El hombre elefante
Caminan por África hace 60 millones de años, pero podrían extinguirse en una década; la aventura de un argentino para ayudar a rescatarlos
Nicolás Davio esperó cinco horas por día durante dos semanas en la puerta del despacho de alguien que no quería atenderlo. El argentino rubión y paciente provocaba en el doctor Ndejere, director del Área de Veterinaria del Servicio de Fauna de Kenya, tanto fastidio y recelo que éste, para no tener que enfrentarlo, llegó a escapársele por la ventana. En un momento, acorralado por cuestiones de la burocracia, se lo cruzó de frente y no tuvo más remedio que dirigirle la palabra. Lo apremió: "Tenés cinco minutos, convenceme de que te dé el permiso". En un inglés medio raro, el chico de Baradero le dijo: "Mire, soy veterinario. Quiero estudiar el herpes virus del elefante africano". Ndejere lo miró sorprendido, sin entender cómo alguien llegado desde tan lejos había escuchado sobre esa enfermedad, y aflojó: "Ok, quedate cuatro días". Resumiéndola al máximo, la historia termina cuando el joven vuelve a a la Argentina –a fines de noviembre último– con una generosa carta de recomendación firmada por el director general de la institución, jefe de Ndejere, que le abre las puertas definitivas al conservacionismo más puro y áspero de la escena mundial. Entre un extremo y otro del relato están los dos meses que Davio pasó en el Parque Nacional de Tsavo ejerciendo como veterinario de campo y de guardería en el rescate, asistencia y tratamiento de elefantes víctimas del furtivismo que son heridos o dejados huérfanos para abastecer a una nueva clase media asiática, mayoritariamente china, sedienta de pulseritas, alhajeros, cubiertos de mesa o estatuitas hechas con el marfil de sus colmillos. Así de complejo e idiota.
Davio tiene intenciones de volver a Kenya este año, cuando empiece la temporada seca en Tsavo –entre mayo y junio–, que es también cuando aparecen los furtivos a cazar elefantes. Allí podría continuar su tarea para Kenya Wildlife Service, la entidad clave en la protección de los animales. Medalla de oro al mejor promedio de egresados en la Facultad de Ciencias Médicas Veterinarias de la Universidad de La Plata, allá en el terreno se chocó de narices contra contundentes, obscenas estadísticas: cada 15 minutos matan a un elefante en África. Y aunque los gigantes sosegados caminan el continente desde hace 60 millones de años, al ritmo en que se los está exterminando podrían desaparecer para 2025.
"Desde que tengo uso de razón quise trabajar en África. Curando leones, decía de chico." Lo que suele echar raíces en el feudo de la fantasía –ser bombero, ir al espacio, curar leones–, Nicolás lo cumplió a los 37 años (hoy tiene 38), cuando movilizado por una separación y una serie de replanteos vitales dejó la sala de cirugía en la que operaba perros y gatos, y voló a Kenya por su cuenta, con un visado por dos meses y un currículum traducido al inglés. "Viajaba una hora y media cada día en una especie de combi llamada matatu, desde un hotel en Nairobi hasta el headquarter del Servicio de Fauna de Kenya, el más importante del este de África, y me plantaba ahí. No tenía ningún sponsor, nadie que me anunciara. Cuando me hice amigo de las secretarias, me dejaban pasar a un silloncito y me quedaba sentado con el CV en la mano. El tipo salía, me veía y cerraba la puerta. Así, diez días. Eso se llama african time. Me dio cinco minutos porque yo ya le compraba huevos de codorniz a sus empleados, accedía a sacarme fotos con ellos y aunque no sabían bien qué quería, sentían algo de pena por mí. A Ndejere lo sorprendí con lo del herpes virus, no podía decirle que quería ver elefantitos, y me mandó a trabajar con los doctores de la sede central."
Bien, ¿no?
No. Ningún veterinario me daba bola. Ni me miraban. Pero me dieron acceso a todos los archivos. De cada animal muerto hacen una necropsia y tienen todo documentado. Me pasé los cuatro días en la biblioteca. En un momento me puse a conversar con un flaco, Fred, que estaba siempre leyendo. Me desesperaba por hablar con él de leones, que es lo que a mí me hubiese encantado estudiar. Como él tenía que hacer un posgrado para conseguir un trabajo mejor, se le prendió la lamparita y decidió que era buena idea escribir sobre eso. Le dije: Yo te ayudo con el posgrado, pero vos sacame de acá.
¿Te sacó de ahí?
Esa misma tarde me dijo que tomara, al día siguiente, un ómnibus a Tsavo, que Ndejere le había dado el OK. Me conseguí un hotelucho en un pueblo a un kilómetro de la puerta principal del Parque Nacional y al rato me llamó el veterinario a cargo de esas 250 mil hectáreas en las que hay 12 mil elefantes, el doctor Jeremías Pogón. Cuando me entrevistó, me dijo: Vos no sos veterinario. Allá son muy respetados los veterinarios, les dicen Daktari, se visten de otra manera, la caretean. Pero, de nuevo, la vio venir. Justo estaba preparándose para dar una charla y pensó yo lo mando a éste a hacer las salidas. Y eso hizo: me mandaba y él se quedaba todo el día en Facebook y escribiendo la charla. Empecé a ir al campo para ver si pasaba algo, el tipo me dio el poder incluso para tomar decisiones. Iba enloquecido, con rangers armados hasta los dientes y keepers –cuidadores de los bebes huérfanos– que me miraban de reojo: "Blanco, rubio, ¿qué va a saber de elefantes éste?" Pero enseguida notaron que le ponía mucha emoción a la cosa.
¿Con qué te encontraste?
Los elefantes que nosotros atendimos habían sido todos lanceados. Les tiran de atrás y la lanza, generalmente con cianuro, les pega en el periné. O usan snare, que es como un aro de alambre que al pisarlo se va cerrando en sus patas y les va necrosando las falanges. Entonces se tumban y mueren. El 90% de los casos que tratamos no era por balas, sino por lanzas, flechas y alambres. Para sacarles el marfil, les echan un ácido que en 30 minutos les derrite las encías y permite arrancarles los incisivos –la forma correcta de referirse a sus mal llamados colmillos–. O se los cortan con una motosierra. El bicho puede estar todavía vivo, lo único indispensable es que esté de cubito, acostado. Es una muerte berreta y lenta. Se nota que son los nativos los que los matan. Odian a los elefantes, incluso a los chiquitos. Los ven simplemente como las bestias que les rompen los cultivos. Un bull, un macho grandote, en un noche puede acabar con una hectárea de maíz. El nativo pierde todo y el gobierno no lo indemniza. Es muy fácil usar ese odio a favor del ivory y del furtivismo. Por el marfil les dan dos mangos, pero se sacan de encima al animal. El problema es de seguridad, ni siquiera de veterinaria. El tráfico se nutre del conflicto entre personas y elefantes. A eso se le suma que el mercado necesita abastecerse de unos 15 mil ejemplares al año.
Según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, cerca de 30.000 elefantes son sacrificados cada año ilegalmente para proveerse con su marfil. En octubre de 2013, en Zimbabwe, más de trescientos, entre crías y adultos, murieron envenenados con cianuro en el Parque Nacional de Hwange. Los aldeanos son el primer eslabón de una cadena que incluye a grupos rebeldes ugandeses y sudaneses, y a terroristas somalíes que luego venden los incisivos que demandan vietnamitas, filipinos, malayos y chinos bendecidos por una nueva realidad económica; tienen estrenados caprichos y lujos que incluyen el coleccionismo y obsequio de piezas hechas con este material muy preciado en su cultura, cuyas cualidades plásticas y durabilidad permiten confeccionar delicadas figuras ornamentales, teclas de pianos, fichas de dominó o ajedrez, dados, imágenes de budas y cristos o mangos de cepillos. Hace 25 años, el 99% del marfil que se conseguía en China era adquirido por extranjeros de gustos exóticos. Hoy, la mayoría de los stocks se queda en el país. El grupo radical Al Shabab, con base en Somalía y hermanado con las filas de Al Qaeda para accionar en el cuerno de África, provee la logística para que el producto llegue a los puertos africanos y navegue hacia Asia. Es el mismo que se atribuyó el atentado al centro comercial Westgate de Nairobi en septiembre último. Parientes pobres de la red terrorista de Bin Laden, Al Shabab encontró financiación, según Naciones Unidas, primero con la venta a Emiratos Árabes y Arabia Saudita de carbón vegetal a base de árboles quemados en África. Ahora, además, le encontró el gustito al marfil. Sus rebeldes cruzan fronteras con la venia de aduaneros de poca moral para traficar incisivos de elefantes y cuernos de rinocerontes que les reportan ingresos para comprar armas y pagar sueldos.
Dentro del inventario de bárbaras consecuencias que dejan estas matanzas están las crías de elefantes huérfanos del marfil que acaban desolados, traumados y expuestos luego de presenciar el brutal asesinato de sus madres. Gregarios, inteligentes, dueños de una memoria asombrosa y capaces de pensar, razonar, sentir emociones como tristeza y alegría y llorar, el proceso para intentar recomponerse y seguir viviendo lleva años. En Kenya es un trabajo artesanal hecho por los hombres del David Sheldrick Wildlife Trust (DSWT), que actúa en convenio con el Servicio de Fauna del gobierno. El suyo es uno de los programas de rescate, y rehabilitación de animales más exitoso del mundo por la efectividad y la tasa de ejemplares salvados y porque los elefantes luego pueden continuar sus vidas con el mínimo de interferencia por parte de los humanos. Con sus keepers, Davio convivió durante sus días en Tsavo. "Cuando matan a la madre, los compañeros tratan de levantarla con los lomos. Pero después tienen que dejarla. El bebe se queda solo y muchas veces se refugia debajo de un camión de los que hacen la ruta de Mombasa por la que llega el marfil a la costa del Índico, de camino a Asia, que es lo más grande que encuentra. Acostumbrado a meterse debajo de la madre para cubrirse del sol, cuando la pierde replica ese comportamiento. Una vez que los rescatábamos y compensábamos, viajaban en avión hasta Nazaret, el orfanato de la DSWT en Nairobi, donde pasan entre dos y cuatro años. Los bebes recuperados vuelven a la zona de Itumba o al stocked de Tsavo –una especie de establo dentro de un parque nacional que funciona como guardería– durante cuatro años más. A la mañana salen al monte, se encuentran con los salvajes, pasan el día interactuando con ellos y aprenden a ser un elefante. Si alguno de afuera quiere atacar a los keepers, forman una línea de defensa. Más de una vez incluso los protegieron de los leones."
¿Los keepers sí los quieren?
Sí, incondicionalmente. Uno de los más famosos es Abdul. Me pasó los nombres de las 24 crías que vivían en el lugar. Reconocía a todas. Trabajaba ahí desde los 17 años. Era habitual que vinieran a visitarnos los elefantes salvajes que habían sido huérfanos dos décadas atrás. Y cuando eso sucedía, Abdul salía corriendo a buscar la cámara para sacarles fotos. ¡Un tipo que 24 horas al día veía elefantes! Algunos cuidadores llevaban ocho años conviviendo con los mismos elefantes. Tanto tiempo con un par que no es de su especie le genera un vínculo muy fuerte. El elefante necesita del contacto, todo el tiempo. Si llega uno nuevo, lo primero que hay que hacer es ponerle una manta roja para que llame la atención del resto y se acerquen a tocarlo. Duerme con un keeper que le tiene que acariciar la trompa y las patas. Durante las primeras noches, el huérfano rescatado se despierta varias veces. Tocarlo es lo más importante. Pero no está siempre con el mismo cuidador, porque si un día no puede ir, el bebe sufre otro evento estresante que manifiesta con el cuerpo, generalmente con diarrea. Les cuelgan una frazada gris cruzando todo su box –similar a una caballeriza–, entonces los hombres se acuestan de un lado y el bebe del otro. Levantan un poco la manta y le ponen la mamadera; para el campo visual del bebe, esa cosa gris es como la panza de su madre. Antes de terminar la mamadera se duerme. Ahí el keeper descuelga la frazada, se acuesta debajo de ella y lo acaricia toda la noche.
¿Dormiste con alguno?
No me dejaron. En el stocked los únicos bebes eran los recién rescatados, que se iban de un día para otro al orfanato de Nairobi. Era tal su estrés que se pegaban contra las rejas, teníamos que sedarlos.
¿Son naturalmente cariñosos?
Sí, y necesitan mucho de los miembros de su misma especie. Lo que se busca en Nazaret es que al menos uno de los mayores, de tres o cuatro años, se interese por el huérfano nuevo, haga alianza con él y se lo presente al resto. Cuando el mayor vuelve a Tsavo o a Itumba se genera otro evento estresante: el chiquito pierde a su amigo, como dos compañeritos de jardín que se separan para ir a escuelas diferentes. Hay que contenerlo nuevamente. Siempre forman amigos, el que no hace amigos no sobrevive.
David Sheldrick fue el naturalista responsable de transformar las inexploradas tierras de Tsavo en Kenya –cuna de los dos legendarios leones devoradores de hombres que a fines del siglo XIX se comieron a una treintena de trabajadores que estaban montando el ferrocarril de la línea Kenya-Uganda– en uno de los Parques Nacionales más grandes de África. Ganó prestigio internacional gracias a su paciente trabajo de observación y estudio de campo de hábitos y comportamiento de los elefantes, como preferencias alimentarias y estructura social. Murió de un ataque al corazón en 1977, poco después de haber sido trasladado a dirigir la Unidad de Planificación del Departamento de Conservación y Manejo de Vida Silvestre. Tras su partida de Tsavo, la caza furtiva de elefantes se intensificó radicalmente debido a la incursión de bandidos somalíes armados.
El David Sheldrick Wildlife Trust fue fundado en su memoria por su mujer, Dame Daphne Sheldrick, en 1987. Ella fue la primera persona en criar elefantes huérfanos y en descubrir, tras 28 años de ensayo y error, una fórmula artificial sustituta de la leche materna de elefanta que puede ser tolerada por los bebes. Dice a la Revista, desde su casa en el Parque Nacional de Nairobi: "En el proceso, cada pequeño que murió destrozó mi corazón". La mujer sabía que la leche de elefanta era rica en grasas, así que lo intentó añadiéndole a su prueba crema y manteca, pero las crías no podían digerirla y morían. Entonces probó con leche a la que se le había quitado el contenido de grasa, y aunque los bebes vivían más, gradualmente perdían estado, se desvanecían y sucumbían. Luego experimentó con una mezcla de leche para bebes humanos con grasa 100% de origen vegetal que mantuvo con vida durante seis meses a un recién nacido llamado Aisha. Pero tuvo que viajar a Nairobi para los arreglos del casamiento de su hija y el pequeño elefante, que había quedado a cargo de un asistente, entristeció tanto durante su ausencia que también murió: no pudo soportar el dolor de perder a una madre por segunda vez. "Emocionalmente son idénticos a nosotros. Me equivoqué al creer que lo ayudaría una madre sustituta en lugar de darle una verdadera familia, tal como la tendría en circunstancias naturales. Si usted observa un grupo de elefantes, entenderá qué tan importante es la familia para ellos. Los que llegan a nosotros están llenos de agresión, devastados, en duelo. Derraman lágrimas, sufren depresión, miedo a la oscuridad, pesadillas e insomnio, y pueden exhibir los mismos síntomas de estrés postraumático que los humanos", explica. Su hija Angela es hoy la encargada de supervisar el trabajo de conservación de la fundación, ayudada por su marido y su madre. Es la responsable de la logística que se despliega cada vez que un bebe es encontrado abandonado y solo, o de pie junto al cuerpo sin vida de una madre, a la que le destrozaron la cara para arrancarle el marfil.
Nicolás rescató a varios de los bebes que luego viajaron al orfanato de Nairobi para iniciar el largo camino de rehabilitación. Pero ni Dame Daphne Sheldrick ni su hija probablemente se enteraron de que un rubio de América del Sur estaba salvando elefantes, gratuitamente, en la sabana herbosa de Tsavo. "Yo no podía pasar por encima de mi jefe y llamarlas. Pero un día sucedió algo importante, que seguramente llegó hasta ellas y que hizo incluso que el tipo confiara aún más en mí. Chimba era un bebe en tratamiento, luego de ser atacado por una manada de leones. Le daban antibióticos, pero estaba cada vez peor. Yo propuse hacerle un análisis en el único laboratorio de humanos que había en Voi, el pueblo donde vivía. Se negaban, Pogón me decía que no era posible, pero a mí no me cerraba. Hasta que logré convencerlo y fui a decirle al bioquímico que era una práctica que en la Argentina se hacía todo el tiempo. Le insistía: Dale, tenemos que salvarlo, por favor, ¡no sabés lo que es el bebe! Al tipo le pareció que yo estaba en una especie de cruzada, me dijo que sí y me preguntó qué quería analizar. Le expliqué que iban a encontrar cosas raras en la muestra. Por ejemplo, el tamaño del glóbulo rojo. Se lo detallaba en un inglés medio raro, con dibujitos y demás. Le quería medir todos los parámetros, pero como lo iba a pagar yo y no tenía mucha plata, le hice una lista hasta dónde podía llegar por 30 dólares. Cuando tuve el resultado se lo di a Pogón y le dije que no me importaba quién se llevaba el mérito, lo que yo quería era salvar al elefante. Tenía pielonefritis por streptococcus zooepidemicus, una infección renal. Lo descubrimos con los resultados en la mano. Cambiamos su tratamiento, pedimos los medicamentos a Nairobi, pero al otro día, cuando llegaron, el elefante se murió. A partir de esa experiencia dijeron que iban a tomar la costumbre de hacer serología en laboratorios de humanos. Fue un orgullo para mí."
¿Estabas ahí?
Sí, le estaba poniendo suero. Fue el primer bebe que vi morir. Durísimo.
Decenas de gobiernos y organizaciones públicas y privadas se están movilizando a nivel mundial para contribuir con recursos y acciones tales como la destrucción de toneladas de marfil en la batalla por la detención de las matanzas y la ilegalidad. Una de ellas, WildAid, se concentra en la difusión de persistentes mensajes dirigidos a chinos y vietnamitas para animarlos a dejar de comprar piezas que lo contengan. Sus campañas se pueden ver en las televisiones locales gracias al espacio publicitario gratuito que los gigantes de los medios donan a la causa. En noviembre último, el príncipe Guillermo de Inglaterra y David Beckham grabaron uno que por estos días se ha difundido en Asia en el que el joven duque de Cambridge dice a cámara, en chino mandarín: "Como padre quiero que nuestros niños sepan que rinocerontes y elefantes no son sólo dibujos en un libro".
Animales dóciles y pacíficos, gigantes de 7 toneladas, los elefantes son capaces de reconstruir el camino por el que llegaron a una fuente de agua hace dos décadas o de volver a visitar en respetuosa procesión los restos de un miembro de su manada. Un comportamiento superior y ancestral al que se lo simplifica llamándolo memoria de elefante, para luego pasar a otra cosa.
El famoso Trompita
En la Argentina hay once elefantes, todos viviendo en zoológicos porque según distintas leyes, ordenanzas y legislaciones ya no se permiten animales silvestres en los circos de prácticamente todo el territorio nacional. Según Elefantes en Argentina, un grupo –organizó la Marcha por los Elefantes desde Plaza San Martín, en octubre último– dentro del Programa de Especies Amenazadas de la filial local del Instituto Jane Goodall, hay una hembra en el zoo El Arca de Enrimir, Entre Ríos; otra en La Plata; dos más en Luján; un macho, dos hembras y una cría en el de Mendoza, y tres hembras en el zoo porteño. En septiembre último murió Taruca, la elefanta del zoo de Córdoba. Tenía 75 años y le había sido decomisada veinte años atrás al circo de Orlando Orfei. Desde entonces se busca ejemplar que la reemplace. Como las reproducciones se pueden dar ex situ –fuera del hábitat natural- no es ético sacar animales del medio silvestre para abastecer la demanda urbana, sino que se prestan o intercambian por otras especies entre establecimientos del mundo. La pequeñita de Mendoza es la única nacida en nuestro país, aunque de padres asiáticos. Para paquidermo ciento por ciento argentino, valga el famoso que arrojó el cancionero popular infantil: El elefante Trompita. Escrita en 1947 por el músico de jazz Tito Alberti, fue anónima hasta que el prestigioso compositor y baterista se decidió a confesar su autoría. Su hijo, el ex Soda Stereo Charly Alberti, recuerda que tenía cerca de 13 años cuando se enteró de que la canción tenía la impronta de su padre: "Supongo que no se animaba por el qué dirán. No se lo contaba a nadie, no le parecería cool. Era músico de jazz, todo era arte. Imaginate que se supiera que el eximio baterista terminó haciendo El elefante Trompita". Alberti hijo, lejos de fastidiarse por la mención, la acepta con afecto y algo de nostalgia. Tiene además los derechos de la marca.
Estefanía de Mónaco, en familia
La princesa Estefanía de Mónaco, oveja negra real, sostiene que en su vida anterior fue elefante. Tal es su admiración y grado de compromiso por el bienestar de los paquidermos que en julio de 2013 adoptó a Baby y Nepal, dos elefantas que estaban hasta entonces en el Zoo de Lyon amenazadas de eutanasia porque, según informes no muy rigurosos que resultaron ser falsos, tenían tuberculosis. El director de un circo que las había alojado hasta 1999, Gilbert Edelstein, solicitó un indulto presidencial a Hollande para ellas, y Brigitte Bardot amenazó con pedir la ciudadanía rusa si finalmente las mataban. Baby y Nepal hoy viven en una propiedad de los Grimaldi en Roca Gel, Costa Azul. Tienen 3500 m2 de jardín, pileta y jacuzzi terapéutico. Y a los 42 y 43 años pasaron de estar sucias, maltratadas y viviendo una existencia miserable a ser alimentadas y mimadas por una princesa de palacio. Peor suerte corrió Dhalias, un elefante macho que supo tener minutos de gloria en el zoo porteño durante las primeras décadas del siglo 20 hasta el día en que entró en musth, estado de locura frenética temporal relacionado con el celo. Allá por mayo de 1943 la revista Crítica calificó su muerte como de fusilamiento. Se había llamado a toda una escuadra de policías para liquidar al animal con carabinas Mauser que le asestaron 34 heridas de bala más un tiro de gracia que le dio muerte frente a la mirada aterrada de varios vecinitos del predio de Palermo. Para ellos, mejor la historia real contenida en el libro infantil 21 elefantes en el Puente de Brooklyn, que relata un hecho casi desconocido: cuando culminó la construcción del famoso puente, en mayo de 1884, nadie se atrevía a ser el primero en cruzarlo alegando que no resistiría. Phineas Barnum, un famoso director de circo, vio en la desconfianza un desafío y llevó a sus 21 elefantes a intentar la hazaña. Los paquidermos demostraron que la construcción sí era firme.
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