Es uno de los padres de la realidad virtual, se hartó de lo que él mismo ayudó a crear y escribió un libro. En No somos computadoras, dice que la web se convirtió en una criatura sobrehumana.
Nadie quiere a Jaron Lanier. Quizá sea por sus rastas (o dreadlocks, como les gusta decir a los seguidores del movimiento rastafari). O por su prepotencia neoyorquina. O, tal vez, por la costumbre de tocar el laúd árabe (el oud) a altas horas de la noche. Nadie lo quiere porque este músico y programador pionero de la cultura digital, aquel que parió casi literalmente la realidad virtual en los 80, hace aquello que no abunda en Silicon Valley: piensa (más allá de los negocios y del número de seguidores en Twitter), critica, cuestiona. Y, al hacerlo, enoja. Mucho.
Eterno inconformista, este hombre de ego tan gigante como su cuerpo –y nombrado el año pasado por la revista Time como una de las personas más influyentes en el mundo– no se deja encandilar por los espejitos de colores producidos en masa por esta industria tecnológica. No se babea ni se excita sexualmente ante el anuncio de un nuevo iPhone o iPad. Más bien se indigna, casi al punto de volverse verde y desgarrarse la ropa como Hulk, frente a lo que sus ojos ven desfilar por el monitor y por el mundo: muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos, millones de palabras picadas por lectores perezosos, atomizadas, remezcladas y tergiversadas como fragmentos de una nube que no vemos ni tocamos. Insultos anónimos y comentarios maliciosos que van y vienen en sitios de noticias, la promoción de una ideología que niega el misterio de la experiencia, la ilusión temporal de que se puede crear dinero de la nada y sin correr riesgos, o grandes estallidos de violencia organizada como el ciberbullying.
Tal es su bronca, su desilusión ante lo que terminó siendo internet ( "ha picado tan fina la red de individuos hasta transformarlos en puré", dice) que, en 2010, hizo algo demodé para nuestra época. Se sentó, apagó la computadora (y su celular) y escribió un libro. Aunque, en verdad, la palabra "libro" queda chica. Lo que Lanier hizo fue volcar todas sus ideas e indignaciones en un verdadero manifiesto al que le puso el sugestivo título de You Are Not a Gadget que, en su peregrinación mundial, adoptó varias (y tergiversadas) traducciones, como Contra el rebaño digital o No somos computadoras, nombre con el que ahora lo distribuye por estas latitudes –¡al fin!– la editorial Debate.
"En torno al arranque del siglo XXI, algo empezó a salir mal en la revolución digital
–arranca Lanier, considerado por la Enciclopedia británica uno de los 300 inventores más importantes de la historia–.
La llamada web 2.0 promueve la libertad radical pero, irónicamente, esa libertad va más dirigida a las máquinas que a las personas. En conjunto, esa forma de comunicación fragmentada e impersonal ha degradado la interacción interpersonal. Ahora la comunicación suele experimentarse como un fenómeno sobrehumano que se eleva por encima de los individuos."
Hasta ahí una crítica más –y van...– contra lo que todos conocemos: la banalidad de Facebook y Twitter, la alienación que impulsan, la estupidización creciente (que ya existía antes de que Apple popularizara las computadoras). Lo jugoso está cuando Lanier se pone cómodo y comienza, a lo largo de las páginas, a apuntar contra sus colegas y amigos, aquellos tecnoevangelistas como Kevin Kelly o el futurista impresentable de Ray Kurzweil, y los mete en la bolsa de lo que bautiza como "totalitarismo o maoísmo digital", un movimiento que, con gran rapidez, empieza a parecerse a una religión.
"Se está perdiendo la convicción de que la tecnología debería servir a las personas. Ahora las personas sirven a la tecnología", dispara sin anestesia como quien ve desplegarse un escenario similar al planteado en la saga Matrix. "Muchas personas –agrega– son reducidas a simples gadgets o dispositivos de un superorganismo mayor, internet", en directa referencia a uno de los dogmas de esta religión de silicio criticada por el programador de las rastas: la idea de que internet en su conjunto está cobrando vida y convirtiéndose en una criatura sobrehumana.
A Lanier no se lo va a encontrar en ninguna red social. Suerte que tiene un sitio web ( www.jaronlanier.com ) con un look retro y despojado. Será porque detesta lo que llama la "colmena digital", ese cibermundo de comentarios y cuchicheos visualmente ensordecedores y actualizaciones permanentes de estados, ese mundo que, a su criterio, está creciendo a expensas de la individualidad.
Sin alinearse con tecnófobos ni luditas, combate, con el predominio de la fe, la omnipotencia informática, la estandarización y la vampirización hacia músicos, escritores y cineastas –cuya sangre es drenada por las descargas– con un llamado a rehumanizar la web y la tecnología. Su ideal: ser personas y no usuarios o fuentes de fragmentos de los que otros se aprovechan.
"Si blogueo, tweeteo y wikeo todo el tiempo; si la mente colmena es mi público: ¿quién soy yo?", se pregunta en una época en la cual la tecnología avanza más deprisa que nuestra reflexión. "Nos hemos sumido en una somnolencia permanente. Lograremos escapar sólo cuando matemos la colmena."
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