco a Ram, un guía que me ofrece pasar un par de días en su casa. Vive en Godawari, un poblado semi rural ubicado a unos 15 kilómetros de la capital nepalesa. Algo me hace confiar en él, de modo que acepto su propuesta y hacia allá vamos, en múltiples transportes públicos en los que viajamos apretadísimos, mi mochila en el techo.
Situada sobre una calle de tierra embarrada fruto de los monzones, que recién arrancan, su casa es muy modesta y está rodeada de arrozales y plantaciones de choclo. Me presenta a su mujer Mitu, a su madre Muya, a su hija –cuyo nombre no consigo registrar– y a dos de sus pequeños sobrinos, que aparecen como por arte de magia vestidos con la camiseta de la selección. "En esta familia todos hinchamos por Argentina", decreta Ram. También me dice, como me dijeron otras nepalíes, que el 70% de su país alienta a la selección que lideran Messi y Mascherano.
A estas alturas no me suena ilógico que cada tanto me confunda y frente a una casa de barro en la que hay un hombre de piel tostada y facciones aindiadas con la casaca del goleador histórico del Barça piense que estoy en Tartagal y no en las afueras de Katmandú. Ahora todo el caserío sabe de mi presencia y a la casa de Ram se acercan a saludarme y a decirme que no me preocupe, que esta noche le ganamos a Nigeria y clasificamos.
Son las 23:45 (en Nepal hay una diferencia horaria de 15 minutos con India, cosa rara) y estamos todos frente al televisor en un cuarto de tres por tres en el que hay, además del sillón, una cama en la que dormita Muya, de 87, y dos cervezas Nepal Ice tirando a tibias. Todos, yo incluido, llevamos la celeste y blanca y nos enroscamos en un abrazo cuando Lio la pincha en el muslo izquierdo y la cruza de derecha. El penal nigeriano los silencia a ellos, pero no a mí, que puteo en mi mejor castellano. Acá no hay wifi, así que no tengo cómo compartir mi descontento por Whatsapp. El gol que nos pone en octavos de final nos vuelve a enroscar, esta vez en una extraña montonera.
A la mañana siguiente acompaño a Mitu al arrozal. Me saco los zapatos y meto los pies en el barro para documentar el trabajo valiente y esforzado que ella y otras mujeres hacen durante ocho horas dobladas en dos hundiendo los brotes de arroz que cosecharán en unos meses, cuando terminen las lluvias. Entre el crascitar de los cuervos y las charlas de estas tenaces nepalesas entreveo a unos niños que van elegantemente vestidos con su uniforme de escuela, pero encima tienen puesta la remera argentina. Es una imagen que me emociona. Están felices con el gol de Messi.
Mi próximo destino son las montañas de Nagarkot, desde donde se ve, con buen tiempo, el Everest. A la espera del partido contra Francia, el dueño del hostal, que acá llaman "homestay", a toda costa quiere conversar conmigo de la Copa del Mundo. Repasamos la eliminación de Alemania, el presente de Brasil, los goles de Cristiano y me asegura que el 70% de los habitantes de Nepal apoyan a Argentina.
Le cuento que ya escuché esa estadística y le pregunto de dónde viene. Dice que el número se aproxima por intuición a un fanatismo que surgió, según él, por unas palabras que el Diego pronunció en México 1986, después de ganarle a Inglaterra. Al parecer dijo que, de haber estado presentes algunos gurkhas en el estadio, hubiéramos perdido.
Los gurkhas son feroces combatientes nepaleses que sirvieron en las fuerzas armadas indias y británicas y que participaron, sin llegar a combatir directamente, en la Guerra de las Malvinas. No se sabe muy bien cómo, pero esas declaraciones calaron hondo acá y generaron una devoción que se mantiene intacto hasta el día de hoy y se intensifica en los mundiales.
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