El heroico final del mono Juan y el ratón Belisario, los primeros astronautas argentinos
La Argentina intentó participar de la carrera espacial durante los años 60
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Mientras en 1961 Yuri Gagarin se hacía con el ostentoso título del primer hombre en viajar al espacio exterior, Argentina comenzaba a dar algunos modestos pasos para figurar, aunque fuese un poco, en el radar de los Estados Unidos y la Unión Soviética. No solamente quería dejar de ver al cosmos como una infinita e irresoluble interrogante, sino que buscaba ponerse a la altura de la carrera espacial que se libraba a su alrededor.
¿Y qué mejor manera de comenzar a conquistar el espacio que realizando experimentos biológicos? La apuesta del país sudamericano era aparentemente sencilla, pero llena de riesgos: enviar animales para analizar las posibilidades que tenían de supervivencia. Si un mono y una rata podían llegar al espacio, ¿qué podría impedir hacerlo a los humanos también?
El proyecto Bio de la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (CNIE) fue el nombre que recibió esta controvertida y, aunque no parezca, ambiciosa misión. Pese a que sus nombres no tengan mayor relevancia cuando se habla de la historia astronáutica de Latinoamérica, la realidad es que los primeros hombres en viajar al espacio le deben mucho a Juan y a Belisario, el primer mono y ratón que, contra todo pronóstico, emprendieron esta arriesgada aventura de explorar el cosmos. Su legado es tan amplio como valioso, por lo que sería una pena quedarse un minuto más sin conocer el final de estos dos animales que, además de desafiar las leyes de la naturaleza, demostraron que existen héroes que roen, aúllan y se visten de astronautas.
Belisario: el ratón cordobés astronauta
A pesar de que fueron muchos los roedores que pudieron correr con el mismo destino que Belisario, fue este ratón argentino de 170 gramos el que logró anteponerse a otros de su especie gracias a la docilidad y adaptabilidad que lo caracterizaban. Para ser solo un pequeño animal que, bien podía caber en la palma de una mano, su desempeño dejaba poco que desear y mucho que admirar.
Nacido en el bioterio del Instituto de Biología Celular de la Universidad de Córdoba, el pequeño roedor había nacido para ser una estrella. De acuerdo con el científico Pablo de León en la obra ‘Historia de la Actividad Espacial en la Argentina’, “Belisario fue seleccionado entre varias ratas que no sospechaban lo que les depararía”, no obstante, su triunfo estuvo asegurado porque “fue la rata más dócil y rápidamente se adaptó al uso del arnés y el chaleco”.
La Escuela Aerotransportada de Córdoba estaba revolucionada para el día del lanzamiento y no era para menos. El tamaño de sus objetivos era equivalente a las innumerables posibilidades de que todo terminase en desastre. Eran tan solo las 10 de la mañana del 11 de abril de 1967 y todo estaba casi listo para hacer historia.
Un ratón, un cohete Yarará y un gran equipo de científicos, ingenieros y militares era lo único que, aparentemente, hacía falta para entrar, de una vez y para siempre, a la carrera espacial. Bajo el mando del ingeniero aeronáutico Aldo Zeoli, el vicecomodoro Cáceres y los comandantes Hugo Niotti, Cueto y Ernesto Abril, Belisario se embarcó en la misión espacial el 11 de abril de 1967. Los fuertes vientos del otoño azotaban de manera intempestiva al país argentino y las ansias desbordadas de éxito inundaban cada rincón del lugar de lanzamiento.
Poco después de las 10 de la mañana el despegue de Belisario en una cápsula acoplada a un cohete Yarará anunciaba la llegada de un nuevo capítulo en la historia espacial. Lo que nadie se esperaba era que, tras medio minuto de vuelo, el paracaídas se abriera de manera inesperada.
Cuando el roedor alcanzó una altura de 2.300 metros detuvo su ascenso y su caída fue inminente. Sin posibilidad de realizar ninguna maniobra de aterrizaje, Belisario salió de la pista y cayó más allá de los límites previstos. ¿El resultado? Una misión fracasada, una gran cantidad de científicos e ingenieros desilusionados y un ratón ileso que intentaba lidiar con un ataque de nervios.
Juan, el mono astronauta
Las derrotas, en ocasiones, son las mejores maestras. Tras el fracaso del ratón Belisario en su llegada al espacio, los investigadores no quisieron quedarse con los brazos cruzados y decidieron dar una muestra de perseverancia y tesón argentina. El sueño de llevar hombres al espacio no era cosa del pasado, por el contrario, era una misión más latente que nunca. El perfeccionamiento de los cohetes y el desarrollo de una forma autónoma para poner satélites en órbita fueron las consignas del equipo argentino durante dos años. Solamente hacía falta el último elemento clave para obtener la victoria.
Ni un hombre, ni un roedor, fue Juan, un mono oriundo de la provincia de Misiones el que se hizo con el reñido título del primer astronauta latinoamericano. Con tan solo 18 meses de nacido y, apenas un kilo y medio de peso, logró batir récord. Su rostro aún reposa en la memoria de cientos de ciudadanos y su relato quedó inmortalizado en las extensas páginas de la historia de la aeronáutica del país sudamericano.
El experimento al que fue sometido Belisario “permitió poner a punto los dispositivos sensores e inmediatamente después querían ir a algo mucho más importante: un hombre pequeño, un mono”, afirmó un científico que participó en la misión ante los medios nacionales.
El 23 de diciembre de 1969 -cinco meses después de la llegada de Neil Armstrong y Edwin Aldrin a la luna- fue la fecha elegida para llevar a cabo la misión que por tantos años habían estado perfeccionando. Aunque el panorama se mostraba sombrío -pues de los veinte monos que habían viajado al espacio de distintos países solo la mitad habían regresado con vida-, las ganas de conquistar el cosmos eran más fuertes que cualquier mal pronóstico.
“El vuelo del mono Juan se da en un contexto donde la Argentina contaba con su agencia espacial, que en ese momento se llamaba Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (que hoy es la Conae) y que tenía un intenso programa de trabajo, incluyendo el desarrollo de vectores y de cohetes”, explicó a la agencia de noticias argentina Télam, Diego Bagú, director del Planetario de la Ciudad de La Plata.
Sentado en un Canopus II, un cohete de sonda de cuatro metros de largo y 50 kilos de carga útil, Juan logró lo que Belisario y otras especies vivas no: llegar al espacio sano y salvo. No obstante, no todo fue color de rosa. La historia antigua y reciente ha demostrado que hasta los planes más estudiados tienen grietas.
Juan viajó sedado y su cuerpo fue cubierto por un chaleco impermeable para reducir, junto con el asiento, los riesgos del efecto de la aceleración. Esta vez los expertos pensaron en todo: desde la posición transversal en la que haría el viaje hasta la monitorización de los signos vitales y la instalación de una cápsula presurizada -que además contaba con una reserva de oxígeno de entre 15 y 20 minutos-. Nada podía salir mal y aún así algunas pequeñas cosas lo hicieron.
El cohete despegó desde una base espacial ubicada en una llanura desértica a más de 450 metros sobre el nivel del mar. A diferencia de la misión de Belisario, la nave logró mantenerse un buen tiempo a flote, superando los siete kilómetros en tan solo cinco minutos.
La pesadilla comenzó cuando, habiendo alcanzado su objetivo -llegar a 82 kilómetros de altura-, el motor se apagó y la nave se aproximó a tierra firme. Para ese momento, Juan respiraba con el oxígeno de la cápsula presurizada y su aterrizaje se mantenía incierto para los investigadores. La buena noticia era que los signos vitales no indicaban deterioros en el bienestar físico del mono.
El éxito para el equipo de científicos argentinos llegó cuando se abrió la escotilla y se encontraron con la mirada inquieta del mono que, para ese momento, ya era toda una leyenda viviente. Todo parecía estar en perfectas condiciones gracias a los dos paracaídas grandes que se activaron cuando la nave se encontraba a tres mil metros de altura e hicieron posible lo imposible: aterrizar.
De acuerdo con Pablo de León en la obra mencionada anteriormente, “poco después (Juan) se recuperó totalmente y vivió hasta el fin de sus días en el Zoológico de Córdoba”.
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