Es un científico y autor de bestsellers de alimentación. Escribe contra la comida chatarra y la industria de la alimentación. Propone volver a cocinar “comida verdadera”. Dice que sembrar soja en Argentina es un error.
La foto era prácticamente igual a las que hoy ilustran las campañas de Kentucky Fried Chicken: un balde rojo rebosante de pollo frito trozado, empanado en una costra generosa, crocante, irreproducible en un hogar cualquiera. El clásico pollo de KFC, bah. Lo que hizo ese aviso memorable y particular fue esta leyenda pregnante y efectivamente feroz: liberación femenina.
Era 1974 y la industria alimentaria había llegado a la cumbre del éxito. Le había costado años de esfuerzo convencer a medio mundo de que ellos podían hacer mejor en fábricas algo que se venía haciendo bien desde hacía miles de años en cada casa: preparar alimentos. Y, para eso, luego de repetir de todos los modos posibles que cocinar era un tedio, se abrazaron a ese momento histórico en que las mujeres salían de sus casas para trabajar: ellos eran la solución ante el nido vacío. De esa manera, la industria se volvió sinónimo no solo de modernidad, sino de libertad.
Claro que todo resultó bastante más complicado: esta nota no existiría si el asunto hubiera salido bien.
Si, detrás de la promesa de todo lo bueno, no hubiera venido a estallarnos en el suelo, en las calles, en el cuerpo, todo lo malo –la contaminación, las enfermedades relacionadas con la mala comida (hoy con más muertes en su haber que el tabaco), la escasez de alimentos en medio de la aparente abundancia, la infelicidad hogareña–, no estaríamos hablando de esto. Pero el sistema alimentario está en crisis, desmembrado, roto.
Los números son claros y contundentes: se producen alimentos para 12.000 millones de personas en el mundo, somos 7.000 millones y, sin embargo, hay casi 1.000 millones que no acceden a la comida. Un tercio de lo que se produce termina en la basura, entre ello, 12.000 millones de animales o 600.000 toneladas de carne, la mitad de la cual está en perfecto estado. Entre los que sí acceden a la comida hay 1.500 millones de obesos: la mayoría en los estratos más vulnerables de la población: los pobres. La diabetes tipo dos es una pandemia, lo mismo que las enfermedades cardiovasculares.
Y todo, en parte, por ese pollo (por ese tipo de comida chatarra hacia cuya producción se orientan las mayores fuerzas productivas y las mejores tierras) y, en gran parte, por ese mensaje que hizo a las sociedades creerse libres mientras se despojaban del último bastión de íntima libertad que les quedaba.
Por eso, son las nueve de la mañana en California y Michael Pollan –el padre del periodismo de la alimentación y el comunicador científico más brillante de la actualidad, best seller en todo lugar del mundo donde desembarca, profesor universitario y colaborador asiduo de medios como The New York Times y The New Yorker– se levanta como cada mañana para leer sobre comida, escribir sobre comida y charlar sobre comida, esta vez conmigo.
La excusa es la salida de Cocinar, su segundo libro editado en la Argentina, el sexto que escribe y, aunque libro tras libro parece imposible que lo siga logrando, el más atrapante de todos. Si en El dilema omnívoro –título que lo hizo mundialmente famoso–, Pollan descubre por qué el sistema de producción industrial no funciona –ofrece alimentos de calidad ruinosa a costa del sufrimiento y la explotación de productores, animales, ecosistemas, mientras profundiza los números de la desgracia–, Cocinar abre el mundo a un relato más íntimo y provechoso: una especie de historia privada de la humanidad, entre fuegos, ollas y fermentos de los que podemos agarrarnos para salir a flote. Un profundísimo viaje que recorre el comienzo de nuestras sociedades (conformadas hace miles de años alrededor del fuego, del campo, de la mesa), nos expone con lucidez y dolor su descomposición (cuando la intervención sobre los alimentos pasó de hacernos cada vez mejor a volverse un negocio fabuloso que a las personas vueltas consumidores nos hace daño) y nos muestra dónde está el camino de salida: en esas cocinas para muchos desafiantes, para otros olvidadas.
Claro que las cocinas que plantea Pollan no son ya emporio femenino, sino reductos de reconexión social sin potestad de género; espacios de revolución y verdadero cambio de paradigma. "Algo que debió haber pasado entonces. Porque la liberación femenina debió haberse dado no de la mano de KFC, sino junto con un nuevo acuerdo social por el que mujeres, hombres y niños compartieran las tareas de la casa; pero en vez de hacer eso, las externalizamos y pagamos las consecuencias. Bueno, ahora tenemos que volver a tomar el mando", dice Pollan, justamente desde la luminosa cocina de su casa.
Brando: Acá lo primero que muchos preguntarían es qué tiene de malo la comida industrial.
Pollan: Lo que tiene de malo está alrededor de nosotros todo el tiempo: la epidemia de obesidad, por ejemplo, es producto de la industria, de esta confusión alimentaria en la que estamos inmersos. Hay estudios muy interesantes que sugieren que las personas que comen comida casera son personas más sanas que las que comen comida hecha fuera de sus casas. Incluso hay estudios comparativos que concluyen que los hogares pobres donde se cocina son más saludables que los hogares ricos donde se compra la comida afuera.
Brando:¿Por qué?
Pollan: Porque a pesar de que la industria dice vender alimentos, es necesario entender que la industria alimentaria no gana dinero vendiéndonos comida real, fresca: la ganancia está en la comida procesada, y cuanto más procesada, mejor. Utilizan los ingredientes más baratos que pueden, como soja, harina blanca o maíz, y los vuelven productos que venden caro. La industria logró convencer a las personas de que les estaban ofreciendo algo mejor que lo casero, pero, por supuesto, eso no es cierto. Hay solo dos maneras de hacer que la comida sea apetitosa: una es buscar los mejores ingredientes posibles y cocinarlos cuidadosamente; la otra es agregarle a lo que sea grasa, azúcar y sal. Todos amamos eso: son tres ingredientes imbatibles que pueden hacer atractiva la comida y también convertirla en una adicción.
Brando: Claro que la industria alimentaria podría responder a eso diciendo que ofrecen miles de productos "saludables".
Pollan: Yo tengo una regla para eso y es: no compres nada que se venda como "saludable". Las comidas que realmente son saludables no tienen marketing. Los vendedores de brócoli no tienen el dinero ni siquiera para pagar el estudio que diga que el brócoli es saludable, menos la etiqueta que lo señale. La comida saludable es silenciosa, se vende sin anuncios en el sector verdulería. En cambio, todo lo que se vende con etiquetas que lo recomiendan para un día lleno de energía, como los cereales, son productos saturados de azúcar que conquistan a los chicos y hacen sentir bien a los padres por elegirlos. Hay que huir de las góndolas donde la comida te está gritando cosas y caminar derecho al lugar silencioso, donde la comida es simplemente lo que tiene que ser.
Brando: Aunque sus libros están repletos de excelentes fuentes, de estudios y de sentido común, se me ocurre un listado largo de médicos y nutricionistas en la Argentina que saldrían a decir que no es así, que no hay que demonizar la industria y que hay estudios hechos en el sentido contrario.
Pollan: Yo soy un periodista científico muy escéptico. No creo que hoy la ciencia tenga per se un aura de credibilidad. Es una herramienta muy poderosa, pero, como toda herramienta, lo que tenés que ver es quién la sostiene y con qué propósito. Hay ciencia en muchos ámbitos diferentes, pero en cada uno de ellos siempre hay que preguntar quién está pagando para que esa ciencia se desarrolle, a quién beneficia. Por ejemplo, mirá lo que sucede con los transgénicos: nadie pone dinero para que se hagan estudios completos sobre sus efectos. Asumimos que no hacen daño y los plantamos y nos los comemos, pero eso no significa que se haya investigado lo suficiente. Por eso creo que hay que tener una mirada dura y escéptica sobre la ciencia y hay que escribir sobre ella como se escribe sobre política, con el mismo cuidado y la misma atención.
Brando: En el mundo de la cocina industrial, el establishment científico hizo mucho por que el negocio avanzara, sumiéndonos en esta confusión colectiva en la que no sabemos qué nos hace bien, qué nos hace mal, qué dieta seguir para no aumentar de peso…
Pollan: Sí, por supuesto. Y tenemos un ejemplo muy contundente para explicarlo. Hace cuarenta años empezaron a decir que el consumo de grasa animal generaba problemas cardíacos. Alcanzaron dos estudios para sostener un gran cambio de paradigma que aún persiste. Y se trató de un gran error. La gente empezó a pensar que consumir alimentos sin grasa o sin colesterol era saludable. Incluso si eran productos llenos de azúcar y de harina blanca. Ahora estamos convencidos de que si no tiene lo malo, si "no tiene grasa", "no tiene azúcar", "no tiene gluten", debe ser bueno, y si es bueno, se puede comer todo lo que uno desee. Así fue como en Estados Unidos nos volvíamos cada vez más gordos queriendo dejar la grasa. Para peor, cuando convencieron a las personas de que dejaran de comer alimentos con grasa animal, empezaron a convencerlos de que comieran margarina, que tiene grasas trans, una nueva forma de grasa que realmente sí es dañina. Entonces, en resumen, con la poca evidencia que había, les quitaron a las personas las grasas, les dieron de comer grasa que es veneno y no hicieron más que aumentar las enfermedades cardiovasculares. Ante hechos como estos, mi posición es: la ciencia de la nutrición todavía no tiene evidencia suficiente para guiar nuestra alimentación. Puede ser muy interesante y algún día quizá pueda ayudarnos a resolver nuestros problemas, pero todavía es una ciencia joven.
Brando: Será joven, pero en su juventud nos está llevando a un reduccionismo poco placentero y limitado.
Pollan: Sí. Yo no creo que haya que hacer mucha ciencia con la comida. No creo que tengas que saber qué es un antioxidante para comer bien. Creo que las personas, pese a toda la confusión que hay, saben lo que es la comida. En torno a la comida, tenemos cosas mucho más importantes que ciencia, otras formas de saber: tenemos tradición, pasado, relaciones. Que para los científicos sea importante saber ciertas cosas y que a uno le pueda resultar interesante conocerlas no tiene que ver con que ese sea el lenguaje que tiene que acompañar la comida. Tenemos una gran riqueza cultural, muchos recursos de lenguaje interesantísimos para hablar de comida, fundados en la tradición, en los hábitos. La ciencia habla de nutrientes, de lo que cree que está bien y de lo que ahora cree que está mal. Pero comemos comida, no comemos nutrientes. Y la relación que establecemos con los nutrientes es compleja y todavía no ha sido explorada. Dejemos que los científicos hagan todas las investigaciones que necesiten y nosotros, el resto: comamos comida. Y no dejemos de tener en cuenta, en muchos casos, para quién trabaja esa ciencia de la nutrición.
Brando: Ahora, quienes queremos alejarnos de eso podemos tener un frente complicado en casa. Yo, por ejemplo, cocino mucho y puedo hacer buenas hamburguesas caseras, pero mi hijo se sienta del otro lado de la mesa y me dice: no es McDonald’s.
Pollan: El paladar de los chicos tiene que ser educado. Mi experiencia con mi hijo es que le gustaba la comida industrial, picar chips, tomar gaseosas, pero a los doce años empezó a cambiar. Y el modo en que lo hizo fue aprendiendo a cocinar. Consiguió un trabajo temporario en un restaurante y volvía a casa con ganas de hacer lo que veía en el trabajo. Así se volvió primero un cocinero y ahora es un estupendo comensal. Pero es cierto que no es fácil: la industria alimentaria es muy buena publicitando sus productos, haciendo marketing para los chicos y convenciéndolos de cómo tiene que ser una hamburguesa. Y no es solo la comida: en el caso de McDonald’s son los juguetes, es el local, el packaging, todo. Así que lo que yo te recomendaría es que hicieras una prueba: poné una hamburguesa hecha por vos en una Cajita Feliz.
Brando: Dudo que lo engañe, pero voy a probarlo.
Pollan: Es que la comida real necesita encontrar su oportunidad. Y no es un momento fácil para hacerlo: hay tantos motivos para no cocinar…
Brando: El principal es el tiempo.
Pollan: Es un mito que hay que desterrar. No hace falta estar horas en la cocina para llevar buena comida a tu mesa. En el mismo tiempo que tarda el microondas en descongelar una comida procesada, se puede cocinar un buen plato. Saltear vegetales es algo fácil, accesible y rico. Claro que si ves esos shows de televisión donde todo parece complicado… Pero esa no es comida de todos los días. Por más que digan lo contrario, nadie hace comida de todos los días en televisión. La comida de todos los días es algo sencillo.
Si bien todavía hay muchísimos que sostienen que volver a cocinar en casa (y ni hablar de producir alimentos en forma no intensiva) es parte de un pensamiento entre romántico y naíf, la realidad muestra algo bien diferente. En Norteamérica y en Europa, obligados por el flagelo de las enfermedades y el agotamiento de las tierras, son muchos los que entendieron que el problema de comer no se resuelve con llenar el estómago, que la calidad de la comida importa y que volver a producir alimentos atendiendo el proceso del campo al plato es imperioso.
En el hemisferio norte el nuevo paradigma es ya un hecho poderoso. Hace unos pocos años apareció como un movimiento político, económico y cultural que, con una fuerza arrolladora, le dio nombre y, en poco tiempo, grandes logros: el Food Movement.En Estados Unidos, una gran cantidad de graduados de universidades como Harvard o Yale migran al campo título en mano, no para convertirse en yuppies del agro, sino para poner las manos en la tierra de sus granjas orgánicas. Hay real estates que se desarrollan en torno a la producción de comida y al autosustento. Grupos de hombres que se juntan semanalmente a amasar pan o a fermentar pickles de este a oeste. Grupos que hacen apicultura y huertas urbanas en las terrazas de Nueva York. Colegios que enseñan cultivo y cocina, algo que copió hasta la Casa Blanca. Restaurantes que cambiaron el detalle de las recetas por el nombre y la dirección de la granja donde se produjeron los alimentos que se sirven y por los que se paga un precio justo. Tierras recuperadas. Trabajos ganados en medio de la floreciente desocupación. Mejores índices de salud.
Claro que, en medio de eso, la industria no perdió su hegemonía. Las clases medias y, sobre todo, los pobres urbanizados no tienen todavía en su día a día más alternativa que hacerse de comida de mala calidad, y el acceso a los alimentos reales sigue siendo costoso. Pero el debate está en la agenda política, en los grandes medios y en las universidades todos los días. En ese contexto, cocinar es un acto político: "En un mundo donde ya muy pocos estamos obligados a cocinar, el hecho de decidir hacerlo es una forma de protestar contra la especialización, contra la total racionalización de la vida, contra la infiltración de los intereses comerciales en todas las facetas de nuestra existencia. Cocinar por el placer de hacerlo, y dedicarle un poco de nuestro tiempo libre, es declarar nuestra independencia de las corporaciones que tratan de convertir cada minuto que estamos despiertos en otra ocasión para consumir", escribe Pollan en Cocinar.
Brando:¿Qué les diría a quienes dicen que ese tipo de iniciativas conllevan un viaje al pasado?
Pollan: Creo que volver a conectarnos con los alimentos es el futuro, no el pasado. El tema es elevar todo el asunto a una categoría superior. En Estados Unidos hay situaciones que se empiezan a desarrollar en ese sentido, y no se trata ya de una idea, sino de una realidad. Michelle Obama hizo mucho por la difusión de las huertas instalando una huerta orgánica en la Casa Blanca. Y las huertas emergieron no ya como una actividad pequeña, sino como un gesto de independencia, un modo real de acceder a alimentos de calidad sin gastar un montón de dinero. Ahora sabemos que para mejorar este sistema hay que garantizar el acceso a la comida real, empezando por la semilla y terminando en la cocina: lo contrario a lo que el sistema industrial propone.
Brando: Lo que nos lleva directamente a hablar de producción, otro tema para revisar: qué alimentos producimos, cómo y por qué. En la Argentina, un país donde la soja transgénica es todavía vista por muchos como sinónimo de progreso, encontraría grandes resistencias.
Pollan: Claro, la industria de la comida aparece siempre de la mano de la industria del agro. Porque las compañías que producen nuestra comida procesada no se sostienen por pequeños productores, sino por gigantes del agro que desarrollan enormes monocultivos de soja, de pollos, de cerdo. Es un sistema integral: el sistema de comida industrial.
Brando: Que se lleva de maravillas con una idea de vida urbana reñida con la naturaleza.
Pollan: La desconexión con la naturaleza es un gran problema. Nuestra relación con la naturaleza es algo tanto más interesante que lo que algunas personas que escriben sobre eso sugieren. La naturaleza no es algo que está ahí afuera, no es escalar una montaña; la naturaleza está en nuestro cuerpo, y cada día, cuando comemos, estamos creando y recreando esa relación.
Brando: Y cada día, cuando los que podemos elegir elegimos qué comer, estamos contribuyendo a que se transforme o se destruya la naturaleza, tanto en nuestros cuerpos como afuera.
Pollan: Por eso hay que trabajar en restablecer esa relación. Hay cuestiones muy concretas. Sabemos que el sistema de producción industrial no es sustentable y hay muchas señales de que va rumbo al colapso. En la Argentina, ustedes tienen el país repleto de soja para alimentar las granjas factoría de cerdos en China. Y la soja la plantan como un monocultivo, algo que en la naturaleza no existe. Para producirlo utilizan millones de litros de químicos. Pero no hay manera de arrojarle a una planta millones de litros de glifosato por años y esperar que nada suceda. En algún momento la soja se va a rebelar, los suelos se van a desgastar, no va a ser posible plantar nada en ellos. Yo creo que el peor peligro es creer que podemos controlar la naturaleza con tecnología, con supersemillas. A mí realmente me preocupa eso. Porque en el medio, lo que estamos arriesgando son los suelos y nuestra propia salud. Por eso, el Food Movement representa una esperanza: si estos movimientos pueden preservar los suelos, las semillas, los genes intactos, tenemos una oportunidad.
Brando:¿Qué pasaría si el Food Movement perdiera la batalla?
Pollan: No está claro todavía que el Food Movement pueda ganar. Hay intereses muy poderosos en el medio. Pero creo que lo importante ahora es que se desarrolle, que pueda preservarse como espacio para redibujar el sistema. Así como no puede existir un monocultivo, no puede existir un único sistema. Necesitamos que exista un sistema orgánico, un sistema local: no importa cuán pequeño sea todavía. Necesitamos eso para garantizar la comida, la resiliencia de los ecosistemas, la diversidad social y económica. Y no importa cuán tímidamente comiencen: en Estados Unidos empezaron muy de a poco y ya son una alternativa económica, un sistema paralelo.
Brando: Es obvio que la industria no va a desaparecer, ¿qué lugar le quedaría bien?
Pollan: Abandonamos la cocina porque la industria decidió que ella iba a ocuparse de darnos de comer. Trabajaron muy duro para infiltrarse en nuestras cocinas porque encontraron que ahí había un negocio enorme. Ahora, por supuesto, no se van a ir. Pero creo que hay un buen lugar que podrían ocupar: el del pequeño procesado de algunas cosas. Por ejemplo, hay una enorme cantidad de platos que empiezan con un picado de apio, zanahoria y cebolla, y el picado puede ser una tarea aburrida, que te hace llorar, puede ser también peligrosa para tus dedos si no tenés la habilidad. A mí me encantaría, de vuelta de un día de trabajo, poder pasar por un mercado y comprar una bolsa de vegetales frescos preparados ese día para que yo pueda cocinar.
Brando:¿Y con KFC qué hacemos?
Pollan: Yo solía amar KFC. En mi casa, cuando mi padre llegaba a la noche con el balde rojo, era una fiesta. Pero ahora que fui a las granjas donde esos pollos son criados y a los frigoríficos donde matan a esos pollos, no puedo comer esa comida sin pensar en todo ese sufrimiento animal, social, ambiental. Entonces, mi capacidad para disfrutar de esa comida, pese a que sigue siendo rica, desapareció. Me pasa con todas las marcas de fast food, con la industria. Cuando conocés la industria, dejás de comer lo que ofrece y dejás de creer en sus publicidades.