Cien años después de que el irlandés Shackleton fracasó en su expedición al polo sur, un británico intentó cruzar la Antártida a pie sin apoyo ni ayuda. Murió antes de llegar a la meta y disparó el dilema: ¿Cuál es el sentido de este tipo de desafíos?
Por Federico Bianchini
En la Antártida, el clima se respeta como un axioma absoluto, un dogma inquebrantable. En las bases argentinas si no nieva y el viento no sopla furioso, se puede salir pero acompañado por otra persona y con una radio: es obligatorio avisar adónde va uno, por qué camino y cuándo piensa volver. Si hace mal clima, más allá de la importancia de la tarea que haya que hacer, uno se queda a esperar a que el temporal pase. Un acto de sentido común como podría ser en la ciudad esperar en un ascensor que está trabado entre dos pisos: se puede intentar salir, pero a riesgo de que la máquina justo en ese momento vuelva a funcionar, algo que sucede más a menudo de lo que se cree.
Teniendo en cuenta esto, sorprende que varios medios hayan tomado al británico Henry Worsley como un héroe: el diario El País de Madrid tituló "Morir en el polo por una buena causa". La nota empieza con la frase "El hielo polar ha alumbrado a otro héroe británico". Antes de seguir, habría que ver qué se entiende por "héroe": "alguien famoso por sus hazañas o sus virtudes" o que "lleva a cabo una acción heroica". No el arquero de un seleccionado que ataja penales contra Holanda, sino alguien que salva vidas poniendo en juego la suya o que defiende el puesto de trabajo de un compañero a riesgo de perder el suyo.
Worsley era un exoficial del ejército británico: tenía 55 años, una mujer y dos hijos. Quería juntar fondos para una fundación que ayudaba a soldados heridos en la guerra. Su objetivo era, cien años después, lograr lo que no había podido hacer el irlandés Ernest Shackleton.
Shackleton era el tercer oficial al mando de la expedición Antártica Británica que, entre 1901 y 1904, dirigió el capitán de la marina inglesa Robert Scott. En medio de peleas furiosas y equipos incómodos y pesados, llegaron a menos de novecientos kilómetros del polo sur. Allí decidieron regresar. Tres años después, Shackleton volvió a intentarlo: fue el líder de la Expedición Antártica Imperial Británica. Tampoco llegó. Esta vez quedó a solo 180 kilómetros del polo. Scott pudo en 1912, pero al llegar, encontró una bandera noruega y una carta que su competidor Roald Amundsen había dejado allí 34 días antes. El cuerpo de Scott, de dos de sus acompañantes y un diario de viaje que lo haría legendario fueron encontrados en una tienda de campaña diez meses después del logro polar.
Así, el teniente coronel Worsley, miembro de las fuerzas especiales inglesas (SAS), buscaba completar lo que Shackleton no había podido: recorrer el continente Antártico, pasando por el polo sur, "sin apoyo, ayuda" ni escalas. Más allá del respeto que producen los fallecimientos, un desafío de estos está más cerca de un gesto de inconsciencia que de heroicidad. Distintas eran las épocas de Shackleton y Scott: sus ropas de lana, no impermeables, que se hacían más y más pesadas a medida que caminaban húmedos bajo la nieve.
En su diario, el viernes 13 de noviembre de 1911, Scott escribe: "Hace apenas seis horas el frío me mordía los dedos. Gracias a este sol desapareció la ingrata impresión de haber llevado el calzado y las medias helados, así como de habernos forrado por la noche en nuestro rígido saco de dormir".
Hoy, habiendo tecnología remota que permite controlar las pulsaciones y el ritmo cardíaco de una persona ubicada a miles de kilómetros, hacer lo que Worsley decidió hacer es casi suicida. Habían acordado una comunicación por radio cada 24 horas. Pero ¿qué habría pasado si quince minutos después de que el exsoldado británico dijera que estaba bien se desmayaba? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido hasta que muriera de hipotermia o fueran a buscar el cuerpo?
En 71 días, arrastrando un trineo con comida, combustible y equipo de supervivencia para ochenta días, recorrió unos 1.448 kilómetros. Perdió 25 kilos y un diente al morder una barra de vitaminas congelada. Le faltaban 48 kilómetros para llegar. Avisó por radio que estaba exhausto y deshidratado. "Mi viaje ha terminado. Me he quedado sin tiempo y sin paciencia", tuiteó el viernes 22 de enero junto a una selfie en la que se le veía la barba cubierta de hielo. Lo fueron a buscar y lo llevaron en helicóptero a un hospital de Punta Arenas, en Chile, donde murió.
LA NATURALEZA ES MÁS FUERTE
Viajé a la Antártida por diez días. Debido a problemas climáticos debí quedarme un mes. En una tarde de tormenta y vientos huracanados que pasé dentro de la base esperando a que nos vinieran a buscar, el biólogo Emiliano Depino me contó cómo había sentido la fuerza de la naturaleza el primer año que viajó al continente pálido. "En la ciudad, tocamos botones y al rato tenemos una moto en la puerta con una pizza, vamos donde queremos: decidimos; sin embargo, en la Antártida, el clima manda", dijo y luego recordó a un amigo que le contaba las ganas que tenía de llamar por teléfono a su padre, fallecido unos días antes. Comparaba Depino, de modo particular, la fuerza de la naturaleza en ese lugar inhóspito y nuestra impotencia ante la muerte.
Al volver de la expedición fallida en 1907, con la desazón de haber estado a solo 180 kilómetros de lograr su objetivo, Shackleton inmortalizó la frase: "Es mejor ser un burro vivo que un león muerto". Hay pocas cosas más emocionantes que un desafío físico y mental. Pocas veces uno se siente más vivo que cuando desafía la naturaleza, pero estas actividades deben practicarse en un marco de protección y conciencia: morir de peritonitis en el siglo XXI no lo convierte a uno en un héroe, independientemente del lugar donde suceda.
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