Son las 9.58 de la mañana. Al igual que en otras calles de Buenos Aires, la avenida Callao está sumida en el ritmo natural de su vida: el andar de los autos, los pasos de cientos de transeúntes, la sirena de alguna ambulancia. Dos minutos después, las manecillas del reloj de la Iglesia del Salvador indicarán que son las 10 en punto. Una melodía rítmica se empieza a colar en ese ruido urbano: bing-bang, bing-bang, bing-bang, bing-bang, cuatro veces deben sonar las campanas cada hora. Un sonido que ha perdurado durante 125 años y que tiene un custodio.
La Iglesia del Salvador, ubicada en Callao 592, data de 1870. De arquitectura jesuítica y estilo neorrenacentista, tiene una medida aproximada de 63 metros de fondo y una altura máxima de 59 metros. La nave central está sostenida por columnas y flanqueada por dos torres en punta. En la de la izquierda se encuentra el antiguo reloj mecánico. Detrás del círculo de acrílico blanco y de numeración romana fundida en hierro, está Alberto Selvaggi: un hombre solitario que se encarga de que el reloj mantenga su hora exacta. Un trabajo que ha realizado durante más de 30 años una vez por semana
En la estructura que protege al reloj, hay un papel con una lista de recomendaciones escritas a máquina. En el último párrafo se lee: "Este reloj fue fabricado por los hermanos Prost en Nernier, Francia, en 1883. Fue desarmado y restaurado por primera vez en el mes de junio de 1988 por Alberto Nicolás Selvaggi (horólogo)".
Selvaggi es el centinela de tres relojes monumentales de la ciudad: el del Salvador, el del edificio de la Legislatura porteña y el que se encuentra el antiguo edificio de la empresa Shell, ahí donde la Diagonal Norte se cruza con Esmeralda y con Perón.
Son las 10.20 de la mañana. Alberto ya le dio cuerda al reloj como lo hace cada semana: "Vos ponés una manija y le vas dando cuerda, y ahí las pesas suben unos 10 metros, eso alcanza para una semana. Son tres pesas: una para los cuartos, otra para la hora y otra para la marcha". Luego se sienta en la esquina de un salón que se encuentra detrás del altar principal, un lugar amplio de baldosas decoradas y altos armarios de madera, con cruces, biblias abiertas para la sacristía, sotanas, candelabros y todo tipo de objetos religiosos acomodados sobre una mesa. Tiene 78 años y unas pocas arrugas se forman en su cara. Sus ojos grises y penetrantes se esconden detrás de un par de lentes semicirculares. Selvaggi nunca titubea al hablar sobre relojes, historia, arquitectura y hasta sobre el mismo tiempo. Durante años en sus caminatas como horólogo ha podido visitar –puede decirse– la mayoría de los relojes de la ciudad. Lleva el listado en un cuaderno: unos 121 relojes monumentales.
"En 160 años soy el primer miembro honoris causa de la sociedad de relojeros de Inglaterra. Nunca hubo un argentino; bueno, yo soy el primero, desde el año pasado", dice y se percibe orgullo en la inflexión de la voz, que se completa con sus otros laureles: además de ser honoris causa del prestigioso British Horological Institute, es uno de los pocos en haberle dado cuerda al reloj del Big Ben.
Historia de las horas
Alberto Pablo Selvaggi, empleado ferroviario, y Elsa Luisa Rossi, ama de casa, tuvieron un único hijo, Alberto Nicolás, en 1940. Alberto recuerda cuando, de niño, su padre le fabricaba relojes de cartón. Cada tanto giraba las manecillas y le preguntaba a su hijo qué hora era. Con tan solo 4 años, no sabía leer ni escribir, pero sí sabía responderle. También fue su padre quien, quizá sin querer, le despertó el amor por las campanas: primero al regalarle una pequeña campana china y, luego, al llevarlo a la Torre de los Ingleses. Al día de hoy, Selvaggi evoca los detalles de aquella visita: "A la izquierda de la salida del ascensor se ven las pesas del reloj y el péndulo, que es enorme, de unos cuatro metros de largo, y que oscila de otra manera. ¡Es majestuoso! Y yo quedé anonadado con eso. ¡Anonadado!".
En 1955, con el golpe de Estado, la Escuela Nacional de Relojería cerró. Alberto se había inscripto tres meses antes, estimulado por un profesor de Historia de la Escuela de Comercio Hipólito Vieytes, donde había cursado el secundario. "Yo igual fui a verlo –recuerda Selvaggi– y le dije: "Profesor, cerraron la escuela". Y él me dijo: "Bueno, entonces tiene que hacer como se hacía antes, buscar un maestro y aprender de él". "¿Pero estudiar hasta cuándo?". "Hasta que se muera".
De alguna manera, allí empezó su camino de relojería en relojería, de maestro en maestro. Tardes de debate con el catalán Nicanor Insúa o con el austríaco Rodolfo Kopp, un hombre que venía de la escuela de música de Viena. En ese derrotero, también trabajó en una relojería en el centro de Nueva York y conoció en Londres a Chris Mckay, actualmente una eminencia en el rubro y autor de un célebre libro sobre el Big Ben.
El tiempo en la ciudad
En una barrida panorámica desde el centro de la Plaza de Mayo, se pueden ver los relojes del Palacio de Gobierno de la Ciudad, del Cabildo y aquel que se mantiene estático entre dos colosos de la antigua multinacional alemana Siemens. Pero ninguno es tan preciso para dar la hora como el del Palacio de la Legislatura porteña, en Perú al 160.
Desde hace 26 años, Selvaggi sube todos los días, cerca del mediodía, los 67,80 metros de alto hasta la sala de control del reloj. En su mano lleva algunas herramientas. Se detiene frente a un armario de madera que protege el corazón del gigante y observa que todo esté girando en un perfecto orden, que no le falte aceite a ninguno de sus engranajes, que el escape (que genera el tictac del reloj) distribuya bien los impulsos del oscilador, que marque la hora correcta y que cada cuarto de hora el sistema active el sonar de las campanas.
El Palacio de la Legislatura porteña se empezó a construir en 1926 por orden del presidente Marcelo T. de Alvear. El arquitecto ganador del proyecto fue Héctor Ayerza, pero se dice que también tuvo una gran incidencia en el diseño su competidor Edouard Le Monnier. Por esa razón el edificio está hecho bajo un estilo neoclásico de corte francés. El campanario se encuentra en lo más alto de la torre, a 74,40 metros. Bajo una pequeña cúpula se resguardan cinco campanas: La Argentina, de 1.800 kilos, que suena en el tono de La bemol; La Porteña, de 1.000 kilos, en Mi bemol; La Santa María, de 500 kilos, en La bemol; La Niña, de 350 kilos, en Si bemol, y La Pinta, de 250 kilos, en Do natural. El reloj fue fabricado por la empresa alemana J. F. Weule. Pocos saben que en una de las puertas del armario que lo protege está la firma en lápiz de uno de los relojeros más admirados por Selvaggi: Karl Henri Bornemann.
Si nos suena el apellido es por su hija, la escritora Elsa Bornemann. Selvaggi puede recitar su biografía de memoria: Bornemann tenía 20 años cuando llegó a Buenos Aires desde Hannover, Alemania. Había sido enviado por la empresa J. F. Weule para encargarse de la instalación del reloj de la Legislatura y se quedó. Tuvo su propia relojería. Minucioso y estricto, fabricaba sus tornillos. También instaló relojes durante el peronismo y llegó a ser vicerrector de la Escuela Nacional de Relojería.
"Una vez lo llamé por teléfono y le dije que quería hablar con él, pero me respondió su mujer y me dijo que no podía atenderme". Es el día de hoy que al ver su firma en lápiz, Alberto trata de imaginar cómo hubiera sido aquella conversación.
Por amor al arte
Sobre el piso 10 de la Avenida Rivadavia 1745, dos hombres de cuerpos torneados y de un verde oscuro que fue dorado sostienen sendos martillos en sus manos. Los separa una campana de dos toneladas y media. Aunque se mantienen en una total quietud, alguna vez golpearon el bronce. Bajo esas esculturas se encuentra el magnífico reloj obra de la firma italiana Fratelli Miroglio, que en otro tiempo activaba los movimientos de estos dos autómatas.
El edificio, construido por el arquitecto italiano Atilio Locati y bautizado Palacio Biol, respeta las características de los palacios renacentistas venecianos. En la correspondencia de aquella época entre el arquitecto y la empresa se detalla que las estatuas debían ser idénticas a las de los dos moros del reloj de la Torre dell’Orologio de la plaza San Marcos, en Venecia. Primero destinado para ser sede del Instituto Biológico Argentino, desde 1997 allí se encuentra la Auditoría General de la Nación. Cuando en 2001 se inició su restauración –que sería finalizada recién en 2014–, apareció el nombre de Selvaggi: por cuestiones del azar, él contaba con fotografías del edificio en su momento de esplendor. Se las había dado el nieto de Locati y, gracias a ese material, se hallaron dos pinturas ubicadas en los techos del Salón de la Cátedra. Sobre las inscripciones "MORS" y "VITA" están el árbol de la vida y el árbol de la muerte; en el centro de cada una de ellas figuran relojes de arena con alas en sus costados: al de la muerte no le queda ni un grano de arena y el de la vida va cayendo poco a poco.
Con el reloj del antiguo edificio Shell, hoy sucursal del BBVA, en Diagonal Norte, Selvaggi tiene una relación sin papeles. Si uno se para en la entrada de la ochava y mira hacia el último piso de esta construcción art déco verá una pared y, en ella, un reloj. Es idéntico al de la central de Shell en Londres: sobrio y con incrustaciones geométricas en lugar de números, sus manecillas están en un perfecto horario desde 1995.
En estos 22 años, el edificio fue cambiando de dueño en repetidas oportunidades. Selvaggi se presentó cada vez en defensa del reloj y se encargó de que no lo declararan obsoleto. El último arreglo lo hizo por una módica suma de cien dólares. "A fin de año yo esperaba, al menos, una carta de agradecimiento", se ríe. La carta nunca llegó, pero él nunca dejó de ir para mantenerlo vivo.
Así como cada siete días le da cuerda al reloj de la Iglesia del Salvador, con fe de que funcione otros siete, y nunca pierde de vista el buen funcionamiento del reloj de Shell, cuando sube por el ascensor antiguo hasta lo más alto de la torre de la Legislatura, a veces se tienta. Entonces sube un poco más, hasta el campanario y, desde allí, como un dios, observa el movimiento afiebrado de la ciudad. Después, al bajar las escaleras para volver al nivel de los mortales dirá, con picardía: "¡El tiempo lo hago yo!".
Daniel Santiago Rojas Castañeda
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